Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

El primer despertar

jueves 7 de mayo de 2020
¡Comparte esto en tus redes sociales!
“Hay, por lo tanto, al menos dos universos, dos géneros de vida que son ajenos uno al otro, y cuyas masas respectivas encuentran su explicación, sin embargo, una gracias a la otra”.
Fernand Braudel

I

Me desperté algo trastornado y la vi a mi lado. Estaba tiesa y el color de su piel era pálido. Algo grisáceo y verdoso. El pánico se apoderó de mí. Jamás había visto el cadáver de alguien tan de cerca, a centímetros de mi rostro. La cama era lo suficientemente grande para tres personas pero sólo había dos en ella. En realidad una, la otra yacía sin vida. Sentí una sensación de horror y un asco intenso. No sé si era por el hedor o por el hecho de que estuviera tan cerca de ella. Quería levantarme y salir corriendo pero mi cuerpo tardó en reaccionar unos segundos.

La verdad es que no tenía idea de qué tipo de arma se trataba. ¿Qué sabía yo de armas?

De un sobresalto me incorporé y miré a mi alrededor. La habitación estaba desordenada. Luego volví la mirada sobre el cadáver de aquella mujer. ¿Quién era? Y lo más importante, ¿qué estaba haciendo yo ahí en esa cama con ella? No podía recordar nada de lo que había pasado. Bueno, tal vez algunos fragmentos. Tenía la sensación de haber dormido durante días. Aun así, el cansancio era intenso. Tenía un vago recuerdo de haber ingerido algo que me mantuvo despierto por un tiempo prolongado. Era lo único que podía recordar. Eso y el hecho de haber experimentado una sensación de extrema euforia.

Mi mente hacía un esfuerzo por ignorar el cadáver gangrenoso. Noté un agujero en su pecho y mucha sangre derramada sobre el colchón. Estaba algo seca. “¿Qué hago acá? ¿Dónde estoy?”. Preguntas que no era capaz de responder. La ansiedad seguía creciendo mientras seguía interrogándome. “¿Yo hice esto? ¿Yo la maté? ¿Acaso soy capaz? No, imposible. Pero si no fui yo, ¿entonces quién?”.

Miré a mi alrededor para reconocer el lugar pero nada me era familiar. De pronto, una sensación nauseabunda me poseyó. Pude sentir cómo los ácidos estomacales subían por mi garganta. Sobre la mesa había lo que parecía ser un arma. Un revólver con silenciador. Parecía una pistola nueve milímetros. Parecía. La verdad es que no tenía idea de qué tipo de arma se trataba. ¿Qué sabía yo de armas? Tal vez la reconocí de algún programa de la televisión. Verla sobre aquella mesa sólo me hizo respirar más rápido. Sentía que mi corazón iba a explotar. Experimentaba su latido en todo mi pecho. El sonido y la sensación se extendían hacia la garganta. Finalmente reaccioné y vomité violentamente. Las arcadas se producían una tras otra hasta que mis entrañas quedaron absolutamente vacías. Tenía que salir de ahí. Debía escapar. “¿Qué tal si alguien entra? ¿Qué tal si alguien llamó a la policía?”. La paranoia invadía mi mente. El pasado era una nebulosa oscura. Sentía un dolor agónico en la cabeza. Como si tuviera vidrios dentro del cráneo recorriendo las venas de mi cerebro. “¿Qué día era?”. Ni siquiera eso sabía.

El miedo a ser atrapado era sepulcral. Traté de calmarme y racionalizar mi situación. Era muy probable que estuviera allí desde hacía un buen rato. “Tal vez nadie sabe que estoy acá. Quizás nadie escuchó nada. Si yo la maté nadie habría podido escuchar nada. La pistola tenía un silenciador”. Mi mente seguía rumiando. Me costaba creer que yo había sido capaz de semejante acto pero en esos momentos era una hipótesis plausible. Tal vez la encontré así y me desmayé, quién sabe. No importaba ya, culpable o inocente tenía que escapar. Si no era un asesino sería fácil para la policía asumir que sí lo era. No era un hombre poderoso. No tenía a mi disposición abogados importantes. Está bien que no era Estados Unidos, pero aun así me sería difícil evitar una condena en una cárcel común. La idea de terminar en uno de esos lugares hizo que los ácidos estomacales volvieran a mi garganta.

