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El Génesis que ofreció Luzbel

martes 16 de junio de 2020
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—¿Quién te lo contó?

—Las hijas del bosque.

—¿Por qué?

—Son mis amigas. Sí, ellas me lo contaron, y a ellas se lo habían contado sus abuelas.

—Y a sus abuelas, ¿quién se lo contó?

—Pues, las abuelas de las abuelas, así son las tradiciones orales desde la noche de los tiempos.

—¿Y qué historia me vas a contar para que prosiga esa tradición oral?

Con aquellas garras que en nada recordaban a dedos, desolló al animal que aún mantenía un resto vital dentro de él.

—En una noche muy gélida, donde hasta las estrellas tiritaban, la luna fue emergiendo desde el fondo de la negrura de la mar. Surgía arrogante, vanidosa, muy grande, muy redonda. Orgullosa y altiva, se fue elevando para que las estrellas y planetas le rindieran pleitesía, como si fuera la emperatriz. De lo más lejano y profundo del cosmos, surgió una enorme bola fría y brillante como la plata bruñida, arrastraba una larga y amplísima cola que despedía destellos, una cola que producía frío sólo mirarla. A horcajadas sobre la estela luminosa, como si cabalgara sobre ella, llegó Ignoto, un ser misterioso y oscuro que se disolvía con las estrellas del universo. Aquel ser de cambiante morfología, arribado desde lo más tenebroso del mundo de los agujeros negros, dejaba ver sus grandes ojos que todo lo exploraban. Se descolgó de la estela del gran cometa saltando al espacio y, deslizándose como por encima de un tobogán, alcanzó la Tierra. Corrió de un lado a otro por la meseta de suelo arcilloso que truncaba la cima de la imponente montaña. Se acercó al bosque que cubría la ladera, arrancó una gruesa y recta rama de un castaño y la desbrozó con sus dedos que semejaban garras. Ya limpia, la levantó por encima de sus grandes ojos que escrutaban el entorno. Blandió en el aire la rama convertida en lanza y profirió un grito bestial que, según cuentan, pudo oírse a muchas leguas de distancia. Los animales del bosque, aterrados, se quedaron helados, como petrificados. Aquel ser que nadie puede recordar cómo era, en medio de la noche y mientras el gran plenilunio se superaba en belleza y grandiosidad, se ocultó tras los altísimos árboles del bosque. Un jabalí enorme, tan grande que antes no se había visto nunca otro igual, chilló de miedo presintiendo lo que iba a ocurrir. El ser llegado con el gran cometa, montado a horcajadas sobre la estela que se había detenido en lo alto del firmamento, ser de morfología cambiante, corrió como si supiera muy bien dónde se ocultaba el aterrado jabalí. Al fin, quedaron frente a frente. El animal inyectó sangre en sus propios ojos que enrojecieron mientras mostraba sus temibles y curvos colmillos. Nada había que hacer. El ser astral, surgido de la incógnita de las galaxias, aguardó firme la embestida de la bestia y, en el momento justo, levantó lo que parecía un largo y grueso brazo. Como si llevara en una mano el hierro de un mallo, descargó el golpe sobre la frente del cerdo salvaje. Después, como si esa mano se transformara en una garra gigante y poderosa, asió a la bestia, se la cargó sobre unas presuntas espaldas que no se perfilaban y corrió con su trofeo mientras otra de sus garras portaba la vara-lanza. Llegó a la pequeña planicie arcillosa, rojiza, carente de hierbas. Con aquellas garras que en nada recordaban a dedos, desolló al animal que aún mantenía un resto vital dentro de él. Desollado en vida, chilló, sí, chilló sabiendo que la muerte le había alcanzado. Aquella era la noche de la luna roja, se recordaría como la noche en que arribó el gran cometa montado por el ser oscuro que buscaba planetas donde erigirse como dueño total, absoluto.

Con las garras, fue extrayendo la grasa de la bestia hasta que creyó que era suficiente. Ya en pie, sus enormes ojos, en aquel ser de morfología cambiante lo único que no se transformaba eran sus ojos, clavaron su mirada sobre la cabeza de su cometa. Desde la boca que no podía verse, brotó un rugido y, como poseedor de la fuerza de un vendaval, agitó los árboles del bosque. Del cometa escapó un rayo compuesto de diminutas chispas ígneas y rojas que chocaron contra la tierra, muy cerca de donde se hallaba su amo. En la tierra arcillosa se abrió un hoyo redondo, pequeño y perfecto, y de su interior brotó una llamarada como si fuera la chimenea de un pequeño volcán. La llamarada desapareció, pero evidenciaba que el fondo del hoyo estaba ya tan caliente que la arcilla parecía crepitar. Ignoto, el ser llegado del cielo estrellado, arrojó toda la grasa del cerdo salvaje a su interior, grasa que se fundió rápidamente mezclándose con la arcilla que se desprendía de las paredes y el fondo del propio hoyo. Sus enormes ojos se volvieron hacia el boscaje y aguardó expectante.

