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Geografía del recuerdo

martes 12 de mayo de 2020
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Si quid mea carmina possunt,
nulla dies unquam memori vos eximet aevo.
Virgilio: Eneida

Si fuese redactor de guías turísticas y tuviera que escribir sobre el pequeño pueblo pesquero de la costa catalana donde pasé los primeros diecisiete años de mi vida, afirmaría que son tres sus atractivos. Dos de ellos, claros ejemplos de los encantos que caracterizan esas latitudes, son los reclamos que, desde los años ochenta, atraían a decenas de nuevos turistas estivales cada año. A saber: el famosísimo espigón, tan infinito en mi memoria que aún comunica continentes, otrora puerta de entrada a peligrosas y salvajes tierras desconocidas, escenario de mil y un juegos infantiles, además de refugio de primeros besos adolescentes y lugar de encuentro y desencuentro de numerosos y cambiantes amores de verano; y la lonja y el mercado adyacente, que abastecen a los pueblos de la zona, y que dotan a la localidad de un colorido y una vida pintoresca muy atrayentes a ojos del turista metropolitano.

Demostró grandes dotes para la música. De hecho, con el transcurrir de los años, llegó a dominar con virtuosismo varios instrumentos.

Con todo, y sin desmerecer en nada a los dos focos de atención anteriores, para mí la mayor atracción del pueblo nunca podría aparecer en esa guía, entre otras razones, porque ya dejó de existir, y es muy posible que, cuando todos aquellos compañeros de juegos que crecimos juntos dejemos para siempre este mundo para seguir su estela, su recuerdo muera con nosotros. Tal vez por eso escribo hoy, para recuperar de la eternidad al viejo Vicente o, mejor dicho, con la vana ilusión de proporcionarle una inmortalidad que, pese a todo, sé que es imposible.

Pero es que la historia de Vicente es de aquellas que merecen ser contadas: hijo, como casi todos nosotros, de una familia de pescadores, desde muy joven demostró tener una sensibilidad especial, como si hubiese venido al mundo equipado con esas antenas de especie que sólo tienen los grandes artistas y que lo facultaban para ver lo que para los demás era simplemente inexistente por invisible. Quienes lo conocieron desde su infancia, como mis abuelos, siempre contaban que Vicente, además de tener una mirada de esas que te leen el alma, era un ser, por encima de todo, en extremo inteligente. Absorbía lo que se le explicaba con facilidad y naturalidad pasmosas, de modo que, más pronto que tarde, la nimia enseñanza que todos los niños de aquella época recibían, limitada al catón y a las cuatro reglas, se le quedó pequeña. Ya no se trataba únicamente de que fuese una esponja, sino que generaba saber sin necesidad de haberlo recibido antes, tal era su capacidad de entendimiento del mundo y sus entresijos.

Fue el empeño de su madre, que ya adivinaba algo especial en su hijo, el que finalmente convenció a su padre de alejarlo, pese al sobresfuerzo económico que les supondría, del oficio paterno, y enviarlo a casa del senyor Basili, que era algo así como el sabio reconocido de aquellos lares y que habitualmente se ocupaba de la educación de los hijos de algunos burgueses que residían por la zona. Y una vez allí, devoró con fruición todos los libros que el viejo tenía en su biblioteca. En especial se interesó en los clásicos grecolatinos y en aquellos manuales que versaban sobre filosofía natural —cuánto llegamos a disfrutar mientras mirábamos las estrellas durante las interminables noches de agosto y el viejo Vicente nos iba nombrando los nombres de los astros y las constelaciones, y nos recitaba, cual rapsoda, los mitos clásicos que explicaban su formación. Y demostró grandes dotes para la música. De hecho, con el transcurrir de los años, llegó a dominar con virtuosismo varios instrumentos, aunque él, más amante de madrigales que de odas y siempre más cercano a la aldea que a la corte, se decantó por el acordeón.

Y esa es la imagen imborrable que de Vicente guardo en mi memoria, la del viejo sentado en su sillita de playa, con su acordeón, a la puerta del mercado o en la plaza Mayor, siempre vestido con sus característicos polos a rayas y sus inseparables sandalias, con su sombrero en el suelo, a su lado, a la espera de la voluntad agradecida del turista desconocido o de la solidaridad del vecino conocido.

Porque lo cierto es que Vicente, pese a lo mucho que prometía y a la insistencia de sus padres y del senyor Basili, jamás abandonó el pueblo en busca de la fortuna que, al parecer, abundaba en la gran ciudad. Según contaban los vecinos, la razón de que no siguiese el mismo camino que el resto de chicos de su edad era que había decidido permanecer al lado de su madre cuando su padre fue engullido por el mar una noche de tormenta algunos años atrás. De ese modo, combatía la viuda soledad materna con su compañía, su afecto y su conversación, e intentaba paliar la exigua pensión que ella recibía con lo poco que ganaba gracias a su inseparable acordeón y a las clases particulares que impartía a los escasos estudiantes del pueblo, yo entre ellos años más tarde —porque como no podía ser de otra manera, heredó la toga de su viejo maestro una vez que éste murió.