Traté de tranquilizarme pero mi mente no hacía más que volver a esos pensamientos paranoicos y fatalistas. La mujer era joven y ciertamente atractiva. Por la estructura de la habitación parecía una mujer pudiente. Mis sospechas y temores se confirmaron cuando salí de ahí. El departamento era grande. Más que grande, enorme, y encima moderno. Definitivamente era una mujer de mucho dinero. ¡Mierda! Ahora sabía que estaba jodido. Realmente jodido. Si me atrapaban me darían unos treinta años mínimo. Los medios me catalogarían como un asesino despiadado. Tal vez como un misógino ahora que la violencia de género se había puesto tan de moda. Con tal de vender hacían cualquier cosa. Encima era rica. Si se hubiese tratado de un habitante de una villa miseria a nadie le importaría pero no, tenía que ser una “cheta”. Hay vidas que importan más que otras en nuestra sociedad y, cuando una de ellas deja de existir por la presunta responsabilidad de alguien, la sociedad clama por venganza. En un país sin justicia el populacho o la “gilada” siempre quiere satisfacer su sed de sangre cuando uno de sus ciudadanos importantes y hermosos es asesinado. Es una forma de compensar y disfrazar la impunidad generalizada. Y, para mi desgracia, aunque no fuese su departamento y no fuese rica, era hermosa, y eso bastaba para que su muerte causara la indignación suficiente. Pedirían un castigo ejemplar.

La idea paralela de que si se hubiese tratado de una “negra de mierda” sería todo distinto me hizo reflexionar. Hace tiempo atrás un amigo abogado me había dicho que si alguna vez tenía que deshacerme de un cadáver lo llevara a la entrada de una villa. “En los lugares donde la pobreza se expande como una infección matan gente todo el tiempo. A nadie le importaría una persona anónima más”, pensé con cinismo y crueldad. “Y a lo sumo si lo hacen, no van a tener problema en inventar algún culpable. Algún pobre diablo habitante de ese barrio marginal”. De pronto, esa idea me llenó de rabia. “Esos hijos de puta de la policía viven castigando a los que menos tienen y llenándose de guita a costa de la corrupción. Hijos de re mil puta. Alguien debería matarlos a todos”. Traté de calmarme y reflexionar sobre la idea. Me parecía una locura. No tenía un auto a mi disposición e incluso si lo hubiese tenido no sabía manejar. Debí haber tomado lecciones para aprender. Igual ya era tarde para eso. Sólo restaba escapar. Tenía que salir de ahí a como diera lugar.

Revisé el departamento en busca de alguna pertenencia personal que podría llegar a incriminarme pero no encontré nada. Todas mis pertenencias estaban en mi bolsillo: mi billetera, mi celular y las llaves. Sí, mis huellas estaban en todos lados junto con mi ADN pero nada podía hacer. No había tiempo de limpiar las huellas de mi presencia. Traté de calmarme pensando que, a menos que alguien me hubiera visto entrar, la policía no tendría motivos para cotejar mis huellas y mi material genético con el encontrado ahí. A menos que yo estuviera en una base de datos. ¿Existe eso en la Argentina? No lo sé. En Estados Unidos probablemente. Qué bueno que no vivo en aquel país. “No importa, ya fue”, me dije. Tenía que salir de ese lugar de pesadilla. Si alguien me había visto cuando entré al edificio o si me habían filmado ya era muy tarde. No había nada que hacer, estaba jodido. Traté de calmarme. Lo mejor era mantener el optimismo y la esperanza. Era lo único que me quedaba.

Una vez afuera simplemente corrí con toda la furia. Ni siquiera me pregunté en qué barrio estaba.

Sabía que tenía que evitar todo contacto a la hora de escapar. “Si alguien me viera y si quedara registrado en alguna cámara, si no es que ya sucedió, de seguro que voy a estar jodido. Podría escapar por la ventana”, pensé súbitamente. Entonces me asomé y, para mi fortuna, estaba en un piso no muy alto. Era fácil saltar hacia un techo adyacente que, a su vez, daba a un patio contiguo. Estaba a punto de saltar cuando otro pensamiento paranoico navegó a gran velocidad a través de mi mente. “No tengo ni la más puta idea de cómo llegué acá, ni bajo qué circunstancias. A duras penas puedo recordar lo que aconteció en mi vida durante la última semana. ¿Qué tal si alguien me busca? ¿Qué tal si hay personas esperando a que salga?”. Mi diálogo interno era caótico; no obstante, no lo dudé ni un segundo: volví y tomé el arma. La trabé en mi cinturón y rápidamente busqué en el guardarropa de la habitación alguna vestimenta para cubrirla. De pronto un alivio celestial me atravesó el alma como una ráfaga de viento en un día de calor insufrible. Había una suerte de campera con una capucha lo suficientemente grande como para cubrir mi cabeza y el arma. La tomé y me la coloqué con celeridad.

Luego me dirigí a la ventana. Tomé valor y salté. Al caer en el techo de chapa sentí un leve dolor en mi tobillo izquierdo. No fue tan terrible. Era claro que el nivel de adrenalina me protegía de cualquier dolencia que pudiera sufrir. Me bajé del techo y me encontré en una suerte de patio. Había una mesa que utilicé para escalar el muro que dividía dicha propiedad de la siguiente. Para mi suerte, cuando me encontré del otro lado, me percaté de que se trataba de un estacionamiento. Pude vislumbrar una salida. Había un puesto de vigilancia algo precario. Se escuchaba una música relajante. Parecía un tango. Con mucho cuidado me deslicé por debajo del puesto para que nadie pudiera verme. Una vez afuera simplemente corrí con toda la furia. Ni siquiera me pregunté en qué barrio estaba, sólo quería alejarme de ese lugar siniestro. La vida es de lo más extraña. En ese momento sólo quería estar a salvo. ¿Pero a salvo de quién o de quiénes? Eso no lo sabía.

