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La tormenta

martes 24 de marzo de 2020
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“La muerte tiene al principio el rostro
de lo que no pudo ser”.

Antonin Artaud.

Andá a buscarme la chata, me dice. ¿Otra vez, mamá?, pero si hace cinco minutos te la traje y no hiciste nada, le contesto casi rogando. ¡Andá a buscarla, mierda!, que si no se la pido a Lucía, amenaza. Lucía no va a venir. Lucía se fue hace meses porque ya no podíamos pagarle, tengo ganas de decirle. Pero para qué, si ya lo intenté antes. Ella hace como que no entiende, fija la vista en la ventana y se queda así, sin mover un nervio de la cara, pero yo sé que finge, que entiende todo, que usa los olvidos como una forma más de humillarme. Igual busco la chata y la traigo. La ayudo a incorporarse, se queja, me cuesta mucho levantarla aunque no debe pesar ni cuarenta kilos, pero yo también estoy vieja. No tengo noventa años como ella, pero estoy vieja. Ya está, dice. ¿Ya está qué, mamá, si no salió nada? ¡Ya está, sacala y andate! La bajo, me duele la espalda, llevo de vuelta la chata al baño, la enjuago. ¡Subí la estufa, que tengo frío!, grita. ¿No ves que afuera nieva? Está al máximo, mamá, le digo. ¡Traé la eléctrica entonces! ¿Te tengo que decir todo? Se rompió ayer, mamá, ¿no te acordás? ¡Comprá otra! ¿Qué haces con mi pensión? Seguro que te la gastas en ropa. Con tu pensión hago maravillas para darte de comer y ropa no me compro desde hace años, pienso y no digo nada. ¡Dale, dejame sola! El médico dice que su corazón está débil. ¿De dónde saca entonces las fuerzas para gritarme así? Ya va a venir Laurita, me dice, ella sí que me quiere. Ojala viniera Laurita, digo por lo bajo mientras entro en la cocina, ¿pero sabés qué? Laurita huyó hacia Canadá hace veinte años solamente para no aguantarte más y ni siquiera llama para averiguar si aún estamos vivas. Prendo el televisor, el noticiero está empezado. Me siento, mastico una galletita de arroz y bebo el resto de un té que ya está frío. Anticipan más recesión para el resto del año, un equipo de fútbol que ni conozco juega mañana una final, el pronóstico anticipa una tormenta de nieve para esta noche: la mayor en ochenta años, se entusiasma la chica de la meteorología, que no deja de sonreír como si fuera una propaganda de dentífrico. Aconsejan tomar recaudos. ¡Silvia! ¡Silvia!, otra vez los gritos. ¿Qué pasa, mamá? Se me salió la vía. Voy y reviso el suero. No, mamá, está bien. ¡No, está salida! Llamá a Lucía, que ella sabe. Otra vez Lucía. No está, mamá, no está. ¿Qué le hiciste? Nada, mamá, no le hice nada. ¡Vos le tenías celos! La echaste porque es mejor que vos, a ella no se le salía la vía. No sé qué haces acá, dice. Vivo acá, mamá, soy la imbécil que te cuida, la que gastó su vida en esta casa que se cae a pedazos, porque vos te ocupaste de que eso pasara, te ocupaste de que me quedara bien sola, pienso y me muerdo los labios. ¡Traeme la comida!, dice. Todavía no la hice, mamá, ahora me pongo y la hago, le digo para tranquilizarla, para que no me grite más. Vuelvo a la cocina, todavía está el noticiero. La guardia civil recorre las calles antes de la tormenta, temen que el frío mate a los miles de indigentes que duermen en la ciudad, dos periodistas hablan de la crisis económica, un cartel anuncia que hacen menos de dos grados bajo cero. Vuelve la meteoróloga, ahora más seria y anticipa que pronto arreciarán el viento y la nieve, sugieren a la población sellar sus ventanas. ¡Silvia!, la escucho. Ya voy, mamá. ¡Ya es hora de las pastillas!, dice. Vuelvo a la habitación y le saco la máscara de oxígeno, el pelo le queda totalmente estirado hacia atrás por la grasitud, me mira con sus ojos inyectados de sangre, me mira con sus ojos angulados de ave. Le pongo los comprimidos en la lengua hinchada y los traga con dificultad, la garganta se le mueve hacia arriba y hacia abajo. No me saca