Y aunque todos en el pueblo siempre creyeron que su marcha sería un hecho el día en que su querida madre falleciese, Vicente jamás partió. Se convirtió en testigo musical de todos los que partían y de los pocos que acababan por volver, y en eterna compañía de los que allí seguían, amarrados al espigón, al mercado, a la lonja y a su acordeón. El amor no quiso que partiera antes y el amor, caprichoso, no quiso que lo hiciera después.

Porque fue el amor, siempre el amor, según me confesó él hace ya muchos años en una de aquellas conversaciones tan amenas que intercalábamos entre lección y lección, o al final de éstas, el que frenó cualquier impulso de cambio. Porque Vicente, tan sensible como era a la naturaleza humana, tenía que acabar enamorándose. Y se enamoró, vaya si se enamoró.

¡Claro que llegaba a tiempo!, rememoraba Vicente con ojos brillantes, ¡si la llevaba esperando toda mi vida!

Tal como él mismo contaba, todo sucedió uno de esos días de agosto tan parecidos a los demás que nada hacía presagiar que el destino de una persona fuese a ser alcanzado por el antojadizo chispazo del amor. La jornada transcurría con absoluta normalidad: los turistas, capitalinos la mayoría, aunque de tanto en tanto aparecía algún grupo de franceses, lo admiraban como a una atracción turística más y premiaban cada una de las canciones con que los obsequiaba aquel joven —porque yo alguna vez también fui joven, aún recuerdo que me decía— de aspecto jovial y sonrisa interminable con unas monedas. Y así iban pasando las horas y consumiéndose la mañana, y ya se había calado el sombrero y se disponía a recoger, sillita, acordeón y todo, cuando la vio por primera vez, acercándose por el paseo marítimo que iba a morir a las puertas de la lonja y el mercado. Iba vestida únicamente con un sencillo vestido color amapola de esos que suelen ponerse encima del bañador entre el trayecto que separa el mar de la ducha reconfortante, que contrastaba con la delicadeza de una piel blanca ligeramente asalmonada, como si el mismísimo Sol no hubiese querido maltratar a tan maravillosa criatura, aunque tampoco pudiera resistirse a acariciarla. Sus delicados pies, descalzos, hacían que la naturaleza misma se estremeciera de placer con cada nuevo paso que daba sobre la parte del paseo que aún restaba sin pavimentar.

Cuando llegó a su altura, la joven se detuvo y, clavando sus preciosos ojos sobre él, le preguntó con una dulce sonrisa y en un correcto español salpicado de galantería francesa si llegaba a tiempo de que tocase algo para ella. ¡Claro que llegaba a tiempo!, rememoraba Vicente con ojos brillantes, ¡si la llevaba esperando toda mi vida!

Y ese primer encuentro se convirtió en cotidiano todos los días que restaban de verano. La joven de origen francés y el joven acordeonista se convirtieron en estampa habitual del pueblo todos los mediodías. Y acabó el verano, y con el verano las vacaciones, y con las vacaciones las visitas de la chica. Pero a ese verano le siguió otro, y a ese otro aún otro más, y luego otro más, y sus encuentros se hicieron más frecuentes y numerosos: empezaron a compartir primeras horas, además de mediodías, y atardeceres, y cálidos paseos a la luz de la luna de agosto hasta el espigón.

Sin embargo, lo que para ella era una bonita amistad forjada para siempre en la admiración, la confianza y la sinceridad mutuas, para Vicente se fue convirtiendo, si no lo fue ya desde un primer momento, en algo mucho más profundo. Y finalmente, armado de valor y apremiado por la urgencia de aquel penúltimo mes de agosto que ya languidecía, le confesó su amor a aquella francesa que acostumbraba a veranear en su pueblo. Pero sus sentimientos no eran correspondidos ni podían serlo por razones que Vicente jamás le confesó a nadie. Todo lo reducía, citando a Ortega, a una limitación por circunstancia.

Al verano siguiente, el último en que se volvieron a ver, la chica apareció en el pueblo en un avanzado estado de gestación cargando, quizá, con aquello que hemos llamado circunstancia. Y ella y Vicente se despidieron, como siempre, con un abrazo, una sonrisa y una caricia en el espigón, pero esta vez en lugar de dos respiraciones entrecortadas que se encontraban fueron tres.

Así es como yo conocí a Vicente muchos años después, aunque él ya me conociese de mucho antes, y así es como lo dejé de ver cuando nos trasladamos, años más tarde, a la capital. Hasta ahora, que por fin he vuelto al pueblo pesquero que me vio nacer y crecer, y que lo vio morir a él, según reza la lápida al lado de la que esto escribo, hace más de treinta años. Y no tengo ni idea de cómo fue su vida hasta el último de sus días, pero lo imagino sentado en su sillita, con uno de sus polos a rayas y su sombrero, a la puerta del mercado o la lonja, o en el espigón, armado con su inseparable acordeón y oteando el horizonte en espera de aquella francesa cuya circunstancia hizo imposible cualquier otro final para esta historia.

Alfredo Martín Gómez
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