Luego de una corrida infernal comencé a moverme a un paso más gradual. “¿En qué barrio estoy?”, me pregunté desconcertado. Traté de ubicarme pero aún estaba muy desorientado para poder saberlo. “¿Cuánto tiempo estuve corriendo?”, inquirí desesperado. En el estado en el que me encontraba a duras penas podía registrar el paso del tiempo. Todo parecía un sueño. Tal vez había recorrido unas veinte cuadras sin darme cuenta. De repente, sentí una fatiga tortuosa que me angustió el espíritu. Me dolía el pecho. Era un dolor agudo e intenso. No pude evitar comenzar a toser con violencia. Fue entonces cuando me detuve un rato a descansar. Me senté en el zócalo de la entrada de una casa humilde mientras miles de pensamientos me atacaban despiadadamente. Comencé a llorar y a maldecir a Dios. Sólo quería que la pesadilla terminara.

Un sujeto algo extrañó me observó desde una distancia media y se acercó con mucha decisión. Mis ropas eran algo elegantes aunque no demasiado. Las de él, por el contrario, dignas de la escoria de la sociedad. Eso sí, tenía unas zapatillas Nike muy llamativas. En un tono arrogante y algo agresivo me preguntó si tenía dinero. Yo lo miré como a quien hace una pregunta muy desubicada en un momento sensible.

—Mirá, la verdad es que no tengo nada. Como te darás cuenta no estoy en un buen momento. Disculpá, si no te daría.

La verdad es que no sabía si tenía dinero o no en mi billetera. De todas maneras, no le quería dar nada. No estaba de humor, claramente. Quería estar solo con mi miseria. El tipo pareció no entenderlo e insistía con cada vez mayor agresividad.

—¡Eh! Dale cheto, no ves que no tengo nada. No seas gato.

—¿No te das cuenta de que no tengo nada? ¿Que sos sordo? —respondí con violencia y visible irritabilidad.

El adefesio no se tomó bien mi respuesta y comenzó a increparme. Quería alejarme de él lo antes posible. Me levanté y seguí caminando pero él me seguía de cerca y me continuaba agraviando en forma constante. Cansado de su acoso me di vuelta y puse mi mano en su pecho.

—Para un cacho y déjate de joder —le dije con un tono hermético.

—¡Eh, no me toqués, guacho! —me respondió él impetuosamente.

En ese momento el negro de mierda se puso agresivo y me empujó con violencia. No sé qué sucedió dentro mío pero sentí como si un calor infernal se esparciera por mis venas. Una cólera asesina comenzó a dominarme. El reflejo fue inmediato: saqué el arma, le apunté a la cabeza y se la hice estallar.

—Morite, infeliz, negro de mierda. Vos y toda tu prole —expresé con desprecio.

Su cuerpo cayó sin vida sobre el pavimento. Mientras veía la sangre salir de su cabeza, miraba a mi alrededor. Era un barrio algo humilde. Tal vez de clase media baja. No había nadie en la calle y la luz apenas alcanzaba para ver mis alrededores inmediatos. El sonido del silenciador había reducido el ruido del disparo por lo que era muy probable que nadie lo hubiera oído. Esta vez los pensamientos fueron más tranquilizadores. A nadie le interesaría esa escoria humana. La sociedad ya lo había juzgado y lo había declarado culpable al nacer. Nadie me había visto. Sólo debía continuar.

Revisé mi billetera y encontré que tenía suficiente dinero como para tomarme un taxi.

Guardé el arma y comencé nuevamente a correr. Esta vez con un sentimiento de omnipotencia y seguridad que pocas veces había sentido. Me sentía poderoso y, por algún motivo, la culpa que hubiera sentido normalmente, o que esperaba sentir en semejante situación, no aparecía. Tenía una sensación ambigua de haber hecho lo correcto. Como si ese asesinato que acababa de cometer no entrara en los dominios de la moral y de la ética. Además, sentía cierta satisfacción. Si alguien me vendría a buscar, mejor que esté listo porque yo lo estaba. “Los espero, hijos de puta”, pensé para mis adentros. “Vengan cuando quieran, estoy listo”. Nuevamente una leve rabia envolvió mi alma y provocó un hormigueo en mi garganta. Quería descargarla con alguien más. Pero alguien que lo mereciera. “Alguien como esa lacra a la que había despachado. O como esos policías corruptos que acusan a gente inocente de crímenes que no cometieron. O como esos chetos que se creen dueños del mundo. O como esos empresarios que…”. De pronto percibí cómo una especie de ráfaga de luz inundaba mi mente con fragmentos de información. Algo en esa palabra o en esa frase que no llegué a terminar me sonaba familiar. Creí que el pánico se iba a apoderar de mí nuevamente, pero no fue así. Por el contrario, una confianza cálida y abrazadora me circundó. El miedo no se disipaba del todo; aun así, sentí una chispa de esperanza.