la mirada. La ayudo a recostarse. No quiero la máscara, dice, traéme la comida. Se está haciendo, mamá, le digo. No sé a quién saliste tan inútil, masculla. En la cocina la olla hierve, bajo la hornalla a fuego lento. En la televisión un panel habla de economía y dice pobreza cada dos palabras. Saco un trozo de pollo hervido y un par de papas, son de las pocas cosas que el médico le deja comer. Mientras los periodistas hablan, sale un cartel en rojo: se viene la tormenta. Llevo el plato en una bandeja con patas para que apoye bien en la cama. ¿Qué es esto?, pregunta. Pollo, mamá, pollo con papas, contesto. ¿Otra vez? Ayer me trajiste lo mismo. No, mamá, ayer comiste arroz, le contesto. La cara se le pone roja. ¡No voy a saber yo lo que comí ayer! ¿Me tratás de estúpida? Y de un manotazo voltea el plato de loza que estalla sobre el mosaico. Me quedo mirando la comida en el piso, el aceite hace una mancha que lentamente se extiende. ¡Mirá lo que hiciste!, dice. Estoy harta de vos, mañana la llamo a Laura para que venga. ¡Laura está a miles de kilómetros y no te quiere!, estoy a punto de decirle, pero me callo. ¡Traeme las gotas!, me quiero dormir, así no te aguanto más, dice. Voy a la cocina a buscar el frasco. Un tipo en la pantalla, con cara de circunstancia, avisa que la tormenta ya se cierne sobre la ciudad. Tras el vidrio de la cocina veo los copos de nieve caer. Tomo el gotero, las gotas caen también dentro del vaso, una a una, son diez pero sigo hasta veinte, pienso en la cama de mamá pegada a la ventana, pienso en la ventana mal cerrada que se abre, pienso en el viento y la nieve entrando desde el jardín, pienso en los indigentes helándose solos en un callejón. Las puertas comienzan a vibrar, es un anticipo. Le llevo el vaso y se lo doy. Lo inclina hacia su boca pero se frena antes de que el agua le toque los labios, lo vuelve a poner vertical y me mira inquisidora. Huele raro, me dice. Soporto su mirada sin hacer un gesto. Es lo de siempre, mamá, debe ser el agua, con la tormenta viene turbia. Duda, pero al final la toma. Apago la luz y me voy. Debo esperar que se duerma. Los periodistas siguen discutiendo, hablan difícil y yo hago como que los escucho, pero estoy pendiente tras la puerta cerrada. Miro el reloj, ya se debe haber dormido. Entro sigilosa a su pieza, siento su respiración entrecortada por un silbido permanente. Levanto lentamente la manivela y abro la ventana, la nieve me roza la cara. Apago la estufa y desaparezco hacia la cocina, cierro la puerta con llave al salir. Caliento agua para un café. Empezó la novela, la chica duda en besar al hombre que la sujeta, el café baja despacio, imagino la nieve entrando por la ventana del cuarto, al final la chica lo besa con esa pasión falsa de las novelas turcas, bebo un sorbo, el sabor me inunda la garganta, la nieve estará cubriendo su cuerpo, apagando su respiración, un accidente, doctor, la ventana quedó mal cerrada y yo estaba profundamente dormida, una desgracia, imagínese, con todos los años que yo la cuidé, era grande, me dirá, mirándome con un poco de lástima, como mira el hombre a la chica antes de llevársela a la cama, como siempre pasa. Un ruido me sobresalta, el viento debe haber tirado el suero, dejo la taza de café sobre la mesa, otro ruido, me imagino la caja de los remedios volando por el aire, la cama una montaña de nieve, que tapa su cara, su cara de rapiña. ¿Ya será suficiente? ¿Tendré que esperar un poco más? Quiero espiarla, verla encerrada en su mortaja blanca, y sobre todo quiero verla callada. Apoyo la oreja sobre la madera. Se escuchan ruidos, adentro las cosas siguen cayendo, el vendaval debe estar arrasando con el cuarto. Giro la llave y abro la puerta: los cajones del placar están desparramados por el suelo, la ventana bien cerrada y un hombre envuelto en andrajos camina lentamente hacia mí.

Daniel Horacio Ghisani
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