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Extracto de Nuestra tierra tan pobre, novela de Jan Queretz

martes 16 de junio de 2020
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“Nuestra tierra tan pobre”, de Jan Queretz
Nuestra tierra tan pobre, de Jan Queretz (edición del autor, 2020). Imagen de portada: detalle de Mulheres, de Iberê Camargo. Disponible gratuitamente en la web del autor

Nuestra tierra tan pobre
Jan Queretz
Novela
Edición del autor
Caracas, 2020
208 páginas

En mi familia éramos muchos pero ahora quedamos pocos. Mataron a mi hermano Raulito mientras subíamos a la casa en la camioneta de siempre. La camioneta iba subiendo y bajando entre los caminos y las flores y parándose a cada rato entre la basura para que salieran los pasajeros. Veníamos de trabajar todo el día, así que los ojos nos quemaban del cansancio que teníamos adentro. Ya era tarde, bien entrada la noche.

En una de las veces que se paró la camioneta, cerca de la bodega de mi tío Joselo, se subieron dos tipos: uno era más grande, el otro era apenas un niño. Nuestro miedo era mucho. Todos queríamos seguir viviendo, pero en ese momento, cuando los vimos sentarse junto a la puerta, no estábamos tan seguros de llegar vivos a ninguna parte. Lo que sí estábamos seguros es de la muerte, porque sus ojos lo decían todo. Se les podían ver adentro las llamas del infierno. Yo vi cómo se les movían en los ojos, esas llamas todas rojas y quemadas. Pero Raulito no. Él no se había dado cuenta de nada. Siempre tenía la cabeza en otro lado. No se fijó cuando nos apuntaron a todos.

La camioneta se quedó parada en seco, porque en lo que sacaron las pistolas, comenzó a oler a la muerte. Me imagino que el chofer se dio cuenta de lo que pasaba por el olor y por eso paró la camioneta. Raulito no se dio cuenta de nada. Yo lo miraba con la esquina de los ojos, y se veía que la mirada la tenía perdida en alguna parte a la cual nadie podía tener acceso. Tal vez sabía que dos minutos después moriría, y recordaba todos los momentos felices que pasamos juntos.

Cuando ya se había despejado el ruido del tiro, el pobre de mi hermano estaba muerto sobre la calle.

El olor a pistola quemada no dejaba respirar. No decíamos nada porque todos estábamos pendientes de sacarle un poco de aire al olor a muerto que llenaba la camioneta. Pero no había aire en ninguna parte. Así estuvimos rato, callados, esperando el próximo movimiento de la muerte.

Y pasó.

Yo no sé por qué Raulito, sentado junto a la puerta, la abrió y salió corriendo para la calle, con las pistolas y los ojos quemados apuntando nuestra vida y definiendo si íbamos o no a seguir respirando. No era la primera vez que nos robaban, así que no sé de dónde le salió la idea a Raulito de hacer una gracia de tal magnitud. Uno de los tipos empezó a gritarle para que volviera, porque todavía no lo había matado, pero como las piernas de mi hermano se lo llevaban cada vez más lejos, el tipo sacó la pistola por la puerta, y cuando ya se había despejado el ruido del tiro, el pobre de mi hermano estaba muerto sobre la calle. No hubo gritos ni nada, después de todo es la costumbre. Solamente se oyó caer el polvo que llenaba el aire allá donde había quedado tirado el cuerpo de mi hermano.

Les pregunté si me dejaban ir para recoger a Raulito. Ellos, en su bendita misericordia, me dejaron bajarme de la camioneta después de robarme lo poco que tenía. Se los agradezco de todo corazón, porque si no Raulito se hubiera quedado tirado en el frío.

Al pobre le dieron justo en la cabeza así que no sufrió mucho. Qué bueno que murió de una vez y no tuvo tiempo para sufrir. No me quedó de otra que cargarlo hasta la casa. Menos mal que no quedaba muy lejos de donde lo mataron. Me lo monté sobre el hombro, con las piernas al frente y sus brazos colgando detrás de mí, moviéndose en el aire frío de la noche.

Cuando llegué a la casa, mi papá puso a Raulito debajo del mango para velarlo. Encendió unas luces, y vimos alrededor de nosotros, el silencio de la noche tranquila. Las estrellas llenaban el cielo y el aire movía de aquí para allá unas nubes hinchadas de lluvia.