Seguí corriendo unas diez cuadras más doblando en varias esquinas hasta llegar a una avenida iluminada. Revisé mi billetera y encontré que tenía suficiente dinero como para tomarme un taxi. Ninguno parecía pasar por ahí, así que decidí seguir trotando por la avenida hasta que alguno apareciese. Luego de un rato, pude divisar que uno se acercaba. La luz roja indicaba que estaba disponible. Hice una seña para que se detuviese y me subí a gran velocidad. Al sentarme suspiré con fuerza y, por primera vez en la noche, sentí un alivio reparador y genuino.

 

II

A pesar de mis esfuerzos, mi mente continuaba siendo un revoltijo. Una suerte de nebulosa que mezclaba imágenes reales y oníricas. Tenía sentido, me sentía como si hubiera estado soñando durante días. Las escenas que proyectaba en mi cabeza iban de lo surrealista a lo espantoso. Casi bordeando la locura. Estaba en ese estado híbrido que uno experimenta cuando recién se despierta y aún no puede diferenciar la realidad del sueño.

Lo primero que hice fue sacar el celular de mi bolsillo para ver la fecha de hoy, pero estaba descargado. Fue entonces cuando decidí preguntarle al taxista la información que necesitaba saber.

—Disculpe, ¿sería tan amable de decirme la hora? —pregunté con una actitud tímida.

—Dos de la madrugada, caballero.

—¿Qué fecha es hoy?

El taxista me miró algo desconcertado pero expresando una sonrisa de simpatía. Tal vez pensaba que estaba algo borracho. Debido a mi aspecto era fácil hacer esa suposición.

—Domingo 5 de febrero. Veo que tuviste una jornada muy dura. Sos la tercera persona en la noche que pregunta lo mismo. Se ve que durante el fin de semana las personas se olvidan de todo. Es normal, después de laburar como negro te querés relajar. Yo no tengo esa opción. Entre que la economía va de mal en peor y que mi ex mujer me tiene cagando con sus gastos tengo que estar acá todos los putos días de la semana.

Pese a mi mareo, lo escuchaba atentamente. Sentía lástima y cierta empatía por aquel pobre laburante. Su existencia se limitaba a trasportar personas de un lugar a otro. Anónimos que vagaban de un punto de la ciudad al siguiente. Almas perdidas, como yo, que ni siquiera saben dónde mierda habían estado los últimos… “¿Tres días? ¿Pasaron tres días?”. Súbitamente me percaté de que mi último recuerdo se situaba el jueves a la mañana. Luis me había llamado para ir a tomar algo a la noche. Hice un esfuerzo por recordar más pero de pronto me agarró un dolor de cabeza terrible. No quería pensar. Se ve que por eso, inconscientemente, me enganché con la historia del tachero. Mi mente quería bloquear todo lo que había pasado esa noche. Y, por lo visto, también quería impedir que accediera a lo que me había sucedido durante los últimos tres días. Las memorias de la semana tampoco estaban claras del todo. El dolor que sentía me obligaba a distraer mi mente. Hablar con otras personas siempre me ayudaba a relajarme. Sobre todo escucharlas. En particular a los tacheros. Creo que no hay personas en el mundo tan interesantes como ellos. Un taxista con cuarenta años de experiencia tiene historias que te vuelan la cabeza. ¿Cuántas personas habría trasportado un tachero con ese nivel de experiencia? ¿Cuántas historias y confesiones habría escuchado? Historias de espías, de políticos, de delincuentes, de famosos, de ricos. Dramas, comedias, tragedias. Todos los pecados de una sociedad son confesados en los taxis. Ellos son el caño de escape de la sociedad y la memoria colectiva de lo que realmente sucede. Todo el mundo le cuenta al taxista sus verdades. Al fin y al cabo ¿quién les va a creer? Después de todo, es un tachero. Una pena que cada vez quedaban menos. La vieja generación se estaba extinguiendo. Las generaciones del Uber y la de las aplicaciones que vinieron después no eran lo mismo. Les faltaba esa sabiduría ancestral. Él era uno de los pocos sobrevivientes de una especie en vías de extinción.

Para mí son todos ladrones pero igual sigo votando contra el peronismo. No sé por quién.

—¿Hace cuánto que conducís el taxi? —pregunté sumido en la curiosidad.

