Cada vez que camino en el monte pienso en ella, miro con atención para no aplastarla. Todo depende desde dónde se mire, con qué ojos se mire…
Cayó en la tierra, donde estaba parada, un papel que llevaba su nombre. No quiso leerlo.
Camisa a rayas. Pantalones cortos. Le gustaba usar rayas blancas y negras que adelgazaban finamente encima de su angosta cintura. Sus pasos audaces llevaban a gran velocidad un minúsculo cuerpo. Caminaba todos los días a la misma hora, por el mismo camino. Trabajaba arduamente. Nunca faltaba. Todas marchaban en línea, una detrás de la otra. Ella, como le gustaba charlar y pasarla bien, se ponía al costado de las compañeras. De vez en cuando miraba el cielo, otras veces cantaba despacio y hasta recitaba poemas. Observaba el tamaño de las hojas y se desafiaba a ella misma. Tenía una meta: lograr llevar hasta tres hojas de cuatro veces su peso.
Aprendió a superar obstáculos. No era la primera vez. Cuando era más joven, hubo un incendio. El fuego se llevó todo lo que pudo, sólo quedó la sed de la tierra rasgada y dura. Los giros hacia el sol no pudieron devolver el bosque. No quedó ni una semilla, ni un pájaro, nada. Sólo la tristeza de un par de sobrevivientes. El viento era un náufrago rasgando las piedras. Caminaron varios días. La sed y el hambre perseguían su andar. Las antenas siempre firmes y hacia adelante, a pesar de todo. Un suave perfume danzaba en el aire. Y a allí estaba. El príncipe de los montes. Con su esplendorosa copa abrazando el cielo, diciéndoles que hay que tener esperanza. Que con paciencia y perseverancia, todo llega. Treparon por su tronco recto, erguido. Elegante con su traje gris, áspero, grueso y hendido por los años. Caminaron bastante cuesta arriba hasta llegar a las primeras ramas. Encontraron las hojas y las flores. Pequeños diamantes amarillos alegrando la desolación de aquel lugar incendiado. Y así fue como, sin prisa, reconstruyeron su nuevo hogar. Poco a poco aparecieron los hormigueros, las colmenas, los senderos. El agua celebró el regreso de la vida tiñendo de verde lo que encontraba. El canto de los pájaros: la luz, la sonrisa. El tiempo fue envolviendo los relojes en rutina. Trabajar, cavar túneles, llevar hojas y divertirse haciéndolo era su especialidad.
Ese día amenazaba con llover. El viento traía algo diferente. Cayó en la tierra, donde estaba parada, un papel que llevaba su nombre. No quiso leerlo. Por un instante recordó a alguien diciendo que en ese lugar sobraban trabajadores. Alguien que no conocía personalmente pero que tenía el poder de dar órdenes. Y que todos las cumplieran. Alguien que también decidía sobre los demás hormigueros, y colmenas, y organizaciones, y qué más…
El miedo de hablar la hizo permanecer en fila. No tenía ganas de mirar el cielo, ni recitar poemas. Sólo de dar un grito y saltar. Pero no hizo nada de eso, continuó callada como el resto. Sólo se oía el reclamo del viento que lloraba dolores ajenos. Terminó su jornada como todos los días, al horario establecido, y se marchó. Papel a cuestas, pesaba más que las tres hojas de su meta. La aturdía el silencio, ni las golondrinas se asomaban. Llegó a su hogar. Abrió la puerta, caminó por una alfombra hecha a mano por una abuela. Recordó su infancia. El calor de la sopa, los abrazos y las risas. Todo eso necesitaba en ese momento. No había nadie. Sus hijas en la escuela. La casa vacía. Se sentó en un sofá con terciopelo colorado. Se puso los anteojos y leyó el telegrama. Su cuerpo se paralizó. El frío en sus ojos congeló su alma. El papel temblaba y las letras deslizaban a su ritmo. Una lágrima borró una firma. Pasaron tantas cosas por su mente en un solo instante. Como un tren de carga que aplasta las flores que intentan crecer entre los durmientes. ¿Qué iba a hacer ahora? Toda una vida haciendo lo mismo. Caminando por el mismo lugar, a la misma hora. No conocía otro camino. La angustia, ese amargo sonido que aprieta fuerte la garganta, la estaba asfixiando. Pensó en sus hijas. En cómo las miraría a la cara. En el sistema que domina el mundo. Pensó en lo absurdo de presumir con remeras rayadas manchadas por alguna marca de moda. Se la sacó. La pisó, una y otra vez. Se miró al espejo. Su cara angulosa se estaba derritiendo. ¿Sus enseñanzas habrían sido en vano? ¿Ayudar a las nuevas trabajadoras? ¿Alivianarles el peso? ¿No respetar las órdenes y caminar en doble fila? ¿Trabajar por los que tienen hambre? ¿Era el hormiguero que funcionaba mal? ¿Eran las decisiones erradas? ¿Producir más para ganar más? ¿En qué nos habíamos transformado?
Era valiente. Pudo volar y llevar no sólo tres, sino cinco hojas sobre su cuerpo.
Aplastar al que menos tiene. La poesía está muerta. Las canciones mordidas. El mundo cada vez más pequeño y chato. Las guerras fumigando los aires y la vida. “Ya no me puedo quedar mirando cómo me quedo”, pensó.
Una vez ya había superado un obstáculo, sabía que podía hacerlo. El fuego de aquel entonces invadió su cuerpo como el diablo que atrapa el sueño de los que sueñan. Y recordó al príncipe del monte. Caminó hacia él. Acarició su cuerpo. Abrazó su espíritu. Se vistió de savia. Su visión borrosa, las antenas duras. Miró al cielo y su paisaje. El tiempo se detuvo en ese instante. Fue feliz, tan feliz que le crecieron alas. Descubrió que desde otro lugar, las cosas se ven diferentes. Que existen otros caminos por transitar; aunque nadie hable la voz existirá; donde todos caigan sólo juntos se elevarán; no hay fronteras; somos como el río; la libertad es un tesoro de unos pocos; hay que caerse para avanzar; y cerrar los ojos para mirar. Era valiente. Pudo volar y llevar no sólo tres, sino cinco hojas sobre su cuerpo. La poesía brotó de las flores multiplicándose como estrellas. Se hizo amiga del viento, las alturas y los luceros.
- Ministerio - sábado 14 de marzo de 2020