Ángela, mi mamá, lo lloró mientras mi papá la acompañaba. Nunca me preguntaron nada. Ni cómo, ni por qué. Mi mamá se dedicó solamente a llorar y a llorar y a llorarlo, y sus ojos no se cansaron nunca de llorar. Raulito nos daba buena plata para la familia. Él nos mantenía. Lo que yo gano es una miseria y no nos alcanza ni para el hambre. Mi hermano se la pasaba trabajando, porque mi papá le dijo un día que ya no le quedaban fuerzas para hacer nada. Había trabajado toda su vida para sacarnos adelante, sacarnos del barrio, pero no le habían alcanzado ni el tiempo ni las fuerzas. Por eso se puso feliz cuando a Raulito le salió un trabajo en que le pagaban lo suficiente para vivir. Mi papá sintió la esperanza de que Raulito nos sacaría adelante porque él no lo pudo hacer. Ese día mi papá se puso feliz como nunca antes lo había visto.

Estábamos todos sentados al lado de nuestro muerto, en la tierra, viéndolo y llorando. Mi mamá rezaba. Las palabras le salían de la boca hechas de lágrimas y se le escapaban de los labios como un chorro. Mi papá tenía la cara roja y no lloraba, y se escuchaba el aire saliendo de su nariz, como si en algún momento se le fueran a salir las lágrimas también.

En la madrugada vinieron unas amigas, Josefina y Emilia, y se sentaron con nosotros. La luna había empezado a brillar mucho más, toda ella redonda y prendida en el cielo, y le llenó los ojos de luz a mi hermano. Mi mamá se acercó y le cerró los ojos para no ver más la vida que ya se le había ido.

Con los ojos aguados y los labios estrechos, Josefina y mamá rezaron bajito un montón de palabras, en un murmullo perdido lentamente en el viento frío de la noche. Las velitas que tenían en las manos se acabaron entre todos los rezos hasta que no quedó ninguna llama prendida. Así estuvimos toda la noche, sentados junto a Raulito, diciéndoles plegarias a los santos para ver si podíamos ayudar a que su alma tuviera algún descanso.

Cuando amaneció lo llevamos a enterrar. Aunque hacía calor y el sol quemaba desde arriba, parecía que iba a llover, porque las nubes de la noche empezaron a ponerse cada vez más negras y más hinchadas de lluvia. Menos mal que no llovió.

Mi hermana llegó cuando estábamos saliendo. Nos ayudó a cargar a Raulito hasta que llegamos aquí y tuvo la idea de taparlo con una sábana vieja para que no se nos recalentara el difunto.

Cuando nos dispararon, nos lanzamos al suelo con las manos sobre la cabeza.

Así salimos, con nuestro muerto sobre los hombros, apretados con el calor mientras veníamos al cementerio del barrio. Yo trataba de sacarle conversación a mi hermana, La Mortal, mientras caminábamos, pero no me decía nada. Le decían La Mortal porque con la mirada condenaba a todos los hombres a rendirse a sus pies. Los enamoraba hasta el fin pero les dejaba vivos los ojos, condenándolos a mirarla solamente a ella por el resto de sus vidas. Sus ojos siempre le trajeron muchos problemas.

Caminamos entre las tumbas, todas rotas, con sus pedacitos regados entre el gamelote. Mi mamá lloraba solitaria al final de la fila; mi papá, ni siquiera eso. Estaría pensando que todavía le quedábamos La Mortal y yo. Por esa razón debe ser que no lloraba, porque estaría tranquilo pensando “todavía me quedan dos hijos”.

Estuvimos horas buscando algún lugar para enterrarlo. Pero nada. Ni un espacio libre. Ni una lomita seca donde abrir un hueco. Todas las lomas llenas de tumbas, de arriba a abajo, en todos lados.

En el calor, Raulito se sentía más pesado con cada paso que dábamos. No nos quedó de otra que arrimarnos cerca de un tal Felipe Toledo y abrir un huequito lo más cerca de él, rozándole la urna.

Estuvimos dos horas sacando tierra. La Mortal y mi mamá rezaron cada minuto. Nos veían abrir el hueco y lloraban, luego rezaban un poco más y volvían a llorar. No teníamos plata para que el padre Torres nos despidiera a nuestro muerto, así que solamente estábamos nosotros, mi hermano y la tierra. Era mediodía cuando empezamos a bajarlo.

Pero en pleno entierro no podía pasarnos una cosa peor a la que nos pasó.

Cuando nos dispararon, nos lanzamos al suelo con las manos sobre la cabeza para que no nos mataran las balas.