—¿Yo? Uh, hace como treinta y cinco años. Empezó como algo temporal luego de que perdí el laburo en la época de la convertibilidad. Después pasó un tiempo y ya estaba ganando casi lo que ganaba en la fábrica, así que seguí de una. Igual no creo que dé abasto para más. O sea, puedo seguir unos años más, pero ya no tengo ganas. Con todo el tema tecnológico las cosas se volvieron feas. Ojo, yo me entiendo con los nuevos aparatos y aplicaciones, pero no me gusta. Las cosas están cada día más raras. Hoy tuve suerte, pude hablar con varios pasajeros. Hoy en día, en la mayoría de los casos, se la pasan conectándose a esas máquinas. Ya ni saben lo que pasa alrededor de ellos. Cada día la tecnología nos aleja más. Encima ahora con esos softwares de inteligencia artificial la gente ya ni con personas habla. Cada uno con su amigo virtual personalizado. El otro día un tipo de mucha guita se subió y tenía uno de esos modelos interactivos carísimos. Te juro que parecía una persona. Me lo mostró y todo. Hasta hablé con él por su celular. Cuando todos tengan uno como ese no sé lo que va a pasar. El mundo se fue a la mierda. La tecnología progresa, sí, pero cada vez hay menos laburo y más pobreza.

Pese a mis problemas, lo escuchaba atentamente. No podía estar más de acuerdo. El mundo se había ido al carajo tan gradualmente que apenas nos habíamos dado cuenta. Y este país, como la mayoría de los países bananeros de la región, se había ido más en picada todavía. Cada vez más negros cabeza en la calle mientras que los mismos de siempre tienen cada vez más guita y, no importa quién gane, todo sigue igual. Bueno, empeora para la mayoría.

—Ahora se vienen las elecciones de vuelta —continuó con una actitud apasionada—. Para mí son todos ladrones pero igual sigo votando contra el peronismo. No sé por quién. Capaz que por los que están ahora. Son unos pelotudos pero aunque sea hicieron algo con el tema de la inseguridad. No mucho, pero más de lo que habían hecho los otros. Ahora por lo menos los villeros no salen tan fácil de la cárcel como antes. Igual se siguen reproduciendo como cucarachas y si uno los mata para defenderse se le arma el requilombo. La policía encima está rearreglada y la justicia ni hablar. Debería crearse un escuadrón de la muerte como hacían en Brasil en una época. Es mucho más fácil.

Es gracioso que haya sacado ese tema. Irónico, teniendo en cuenta lo que había pasado hacía unos minutos. A pesar de eso, permanecí en silencio escuchándolo.

—¿Sabés? —dijo él en un tono cómplice—. Yo ya me cargué a dos. Después de unos años en el taxi ya estaba repodrido de que me afanaran todo el tiempo así que un día me conseguí un arma para defenderme. El primero fue cerca de Villa Soldati. El muy hijo de puta me hizo ir hasta ahí. Yo como un boludo le hice caso. Qué sé yo, estaba bien vestido. La cosa es que en un momento me apuntó con un fierro en la nuca y me dijo que fuera a un terreno baldío. Yo me quedé tranquilo. Tristemente ya estaba acostumbrado a la rutina. Le di la plata para que se fuera pero el muy hijo de puta me pidió que me bajara. Me quería afanar el auto. En esa época estaba lleno de deudas y encima no tenía seguro. Las nenas estaban en un colegio privado encima. Si se lo llevaba iba a estar rejodido. Menos mal que me conseguí un fierro —en ese momento hizo una pausa y luego continuó—. En esto se convirtió la sociedad, en una jungla, el más fuerte sobrevive.

Esta última frase se me grabó en la cabeza a tal punto que me pareció escuchar un eco que la repetía. Quería saber cómo había terminado la historia.

—¿Y qué pasó? —lo interrogué curioso.

—Cuando me bajé el tipo no se dio cuenta de que había agarrado el arma. Quería que yo abriera el baúl así que él se bajó también. Cuando lo estaba abriendo la lacra se puso a mirar en dirección al descampado para ver si había alguien y ahí saqué el chumbo y le disparé en la columna. El tipo se quedó retorciéndose como un pez. Lo dejé ahí tirado y me fui.

—¿Y no se te armó quilombo?

—¿Qué quilombo se me va armar? Era un negro de mierda en un descampado. ¿A quién mierda le importa? Seguro que lo mandaron a la morgue unos días después y cerraron el caso sin hacer preguntas.

Era muy probable que haya sido así. Los amigos de Luis que estaban en la policía me lo habían comentado alguna vez. Sólo le dan pelota a los casos importantes y eso lo determinan los medios. El resto pasa como si nada. Matan a demasiada gente por día. No hay suficientes recursos ni para cubrir las noticias ni para investigar. Menos si es un don nadie cerca de una villa. Esa es la verdad.

—¿Cómo te llamás? —le pregunté luego de un silencio.

—Miguel Correa.

—Mucho gusto, Miguel. Me llamo Sergio.

—Un gusto.

Luego de la breve introducción me quedé en silencio. Una parte mía sentía la tentación de decirle que éramos hermanos de armas, que ambos habíamos hecho justicia en esta sociedad podrida pero, por algún motivo, me contuve. Siempre fui una persona muy precavida. Es mejor ser así que un boludo que vive como si el mundo fuera color de rosa. Eso lo aprendí de Luis. Para él tenía sentido ser así. Más que nada por su profesión.

