Bostezo largo, gutural y aburrido mientras termino otro barquito de papel con la última hoja de un cuaderno viejo de tareas que dejó aquí mi nieta. Lo echo a flotar, junto a los otros diecisiete que armé, disfrazando de lago al pequeño tanque improvisado donde recojo agua en los días de escasez, cada vez más frecuentes, en nuestra casita en mi ciudad natal, de donde nunca he salido y de donde, quizás, jamás saldré.
Cuando estaba haciendo el trabajo de intentar llevarme a la cama a esta señora, llegó la pandemia.
El sol arrecia inclemente, sobre mi frente, me seco el sudor mientras me siento deprimido en estos extraños tiempos de coronavirus. Mi mujer por 35 años —a mis 57 ya se puede decir que es bastante más de media vida juntos— me prepara la comida de su gastado repertorio, aderezada con su discurso y quejas; la diferencia es que ahora no me puedo escapar cuando no quiero oír.
Me siento a comer y todo, hasta el agua, me sabe igual, como los escasos minutos de sexo que mi esposa me concede como un regalo, de vez en cuando, y dosificado, para apartarme después cuando se satisface. Increíble que no haya comprendido que soy un animal sexual, y para compensar su frialdad he tenido amantes desde el principio de nuestro matrimonio, aunque con ningún disgusto. ¿Cuántas habré tenido? Ya ni me acuerdo, sólo las más memorables.
Cuando conocí a una mujer de un año más que yo y representando mucho menos, y siendo una profesional exitosa y sola, creí que daría menos problemas y fue peor que una quinceañera exigente: hablando de estabilidad, enamoramiento, y exigiendo que la llamara, la atendiera y le mandara corazoncitos y muñequitos por WhatsApp. Como si yo estuviera para eso. A las mujeres, ¿les cuesta mucho entender que un hombre casado lo que quiere es buen sexo? Es obvio que no se les puede decir tan crudamente porque te desechan ahí mismo. Pero cuando estaba haciendo el trabajo de intentar llevarme a la cama a esta señora, llegó la pandemia. Para no perder el tiempo invertido en ella, de vez en cuando le escribo con la esperanza de que, cuando acabe la cuarentena, decida acostarse conmigo. Pero lo que hace es maltratarme y decirme que yo no la quiero, ya que se hizo toda una novela mental de un supuesto noviazgo, a pesar de mi estado civil. La última vez que la vi, no me dejó acercármele ni a metro y medio de distancia, por terror a un supuesto contagio. Me miro frente al espejo y cuento las arrugas de mi frente: ¿será que ya estoy perdiendo mi atractivo? La voz áspera de mi mujer me saca de mi ensoñación:
—Juan, hoy encontraron otro caso en la redoma.
—¿Quién te dijo? La gente inventa mucho.
—Vinieron varios tipos vestidos de astronautas y se llevaron a un señor, por cierto, de tu edad.
—Tú no eres tan carajita, ya me estás alcanzando.
—Nunca te alcanzaré —me dice y sonríe con cinismo—, siempre serás seis años más viejo que yo.
Le respondo la sonrisa pensando que mi prospecto de amante luce mejor que ella.
—Este virus es tremendo —le contesto—, y también ataca a los jóvenes, todos nos podemos contagiar. He llegado a pensar que tal vez sea el fin del mundo, lo que llaman el apocalipsis.
—¿Tú crees, Juan? Dios nos protegerá y a nuestros hijos y nietos. Creo que ya no aguantas este encierro.
Me quedé callado. No podría explicarle que, de todo lo que me aqueja, ella es lo que menos soporto. Debí divorciarme hace mucho tiempo. Normalmente, siempre tenía una excusa, la dijera o no, para pasar bastante tiempo fuera de casa; ensayando y buscando presentaciones con el grupo de salsa donde toco los fines de semana, inventando horas extra en la escuela donde doy clases a niños de primaria, entretenido en labores comunitarias de mi barrio, con la diversidad de amantes que me he conseguido y que llegué a tener varias simultáneas, pero ahora, qué va, con la edad y la situación financiera, si acaso una y cada vez menos y finalmente, rescatando animalitos de la calle. Esto último es lo que realmente más disfrutaba y me enorgullezco de haber hallado hogar a varios perritos y gatitos que encontraba. En eso pasaba mi vida antes de la epidemia. Nadie puede decir que soy un tipo malo, ¿no? Ahora no hallo qué hacer con tanto tiempo libre, ni cómo pasar el día completo oyendo a mi mujer cuando no tengo nada que decirle.
Si esta cuarentena sigue por mucho tiempo no sé qué voy a hacer para matar el hastío.
Me pongo a ver televisión o las redes y todo es alarma, noticias negativas y un aumento en el pico de casos y muertes en las estadísticas mundiales. Analizo mi realidad actual y no me gusta; trato de buscar en mí algo que me genere alegría, ilusión o menos ansiedad y no encuentro sino un pozo vacío. Aún me faltan tres años para jubilarme y tengo la triste y clara sensación de haber desperdiciado mi vida.
Si por lo menos creyera en Dios mi pesar sería más llevadero. Pero hace algún tiempo todo me indica que un ser superior no pudo crear este mundo que inicialmente era muy hermoso, pero resulta contradictorio que dejara que nosotros, sus habitantes más inteligentes, lo convirtiéramos en algo tan sórdido, imperfecto y terrible, y no contentos con eso, nos hemos empeñado en destruirlo. ¿Y él lo permitió?
Si esta cuarentena sigue por mucho tiempo no sé qué voy a hacer para matar el hastío. Miro la calle desdibujada y no hay ningún lugar a donde ir. El tiempo ya no parece correr como antes y me cuesta adivinar qué día de la semana es y la hora del día. Estoy en mi casa. Mi lugar. Mi refugio. Lo único que tengo. Y con mi mujer, en realidad la única que he tenido. Deseo llorar y trato de encontrar a ese niño en mí que intenta decirme algo que no logro escuchar. Tal vez sea mejor que me ataque el virus asesino y morirme que seguir soportando la cárcel en que vivo, la que yo mismo me construí. Y de la que me escapaba por raticos creyéndome la ilusión de ser libre.
Mis perros ladran. Hora de darles de comer. Lo que no podré acallar son los ladridos casi eternos que me torturan y que intento ahogar dentro de mí.
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