Que en paz descanse mi hermana.

No sé por qué lo hicieron pero me imagino para acabar con La Mortal; tal vez alguno de los hombres condenados a sus ojos querían zafarse de la maldición.

Menos mal que no habíamos terminado de enterrar a Raulito, así pudimos darle descanso también a mi hermana, y ahorrarnos tener que buscar otro sitio donde enterrarla. La pusimos debajo de Raulito, para que él la protegiera de sus ojos. Así a ella nunca más se le ocurriría salir a desgraciarse la vida condenando a los hombres con la mirada. Lo bueno es que así como están, los dos se acompañan en la tumba.

Cuando regresamos a la casa, mi mamá les prendió una velita a mis hermanos y les rezó para que no se quedaran rondando en el purgatorio por culpa de sus pecados. Le pidió con todas sus fuerzas al Ánima sola y prometió ir al altar del Santo Niño de los Rencores a buscar venganza. En medio de los rezos, cuando las velitas estaban consumidas por la mitad, nos llamó la tía Yolanda para decirnos que habían matado al tío Joselo, el hermano de mi papá. Nos dijo que lo dejaron ahí, en frente de la bodega, lleno de huecos como si fuera un cielo lleno de estrellas. Lo dejaron como si una noche estrellada se hubiera metido dentro de mi tío.

Yo no me lo quiero imaginar.

No sé en qué parte del cementerio lo enterraron, pero espero que no haya sido muy lejos de aquí. Nos ahorraríamos muchas penas cuando vengamos a visitarlo.

Pero eso no fue lo peor.

Ayer, en el medio de la noche, la puerta sonó como si la hubieran golpeado. Yo me desperté asustado, la oscuridad da mucho miedo. La tierra del suelo estaba fría. Todo estaba en silencio. No me atreví a prender el bombillo, por si acaso tenía que esconderme en la oscuridad. Mi mamá dormía tranquila y bajo los párpados, los ojos se le movían como si hubiera estado metida en algún sueño lejano de los terrenos de la muerte.

Cuando llegué a la puerta, le puse la oreja encima para ver si escuchaba algo. Nada. Entonces otro golpe volvió a mover la puerta. Me asusté mucho porque oí la respiración de mi papá. Lo supe porque toda la vida él ha respirado fuerte, como si el aire le pesara. Después me di cuenta de que no era su respiración, sino su llanto. Fue la primera y la última vez que lo oí llorar en mi vida. Abrí la puerta y mi papá cayó muerto sobre mis pies.

Lo mató una bala.

Ella sigue llorando. Llora y llora y llora y no hace más que llorar.

Así, como siempre le ha pasado a mi familia. Como ya estamos acostumbrados a que nos pase.

Acabamos de enterrar a mi papá encima de Raulito y de La Mortal. Les puse flores a todos, para que sepan que no están solos en la muerte. Para que sepan que estamos aquí y los acompañamos. Son flores blancas, brillantes bajo el sol. Sus pétalos se mueven con el viento.

Mi mamá ha estado rezando todo el día. Rezar es lo único que le queda. Lleva los labios apretados y reza con los ojos. Y ellos le lloran, pero sigue rezando, como si sus plegarias fueran a resucitar a Raulito, a La Mortal y a mi papá. Yo no tengo esperanza. La miro y veo caer sus lágrimas sobre la tierra y sobre las flores. Son unas lágrimas gordas y espesas que parecen interminables. Yo creo que piensa “no hay nada que nos salve” y por eso llora. Yo pienso eso también.

Ahora me tengo que encargar de mi mamá, de cuidarla para que no tenga que venir a enterrarla aquí encima de todos los muertos de su vida. De cuidarla para que no me la maten.

Ella sigue llorando. Llora y llora y llora y no hace más que llorar.

Lejos, siguen llegando. La gente pasa lentamente con sus muertos en los hombros como hicimos nosotros, buscando algún sitio donde dejarlos descansar para siempre. Siguen llegando y son muchos. Espero encuentren algún lugar. En este cementerio no cabe otra alma.

No entiendo por qué nos matan.

No sé qué hicimos para que dios nos abandonara, nos diera la espalda y nos dejara aquí sueltos, en este cerro, para que los pobres nos las arreglemos como podamos.

No sé qué hicimos para que dios nos hiciera esto.

Eso es lo que yo me pregunto mientras mi mamá llora sobre las flores.

¿Qué hicimos, eh?

Jan Queretz
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