Al cerrar la puerta, el auto partió a gran velocidad. Una brisa de aire veraniego me despeinó y me dio escalofríos.

Durante aquel silencio ese pensamiento me hizo regresar a mi situación presente. La mujer, el departamento, los tres días perdidos. No había podido ver su rostro con claridad pero algo en ella me había resultado familiar. Si tan sólo me hubiera quedado más tiempo para averiguar quién era. No, hubiera sido torpe y muy peligroso. Los últimos meses de mi vida habían sido lo bastante surrealistas para justificar cierta paranoia ¿Sería prudente ir hasta mi departamento? Tal vez no. Tal vez lo mejor sería suponer lo peor.

En un segundo de lucidez le indiqué a Miguel que me dejara a unas cuadras de la dirección que le había dado originalmente. Me había agradado nuestra breve charla, era una de esas personas con las que uno puede hablar en esos momentos de calma en medio de la tormenta, en el ojo del huracán. Le comenté que viajaba seguido y le pregunté si podía darme su teléfono en caso de que necesitara sus servicios. Él asintió gustoso y me entregó una tarjeta que tenía a mano. Le pagué y luego me bajé del vehículo lentamente. Al cerrar la puerta, el auto partió a gran velocidad. Una brisa de aire veraniego me despeinó y me dio escalofríos. Ahora sólo tenía que avanzar.

Mientras caminaba mi mente empezó a llevarme hacia el pasado. Hacía ya más de dos años que había comenzado a relacionarme con aquel mundo oculto. “El inframundo”, como lo llamaba en broma. Fue gracias a Luis que empecé a conocerlo más por dentro. Si bien a él lo conocía desde hacía mucho tiempo creo que fue en esa época de mi vida cuando comencé a involucrarme más. También “Jorgito” fue otra puerta de entrada. Él siempre había vivido entre el cielo y el infierno. A pesar de que aparentaba ser un buen tipo siempre me dio la impresión de estar metido en la pesada. Sin embargo, era mucho más disimulado. Luis, por el contrario, no disimulaba quien era. Lo admitía, y con orgullo, al igual que aceptaba sus incontables vicios y pecados. Por eso yo no le tenía miedo. Sabía que era un tipo peligroso. Eso seguro. Pero, aun sabiendo lo que había hecho, no me despertaba el mayor temor. Es como uno de esos animales salvajes que son amistosos siempre y cuando no cruces ciertos límites. Con él era así. Mientras yo fuera un compañero de cervezas, un oyente comprensivo y un observador lejano de aquel mundo en el que él habitaba, no representaba para mí ningún peligro. Fue cuando empecé a involucrarme más en aquel universo que esa línea se hizo más delgada.

Jorge, en cambio, se hacía la buena persona y era muy ambiguo en cuanto a de dónde sacaba toda esa información que comentaba en ciertas ocasiones como dicho al pasar. Hasta donde yo sé, trabajaba en el mercado agrofinanciero como un intermediario entre los productores y los exportadores. Era el típico hombre de negocios. Nada del otro mundo. Siempre con su actitud bondadosa y simpática. Tenía esa capacidad de llevarse bien con todo el mundo. Y, ante los ojos de todos (incluso ante los de él mismo), era un personaje bonachón. En cierta forma, yo creo que él se lo creía y, de hecho, se lo sigue creyendo. Incluso se traga ese papel de padre de familia cristiana que tanto ostenta. No obstante, en el fondo, yo sé que todo es una pantalla para ocultar quién es realmente. Obvio que él lo negaría en toda ocasión. Es cierto que puede sonar descabellado, sin embargo, ¿cómo sabía esas cosas? Tenía que conocer gente en el bajo mundo, si no ¿cómo era capaz de poseer tal conocimiento? Siempre tenía algún contacto donde fuese necesario para resolver situaciones de lo más variadas. Hubo una vez que el hijo de un amigo de él cometió la estupidez de cruzar ilegalmente a Perú sin pasaporte. Una tontería de juventud. Cuando cayó preso por las autoridades locales y lo llamó al padre, éste enseguida se contactó con Jorge y le hizo saber sobre la situación. No sé cómo pero al final alguien de la Interpol local recibió un llamado del director de las oficinas de Argentina y no sólo lo soltaron, lo mandaron en avión y lo escoltaron por el aeropuerto de Ezeiza. Resultó que Jorge y el director de Interpol Argentina jugaban al futbol 5 todos los jueves. Yo también juego un picado con amigos un día a la semana. Pero ninguno de mis amigos tiene un puesto jerárquico en una organización internacional de esa influencia. También se ofreció a ayudar cuando en el colegio de uno de sus hijos alguien hizo una llamada en broma diciendo que había una bomba. Dijo que conocía a alguien que trabajaba no sé dónde que podía rastrear el número. Al final no fue necesario. Se trató de una broma de mal gusto de un alumno revoltoso. Aun así, ¿de dónde conocía a esas personas? De todas formas eso no era nada. Lo que me preocupaba, como dije, es el tipo de información que manejaba. Si bien la soltaba con cuentagotas, lo decía con una convicción que asustaba. Dicen que la información es poder y que sólo hay que temer a lo desconocido. Bueno, por eso él me inspiraba más miedo que Luis. No era lo que decía sino lo que callaba. No era la certitud de haber cometido actos impíos sino la ambigüedad de su discurso. Dicen que quien ama lo profundo ama la máscara y por la perfección de su máscara siempre tuve mis sospechas de que su amor llegaba hasta el mismo infierno. Por supuesto, nunca compartí estas sospechas con nadie. Los amigos en común que teníamos se hubieran cagado de la risa de mis suposiciones. Ellos no sabían lo que yo sabía.

