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Quincena

martes 21 de abril de 2020
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Adriana. La nueva empleada de la empresa. Recién graduada de la universidad… una de las privadas y costosas, aunque no recuerdo de qué carrera. Se viste bien, se manda a hacer los rayitos y la manicura y vive en un barrio del norte con los papás. Tiene carro, como la mayoría de los ejecutivos jóvenes acá. Soltera, sin hijos, sin compromisos, su única preocupación es qué hacer los fines de semana… ¡Ah, dichosa la vida de gente como ella!

Porque mi mamá me ha pedido otras cosas y yo siempre se las he tratado de dar. Porque mi mamá nos ayuda a cuidar a la niña.

¿Cómo sé todo esto? Llevo algunas semanas trabajándola, haciéndome su amiga poco a poco, arrimándome a su cubículo con dos tintos —uno para mí bien cargado y otro para ella— y conversándole un rato todos los días. Dándole consejos prácticos, sugiriéndole dónde almorzar —ella sí puede salir a almorzar; yo, con mi insignificante sueldo de secretaria y mis deudas, no tengo más opción que traer lonchera y aceptar las ocasionales invitaciones de mi jefa—, contándole una que otra confidencia de oficina. Nada que me haga parecer chismosa, claro está. A todo el mundo le gustan los chismes, mientras no sean sobre ellos, pero a nadie le gustan los chismosos. Todavía está un poco nerviosa porque es nueva. Un empleado nuevo se parece a un cervatillo recién nacido que está sin su mamá en un claro de un bosque, expuesto y rodeado de peligros invisibles que no sabe bien cómo detectar. Yo le ayudo, le doy consejos. Y ella asiente todo el tiempo y me mira con sus ojos grandes y agradecidos de cervatillo.

Ahí la veo ahora trabajando en su cubículo, mientras los demás están en una reunión. Quedamos las dos solas por fin. Es día de quincena y llevo horas esperando la oportunidad, echándole el ojo con disimulo, preparando lo que le voy a decir. Y es que siempre me dan nervios antes de hacerlo, como a un actor antes de salir al escenario. Me da miedo que se me olvide qué decir; que me ponga roja, se me quiebre la voz y se me note la inseguridad; que se burlen de mí, o me confronten; que me digan que no. Por lo general me dicen que sí, aunque de vez en cuando me salen con un no. Soy persuasiva, tengo tanta práctica que ya perdí la cuenta de cuántas veces he hecho esto. Lo he hecho con muchos empleados de la empresa; no con todos, no me atrevo con todos.

Es algo que tengo que hacer, no me queda otra. El mes pasado tuvimos la fiesta de cumpleaños de Clarita. Es hija única —como están las cosas seguramente se va a quedar así— y mi mamá dice que debemos darle gustos, compensar por la falta de hermanos, crearle experiencias alegres que le duren toda la vida. Gastamos un dineral en el vestido nuevo, la torta de tres pisos, los espaguetis con albóndigas y los perros calientes, los platos y servilletas de papel con motivos de Frozen, las sorpresas para los niños, la decoración en tonos pasteles, los payasos —tan poco graciosos que más bien me hubiera disfrazado yo y los invitados se hubieran reído más con mis bromas—, el mago, la minifunción de títeres, la fotógrafa. “¿De qué sirve organizar todo esto si no queda un registro fotográfico profesional?”, le dije a Ricardo, mi marido, cuando protestó. Me dieron muchos likes y buenos comentarios en Facebook, lo que prueba que yo tenía razón. Ah, y el vestido nuevo para mi mamá.

—Dime una cosa: ¿por qué diablos necesita un vestido nuevo tu mamá, si la fiesta es para la niña? —me gritó exasperado Ricardo.

Porque mi mamá me pidió el vestido. Porque mi mamá me pidió el juego de ollas de acero quirúrgico. Porque mi mamá me pidió las vacaciones en San Andrés. Porque mi mamá me pidió el colchón Tempur que se adapta al cuerpo. Ese no se lo pude dar porque vale seis millones de pesos, pero le compré un colchón parecido y una almohada Tempur de las originales. Porque mi mamá me ha pedido otras cosas y yo siempre se las he tratado de dar. Porque mi mamá nos ayuda a cuidar a la niña. Porque me tuvo a los dieciséis años y me crio sola, trabajando de sol a sol en una fábrica hasta que se le dañaron la espalda y los ojos. Porque me pagó los estudios de secretariado para que no tuviera que quebrarme el espinazo como ella en oficios manuales. Porque gracias a esos estudios yo comencé a ganar dinero y pudimos salir del barrio de casuchas apretujadas y remendadas donde vivíamos, y yo pude conseguir mi trabajo de secretaria en esta empresa y conocí a Ricardo, quien también trabaja acá y gana mejor que yo gracias a que es profesional, aunque el dinero nunca alcanza ni nunca alcanzará.

Ricardo eso no lo entiende. Se crio con su papá, su mamá y dos hermanos, en una familia de clase media a la que no le sobraba pero tampoco le faltaba nada. Él me dice que ya se cansó, que mi mamá puede seguir viviendo con nosotros pero que él ya no va a financiar más sus caprichos. Así que me toca a mí sola, con mi sueldo de secretaria y las deudas acumulándose por todos lados.