Aparecieron las pequeñas hijas del bosque, encapuchadas, medrosas, cubiertas por raídas capas negras, eran siete, ni una más ni una menos. Cada una de las pequeñas figuras, de rostros imposibles de definir, llevaba consigo un cesto trenzado con finas ramas de brezo. Eran livianos y parecían llevar algo vivo dentro de ellos, algo que se agitaba pugnando por escapar. Mientras la grasa fundida y fluida se mezclaba con la arcilla que se desprendía de las paredes del pequeño pozo, las hijas del bosque rodearon lo que ya parecía un gran caldero donde la grasa del cerdo salvaje podía llegar a hervir. Una de ellas avanzó hasta el borde del mismo y, abriendo su cesto, volcó su contenido en el interior del extraño cráter volcánico al tiempo que su voz decía sin titubear:

—Ahí va la vanidad.

Otra de las pequeñas hijas del bosque hizo lo propio.

—Que se mezcle con la lujuria —sentenció.

La tercera, sin esperar, la secundó exclamando:

—¡Que se mezcle también la pereza!

La cuarta de las pequeñas encapuchadas añadió:

—Que no falte la avaricia.

—Y que tampoco falte la gula —voceó la quinta.

—Y yo añado la soberbia —anunció la sexta, vaciando su cesto dentro de aquella masa viscosa y repugnante que se agitaba exhalando vaharadas de hedor apestoso.

La séptima de las pequeñas hijas del bosque hizo balancear su cesto, dubitativa. Lo que transportaba podía ser lo más peligroso, no en vano se agitaba con inusitada violencia dentro de su encierro, como intuyendo que acabaría fundida y mezclada con la grasa del cerdo salvaje y la arcilla. Un rugido de advertencia y apremio la hizo tambalearse hasta el punto de casi perder pie y caer ella misma dentro de la masa hirviente, lo que provocó pavor y un ahogo de susto entre sus hermanas del bosque, pero se rehízo a tiempo y volcó su carga sobre la hedionda mezcla.

Aquí los tenéis, una mujer y un hombre, dos humanos que dominarán la tierra hasta conseguir arrasarla y que nada de vida quede en ella.

—Os doy la ira, que el infierno os confunda.

La ira provocó una ebullición aún más violenta.

Ignoto tomó la gruesa vara y removió la mezcla haciendo que más arcilla se desprendiera de las paredes del pequeño hoyo volcánico, y así consiguió espesar la mezcla ante las pequeñas y oscuras hijas del bosque.

La mezcla se hizo tan densa que el ser llegado de la profundidad del cosmos se apoderó de unas porciones de aquella masa que no quemaba sus manos. De manera increíble para los ojos de las hijas del bosque, moldeó hábilmente dos figuras que mostró, una en cada mano. Con voz tan grave y cavernosa que apenas sonaba inteligible, anunció:

—Aquí los tenéis, una mujer y un hombre, dos humanos que dominarán la tierra hasta conseguir arrasarla y que nada de vida quede en ella.

—¿Nada? —preguntaron a coro las siete hijas del bosque.

El Ignoto del espacio profundo ratificó:

—Ni los árboles, ni las pequeñas hierbas, pero aún hay más. ¡Sí! —rugió—. ¡Vosotras, vosotras seréis perseguidas para ser llevadas a la hoguera, os conviene seguir escondidas en los bosques!

El Ignoto lanzó una horrible e inacabable carcajada mientras se elevaba hacia el cielo hasta conseguir montar a horcajadas sobre la cola del gran cometa. El gélido astro comenzó a desplazarse, alejándose hasta desaparecer, disolviéndose entre las miríadas de estrellas de donde surgiera.

Las siete hijas del bosque miraron aterradas aquellas figuras que a simple vista podían parecer hermosas. No les agradaron, sabían que terminarían por ser una amenaza mortal para ellas. Trataron de arrancarlas del suelo donde parecían haber enraizado y no lo consiguieron, continuaron allí firmes, inamovibles. Conscientes de que ya no podrían destruirlas ni retornarlas al caldero volcánico, echaron a correr hacia el refugio del bosque para desaparecer entre los árboles.

Sin apartar los ojos de la pequeña hoguera que iluminaba la noche confesé:

—Esta es la historia de la tradición oral que me ha llegado.

—Si sólo es oral y por tanto imperdurable, ¿por qué no la escribes en un pergamino?

Avergonzado, algo titubeante, dije:

—No sé escribir, tampoco conozco a nadie que sepa hacerlo, pero el rumor de las hojas del bosque, en noches de viento de poniente, me advierte que llegará a la montaña un monje escriba y en su soledad, oída la voz de las hijas del bosque, irá transcribiendo sobre el pergamino esta tradición para que jamás se olvide.

—Y a esto que me has contado, ¿cómo lo llamarán?

—Las hijas del bosque, esas que hablan mezclando el coro de sus voces con el ulular del viento, afirman que es el relato del “Génesis” que ofreció Luzbel.

Ralph Barby
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