Mi vida había sido bastante regular, por no decir mediocre. Siempre lo había negado pero, a esas alturas del partido, simplemente ya me había resignado a aceptarlo.

Durante los últimos años me había hecho de amigos que habitaban en el mundo subterráneo de la política y los negocios, el inframundo, y sabía cómo operaba la sociedad a grandes rasgos. Fue gracias a sus historias que comprendí mejor que nadie que la mayoría de las personas vive en el reino de las apariencias. Hay un mundo oculto que se esconde tras el velo de lo aparente. Esa fina tela nos protege. Hay cosas que simplemente no queremos saber y una vez que las sabemos, ya no hay vuelta atrás y sólo resta seguir descendiendo como lo estaba haciendo yo.

Luis, en cierta medida, había sido mi guía de turista por aquel mundo donde se juntaba todo: lo rico, lo pobre, lo legal, lo ilegal, lo inmoral y lo amoral. En el fondo allí no había diferencias. Todo era lo mismo. La gente que se movía por esos círculos ni siquiera pertenecía a una clase social. Estaban más allá de esas estúpidas divisiones sociales. A lo sumo, constituían una casta especial, no lo sé.

Mientras caminaba y las ráfagas de aire se hacían cada vez más discontinuas, todas esas ideas circulaban por mi cabeza. Reflexionaba sobre mis relaciones con estos personajes. Pensaba en cómo había conocido a cada uno de ellos. Pensaba en los dos cadáveres que había visto esa noche. No eran los primeros que veía en mi vida, sin embargo de uno, por seguro, yo era responsable. Trataba de distraerme y por ese motivo mi mente continuaba llevándome al pasado. Mi vida había sido bastante regular, por no decir mediocre. Siempre lo había negado pero, a esas alturas del partido, simplemente ya me había resignado a aceptarlo. En el fondo, cuando uno llega a cierta edad simplemente acepta cómo son las cosas y, llanamente, se decide a disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Por ejemplo, algo tan simple como que llegue el fin de semana. Una vez había escuchado que el pez dorado tiene una memoria de cinco segundos. Si está feliz cree que toda su vida fue feliz. Cuando está muriendo cree que toda su vida estuvo muriendo. No sé por qué, pero siempre usaba esa analogía para describir al empleado de una oficina. Está feliz cuando es viernes mientras que está triste cuando es lunes. El ciclo se repite eternamente. Cuando uno es joven disfruta de los placeres de esa vida. Al pasar el tiempo se achata y, finalmente, se resigna ante el poder la rutina. A partir de ese momento, precisamente, son los pequeños placeres los que representan el pico de felicidad durante la semana. Momentos como un after office con los compañeros de trabajo, o cuando tiene lugar la fiesta de fin de año, o cuando uno gana algún premio en algún concurso del trabajo. Y no hay que olvidar, por supuesto, el intercambio de los chismes de oficina.

 

III

Sentía la garganta pastosa y seca. Aquella sensación me producía una irritación tal que me hacía desear tomar litros de alguna bebida dulce y fría. A medida que me acercaba a mi edificio, imágenes de recuerdos comenzaban a vislumbrarse muy torpemente. Apenas podía comprender su significado y apenas tenían sentido. Parecían recuerdos muy vagos de una pesadilla tan terrible que realmente, por algún motivo, mi psiquis seguía negándose a rescatar. Hacer un esfuerzo para extraerlos del foso de mi memoria me producía una sensación de miedo, angustia y un terror sobrenatural. Al mismo tiempo, sentía una ansiedad y un calor intenso como si de pronto mi cuerpo hubiera liberado toneladas de adrenalina. Antes de despertarme en aquella cama había soñado algo horrible, de esto estaba seguro. Ahora comenzaba a extraer algunos fragmentos de mi mente turbada. Eran imágenes infernales o, por lo menos, una representación muy absurda y cruel del averno que mi subconsciente había construido con pedazos de películas que había visto y algún que otro recuerdo. En aquel viaje onírico podía percibir una sensación nauseabunda circulando por mi cuerpo, la presencia de una oscuridad pegajosa y elementos de metal lacerantes cubiertos de sangre y vómito. Había también un olor hediondo que se parecía al de las cloacas más repugnantes. Por último, vislumbraba seres que parecían humanos pero que, debido a su deformada naturaleza, eran grotescamente repulsivos. Mi mente me jugaba bromas muy crueles mezclando elementos conocidos con recuerdos olvidados.