Hoy es viernes de quincena, el día más esperado por todos los empleados y el más temido por mí. Día de diversión, de despilfarrar en trago, en salidas a comer y a bailar (ellos); de ver cómo completo el dinero para pagar deudas (yo). Nunca duermo bien la víspera de la quincena. Doña Betty, la principal prestamista que me queda —usurera, la vieja esa—, me está llamando desde esta mañana para recordarme que le tengo que pagar esta noche después de salir de la oficina. ¡Como si se me fuera a olvidar! Menos mal Ricardo llega tarde hoy a la casa después de dictar clases en la universidad, donde es profesor de cátedra y así puede ganar un dinero extra. A él no le gusta para nada que tenga tratos con doña Betty.

Adriana. La ejecutiva nueva. Ahí está, tecleando despreocupadamente frente a su computador. Sus mayores dilemas son qué ponerse esta noche para salir con sus amigos y qué película ir a ver este fin de semana. No le tengo envidia —bueno, sí, un poquito— y me cae hasta bien. Es amable y no me trata como poca cosa por ser secretaria. Vive con los papás en el norte, no tiene hijos ni responsabilidades, con seguridad me puede prestar los cien mil pesos que me faltan para completar lo que le tengo que pagar hoy a doña Betty. Lo sentirá tanto como una gata a la que se le cae un pelo.

Estoy lista, me persigno con disimulo para darme valor. Allá voy hasta el puesto de Adriana.

 

***

 

Miladys (hágame el favor el nombrecito, al menos no le pusieron Usnavy). Es la secretaria de Ana Lucía, la jefa del departamento de la empresa donde hace poco comencé a trabajar después de mi grado. Mientras los demás están en una reunión de esas que duran el triple de lo que deberían, acá quedamos solas My Lady y yo, en esta oficina abierta que más bien parece un establo con cubículos para cada caballo, perdón, empleado.

Sé que se está alistando para venir a mi puesto, preparando el discurso para el que, según me dicen, tiene la práctica de los actores a los que siempre les dan el mismo tipo de papel (y una peluca diferente para que no se note tanto que viven de repetirse). Pero el rollo hay que adaptarlo a la medida de cada víctima, personalizarlo, y por eso le toca ensayar cada vez. La idea es que, en lugar de aplaudir al final del discurso, yo busque mi billetera y le entregue cien mil pesos “en préstamo”. O que, si no los tengo a la mano, me comprometa a ir al cajero automático para sacarlos de ahí y así sacarla a ella, por un rato, de su lío financiero. Qué tal el descaro, ¿ah?

Como ella no sabe que yo sé, actuaré preocupada e interesada en lo que me cuente, le seguiré el juego.

Miladys sigue adicta a las deudas, su mamá sigue adicta a las compras, y ninguna puede parar.

Lo de My Fair Ladys me lo dijo Patricia, que lleva más de diez años trabajando acá en el mismo cargo (o sea media vida, tenaz lo que es la falta de ambición). Cuando supe que su apartamento queda en la ruta que tomo después del trabajo, le ofrecí acercarla en mi carro y así nos hicimos amigas. Nos vamos conversando durante el camino y Patricia, muy agradecida ella por no tener que irse en Transmilleno, me cuenta los chismes de la empresa y me da consejos. Me advirtió sobre lo que hace Miladys en la quincena cuando un empleado nuevo ingresa al departamento. La lady tiene deudas como un cadáver en descomposición tiene gusanos. Deudas innecesarias, que ha ido acumulando para complacer los caprichos de la mamá, a quien no se atreve a negarle nada. Es mañosa: embolata a los de la oficina con excusas para no pagarles a tiempo y para no pagarles completo. Como ninguno de los veteranos le volvió a prestar —esa fuente ya se secó, ni bobos que fueran— entonces busca sangre nueva.

Ana Lucía, nuestra jefa y su mejor amiga forever, su BFF, le vive diciendo que deje de pedir prestado, que los rumores sobre sus culebras se deslizan por pasillos, baños y estaciones de café, y que ella no va a estar ahí siempre para cuidarle la espalda. Son amigas, en parte, porque son las únicas fumadoras del departamento. Ahí las vemos en los descansos a través del ventanal, deportadas de la oficina y sentadas en el patio gris tomando tinto y echando carreta y humo, las dos viejas.

Pero, a pesar de las advertencias de Ana Lucía, Miladys sigue adicta a las deudas, su mamá sigue adicta a las compras, y ninguna puede parar, como si fueran un par de drogadictas inyectándose heroína en un callejón… la cosa es bien heavy, para qué. No la han despedido porque Ana Lucía y Ricardo, su marido, que también trabaja en la empresa, la mantienen blindada.

Sé que Miladys me va a pedir cien mil pesos, pero la voy a sorprender gratamente, buena gente que soy, y le voy a dar doscientos mil. No puedo esperar a ver la cara que pone, lástima que no pueda sacar mi celular y tomarle una foto en ese momento: ¡Whisky! Le voy a dar doscientos mil porque: uno, sé que no me los va a devolver nunca y así espero quitármela de encima de una vez por todas ­—que se vaya con su discursito lacrimoso para otro cubículo—, y dos, es como una especie de indemnización secreta porque Ricardo es mi amante.

A Ricardo lo conocí en la Universidad Javeriana, donde estudié y donde es profesor, y desde entonces comenzamos “a salir”, como dirían algunas de esas señoras bien que esparcen rumores a punta de eufemismos. Aunque en realidad empezamos fue a entrar: a moteles, a Airbns de una noche, al apartamento de mi prima Luisa mientras ella estuvo un semestre de intercambio en una universidad de Estados Unidos, y —“como tú eres la más responsable de mis primas, Adri”— me dejó las llaves para que se lo fuera a cuidar de vez en cuando. Como sabía que lo más seguro era que Ricardo y yo no nos viéramos más después de graduarme (por aquello de no tener la tentación a la mano), y yo no quiero que dejemos “de salir” (no todavía), moví mis influencias familiares y conseguí un trabajo en esta empresa.

Él se puso furioso y pataleó, se asustó de pensar que yo estaría trabajando tan cerca de su “señora”. Se imaginó toda clase de escenarios escandalosos, ni que viera telenovelas. Pero yo lo tranquilicé, le dije que a mí no me gustan los escándalos pero sí los secretos. Soy experta en ellos desde niña, cuando mis papás escondían mis regalos de Navidad y de cumpleaños en un rincón oscuro y con telarañas viejas de su closet y yo los encontraba, los desempacaba con mucho cuidado, sin que la cinta pegante rompiera el papel de regalo, los miraba bien, los volvía a empacar y los dejaba en su sitio. Después actuaba toda sorprendida cuando me los entregaban en las fechas oficiales.

El mundo se divide entre quienes no saben guardar secretos, bien sea por vocación —los infaltables chismosos— o por pura ineptitud —como mis papás—, y entre quienes sí sabemos —como Ricardo y yo.

Él casi no me habla de su familia, y menos de Mil Deudas. Es muy hombre y muy caballero para eso. Pero acá en la oficina me voy enterando de todo, gracias a Patricia y a los demás chismosos por vocación, que llenarían una piscina olímpica. Para ser francos, no entiendo qué le vio Ricardo, seguro no fue ese nombre horrible. Se supone que tenía buen cuerpo antes de la hija. Pero ya no está para la manga sisa ni las faldas arriba de la rodilla. Su BFF debería decirle que esa permanente ochentera y ese corte están out y que necesita un makeover pronto. Como dice el chiste: el matrimonio al que no lo mata lo deforma. Yo más bien diría que son los hijos. Ellos son los que dañan el cuerpo, las finanzas, el sexo, la camaradería, la intimidad, la autoestima, todo.

Lo cierto es que Mildías no me logra caer mal a pesar de sus líos y sus culebras.

Revisemos el plan de esta noche mientras Miladys acaba de preparar su discurso (¿por qué te estás demorando tanto, Mis Damas? No te estará dando miedo escénico…):

Quedamos de vernos con Ricardo a las siete. Él tiene convencida a Su Lady de que este semestre dicta clases los viernes por la noche y de que después se va a tomar un par de cervezas con sus colegas, ya que es importante socializar con ellos para que le sigan dando clases en la universidad. Reservé un Airbnb dúplex con todos los juguetes: jacuzzi, turco, chimenea y terraza privada. Ojalá sea tan nice como aparece en las fotos. Es un miniderroche, pero como todos los asalariados de esta ciudad nosotros también tenemos derecho a disfrutar de nuestra quincena, ¿no?

Total, lo cierto es que Mildías no me logra caer mal a pesar de sus líos y sus culebras, a pesar de que está aferrada a Ricardo como una sanguijuela, y de que sé que él no la va a dejar (tampoco quiero eso; igual que este trabajo, mi relación con Ricardo es algo de transición, algo para llenar el tiempo mientras tramito lo de mi posgrado en Inglaterra). Miladys es simpática y las mujeres trágicas son más interesantes. Me parecen superaburridas las que tienen todo bajo control, a las que todo en la vida les combina: el colegio bilingüe donde estudian los hijos, la empresa multinacional en la que trabaja el marido, los sitios donde van a veranear y las selfies que se toman allá, la marca de los tenis que se ponen para jugar squash en el club. Aunque no parezca, se puede decir que Miladys y yo somos hermanas espirituales, jaja. Lo que pasa es que ella saca a ventilar sus trapos sucios para que todos se compadezcan y le den plata, y yo escondo mis pecados como tatuajes en mis partes nobles y así me evito problemas. Digamos que lo de ella es una actividad de tiempo completo con ánimo de lucro, mientras lo mío es apenas un pasatiempo secreto.

Veo que Miladys por fin se terminó de armar de valor y ahora viene para mi cubículo, con dos tazas de tinto en la mano. Acá te estoy esperando y tengo listos tus doscientos mil pesos, Miladys, tu tranqui.

Ana Carolina Pereira
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