“¿Por qué estoy siendo tan precavido? ¿Por qué alguien vendría a buscarme a mi departamento?”. La paranoia heredada de la pesadilla, que lentamente aparecía en mi memoria, comenzaba a disiparse. Cada vez estaba más despierto. Los sucesos de las últimas semanas podían considerarse algo surrealistas aunque no llegaban ni a los talones de las imágenes oníricas. Los eventos que me habían ocurrido el último mes, sin duda, no eran aptos para gente sensible, pero para esa altura ya estaba curado de espanto. Es como cuando uno ve películas de torturas y terror por primera vez. Al principio te asustan. Incluso te asquean, no obstante, al tiempo, ya no te afecta verlas. Tal vez no las disfrutes pero ya no te produce esa repugnancia inicial. Dicen que cuando se baila con el diablo éste no cambia, el que cambia es uno. Había cambiado tan gradualmente que a duras penas me hubiera reconocido un año atrás. Había matado a un hombre y no sentía ni el menor remordimiento. Por el contrario, me sentía satisfecho, incluso aliviado. Y en cuanto a la mujer, ¿qué importaba si había sido yo? De todas formas, no parecía recordarlo y además no la conocía. El miedo, la angustia y el terror que había sufrido inicialmente casi se habían esfumado del todo. Era extraño. Incluso los pensamientos persecutorios habían perdido sentido. Los eventos de los últimos meses me habían provocado cierta preocupación. Los cambios en mi estilo de vida eran realmente inusuales e incluso insalubres pero, al mismo tiempo, me había alejado de la vida asquerosamente monótona que había construido. En cierta medida, sentía que me había permitido ser yo mismo. Había podido soltar una parte de mi personalidad que había estado aprisionada toda mi vida. Nunca la había podido liberar del todo, por lo menos no hasta esa noche. “Quizás, finalmente, estaba libre de mi propia celda”. Pensar eso me reconfortó aún más.

La frescura del interior me relajó de una forma sublime. Era uno de esos edificios antiguos que conservaban el frío por dentro.

Estaba ya a unos pocos metros de mi edificio. Mi estado de angustia y paranoia previo parecía haber sido totalmente desproporcionado. Siempre fui precavido, empero, hubo algo de lo más extraño en esos pensamientos que habían pasado por mi mente apenas había despertado. Ahora estaba más calmado. Sabía, no obstante, que habría que esperar hasta la mañana siguiente para ver qué es lo que ocurriría con el cuerpo de aquella extraña. Más que eso no podía hacer. Tal vez podría haber usado el tiempo para tratar de averiguar qué había sucedido en los últimos días.

A medida que avanzaba hacia la puerta me percataba de que no había ni una sola alma en la calle. Ni siquiera algún auto estacionado en las cercanías. Esto confirmaría lo ridículamente ilusorio de mis pensamientos previos. Era gracioso, y al mismo tiempo preocupante, que mi mente pudiera llevarme a esos estados emocionales.

Al llegar a la entrada abrí la puerta con la llave (que por suerte aún estaba en mi bolsillo) y entré lentamente. Casi queriendo disfrutar cada segundo de la entrada a un lugar familiar. La frescura del interior me relajó de una forma sublime. Era uno de esos edificios antiguos que conservaban el frío por dentro, incluso en los días más sofocantes. El cambio climático había empeorado en los últimos diez años haciendo que las amplitudes térmicas fueran cada vez más extremas a lo largo del año.

Vivir ahí siempre me había permitido aislarme de la mayoría de los cambios tecnológicos. Me mantenía en una atmósfera de quietud donde podía ser un ente indiferente al paso del tiempo. Cuando pensaba en los nuevos sistemas de seguridad y en los edificios inteligentes de los barrios más pudientes, me daba cuenta de cómo lentamente nos alejábamos cada vez más de lo realmente genuino. Esto último aún existía, aunque de a poco se iba diluyendo en la era de la innovación exponencial. Había un nuevo mundo emergiendo a partir de todos esos avances tecnológicos sorprendentes. Uno que hacía contraste con todas las construcciones y hábitos del pasado. Un mundo que, por cierto, me parecía enfermizo y me producía un gran desasosiego.

Finalmente el ascensor llegó a mi piso. Abrí las puertas y contemplé el pasillo. Las luces se prendieron y pude divisar la puerta de mi departamento. El aire de lo familiar se hacía cada vez más intenso. Cuando la puerta se abrió casi lloré de la alegría. Me senté en el sillón, relajé mi cabeza y, lentamente, dejé que mis párpados se cerraran.

Adrian Des Champs
Últimas entradas de Adrian Des Champs (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio