Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.
El preludio
Sucedió por tercera vez en esta semana. Por un lado me parece increíble, pero por el otro no debería sorprenderme, ya que cada vez la situación se repite con mayor frecuencia. En un país normal, que cuenta con los adelantos tecnológicos actuales, acontecimientos como este parecerían una lejana y exótica novedad.
Mientras juego al escondite con la mano y busco una cajita de fósforos en mi mesita de noche para encender una vela, medito en que —de verdad— es la tercera vez que nos falta la luz en una misma semana. Lo peor es que en mi ciudad —y por qué no decirlo, en todo mi país— un hecho de este tipo ya no se vive como una noticia, sino como un triste y desafortunado evento cotidiano. Cuando por fin logro encender la vela, me recuesto entre triunfante y agotada sobre la cama. ¿Cuánto durará este apagón? Tengo que hacer varias cosas en la computadora y me pongo a pensar en que anteayer se me dañó el microondas, por no tener protector de energía. Mi nevera va por el mismo camino; voy a tener que comprar uno de esos aparatos tan caros, pero tendré que hacer el sacrificio, pues será mejor que quedarme sin refrigeración. En el apagón anterior, a mi vecina se le echó a perder su computadora por no tener el dichoso regulador.
La verdad es que no la hemos tenido fácil, pero tampoco me imaginé que íbamos a llegar a condiciones tan adversas como sociedad.
Poco a poco se están inutilizando nuestros equipos viejos y arreglarlos no siempre vale la pena, pues muchas veces —si la recuperación es posible— repararlos resulta tan o más costoso que comprar uno nuevo. El problema es que ahora también nos debatimos entre la necesidad de reponer los electrodomésticos para la casa o comer. ¿Y qué podemos hacer? Es parte de la crisis de supervivencia que estamos pasando: el dinero no alcanza, nos suben los precios a diario y cuesta muchísimo arreglar o sustituir las cosas. Además, el problema no es sólo la luz, sino todos los servicios: hace dos semanas nos quedamos sin agua por varios días y sin previo aviso; tenemos ya tres meses sin teléfono local, y ahora también el Internet pareciera que falla caprichosamente en el momento en que más se lo necesita. Tiemblo cada vez que una bombona de gas se nos acaba y el tener que someternos al tormento de esperar a la única compañía proveedora que, en cada oportunidad, se tarda más para venir a reponerla. Desde la época de mi mamá hemos sido muy ordenados en el pago de nuestros servicios, pero ahora eso no hace ninguna diferencia en el funcionamiento, cada vez más deficiente, que obtenemos a cambio. Me pongo a pensar en la viejita y creo que —dentro de todo— Dios fue sabio al llevársela antes de que el país colapsara. Ella no lo hubiera resistido.
Todo esto parece un chiste cruel pero no lo es. Ya han pasado más de seis horas y la luz no vuelve. Puede que esto sea para largo y no hay nada más molesto que dormir sin ventilador: la plaga acaba conmigo. Trato de buscar el lado menos negativo de este asunto tan molesto y pienso en las ventajas de vivir en casa y no en edificio, mientras me acordaba del vecino que se quedó encerrado en el ascensor la última vez. La verdad es que no la hemos tenido fácil, pero tampoco me imaginé que íbamos a llegar a condiciones tan adversas como sociedad.
Me paro de un salto al recordar que no desenchufé la nevera y a veces, cuando la luz regresa, es que se dañan los equipos. Mañana buscaré el famoso protector. Voy a la cocina con mi vela y en el momento en que desenchufo el aparato vuelve la luz. Eso me da un gran alivio. Encenderé el ventilador y veré un poco de televisión. Pero ¡qué sorpresa!, el ventilador no sirve. Sonrío con desganada resignación. ¡Salió mi número, otro equipo dañado!
Lastimosamente, los momentos más difíciles todavía no llegaban. Toda nuestra capacidad de asombro y de aguante estaba por someternos a una prueba mucho más dura.
Veintidós días críticos
Días después volvimos a tener dos largos apagones, muy seguidos, en 48 horas. La luz regresó en la madrugada, por unos instantes, y se volvió a ir. Después sobrevino otro largo apagón. En la mañana, mi hermano me dijo en tono fúnebre:
—Creo que pasó algo muy malo en nuestra casa. Cuando la luz volvió a las 5 de la mañana, permaneció apenas por unos segundos, mientras que a los vecinos se les mantuvo como por media hora.
Me tapé la cara como el icono del monito del WhatsApp:
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que creo que se dañó algo grave en el sistema eléctrico de la casa.
—¿Y cómo lo podemos saber?
—Cuando regrese la luz veremos el nivel del daño.
Efectivamente, el macabro vaticinio se cumplió: cuando la energía eléctrica se restituyó, horas después, la luz volvió a toda la zona donde vivo, menos a mi casa. Mi primera reacción fue ponerme a llorar, sabía que lo que venía iba a ser muy rudo. Mis hermanos comprobaron que los cables que van de la calle al medidor se quemaron y quedaron inservibles. Era necesario restituirlos. En cualquier sociedad común y corriente solucionar algo así es fácil y rápido, pero no en mi país.
El primer paso era reportar el problema a la compañía eléctrica —un organismo público manejado por el Estado—, lo cual en un contexto normal supondría seguir procedimientos regulares, con sus tiempos de resolución. Pero en una situación de emergencia general, con apagones que duran días, el evento que nos sucedió puede convertirse —como de hecho ocurrió— en un asunto muy complejo. Seguidamente, hablamos con dos o tres conocidos con conexiones, que nos prometieron llamar al amigo del amigo. Y una de esas primeras noches vino un vehículo de la electricidad, se detuvo frente a mi casa y desde allí le preguntaron al vigilante de al lado sobre el desperfecto y a éste no se le ocurrió avisarnos. Luego se bajaron del carro, revisaron la tanquilla, se quedaron viendo mi casa a oscuras y se fueron. Al día siguiente, cuando nos enteramos de lo ocurrido, nos llenamos de molestia e indignación porque nadie nos vino a alertar sobre esa visita tan importante para nosotros. Supuestamente esa cuadrilla debía volver a pasar, pero no lo hizo. Tuvimos que esperar varias jornadas, decretadas como no laborables por el caos nacional, para poder hacer el reporte oficial, el cual tuvimos que escribir a mano y con bolígrafo, como en el siglo pasado. Nos sorprendió gratamente la rapidez con que el personal de la electricidad acudió en respuesta a nuestra solicitud, al día siguiente. Una vez realizado el diagnóstico, el encargado reconoció que, por su ubicación, nuestro percance con el cableado era responsabilidad de la compañía eléctrica, es decir, ellos debían costear y resolver todo el daño. Pero la empresa, debido a la situación país, no disponía del cable especial necesario para la reparación y, además, en la actualidad era un objeto muy escaso y costoso, características que ya habíamos investigado y comprobado por nuestra cuenta, previamente. Nos aseguró que si esperábamos nuestro turno para ser atendidos, podían pasar meses y hasta años. Además, la crisis actual había afectado hospitales, escuelas e instituciones cuya atención era más urgente que cualquier inconveniente de una residencia particular. Por tanto, debíamos adquirir el cable por nuestra cuenta, a precios nada solidarios, y además contratar a un experto que lo instalara. En conclusión: nuestro gravísimo problema era irrelevante ante la dimensión de la emergencia eléctrica nacional y debíamos solucionarlo como pudiéramos. Mientras recordaba con ironía la frase tan venezolana “a comerse un cable”, meditaba en que la explicación era comprensible, pero aun así, nunca, en toda mi vida, me sentí tan indefensa, desasistida e insegura como en ese momento.
Tristemente, cuando algo se vuelve una necesidad en Venezuela, sus precios aparecen misteriosamente multiplicados.
En un mundo donde necesitas la tecnología para hacer prácticamente todo, lo que nos sucedió fue una verdadera tragedia y más para alguien como yo, que depende de las redes e Internet en un 95% para hacer su trabajo. Afortunadamente, los vecinos se apiadaron de nosotros y nos prestaron un cable para encender las neveras y cargar los celulares —lo cual les agradeceremos eternamente—, pero tuvimos que prescindir de todo lo demás: lavadoras, televisores, computadoras, otros electrodomésticos e Internet. Por lo que puedo afirmar que, para la mayoría de las necesidades tecnológicas, hoy en día tan básicas como dormir o comer, volvimos a la edad media y en algunos casos hasta la prehistoria.
Pero lo más pesado para mí fueron las horas de la noche, cuando oscurecía. Me volví casi un gato para poder moverme dentro de la casa. Tuve que recurrir al uso de las velas, un objeto peligroso que hoy en día constituye un lujo en este país. Tristemente, cuando algo se vuelve una necesidad en Venezuela, sus precios aparecen misteriosamente multiplicados. Aprendí a hacer velitas de aceite, bajé la aplicación de la linterna en el celular, pero cuando tenía que buscar alguna cosa de noche, algunas veces me desesperaba y llegué a sentir que enloquecía. Créanme que eso no se lo deseo a nadie. Además de lidiar con el silencio nocturno, el calor, la plaga y tener que acostarme temprano, cuando soy noctámbula por naturaleza y estoy acostumbrada a que mis tiempos de mayor productividad son las noches. Definitivamente, llegué a vivenciar que la luz eléctrica se ha vuelto casi tan natural y necesaria como los ojos.
Nuestros días de mayor tensión apenas comenzaban, ya que la adquisición del cable se nos hizo cuesta arriba, tanto por el costo como por la dificultad de transportarlo. Hubo varias opciones que tuvimos que descartar, debido a que los vendedores nos querían obligar a comprar rollos completos de cien metros, cuando no necesitábamos ni la mitad. Por otro lado, en Caracas los precios eran elevadísimos, mucho más que en otros lugares, por lo cual optamos por una opción razonable en otra ciudad de Venezuela.
Yo no habría querido tocar el tema político en esta narración y no viciarla con ese trasfondo, pero como, lamentablemente, eso nos afectó, hay que mencionarlo. Para nadie es un secreto la delicada situación que vive mi país desde hace algún tiempo, y más ahora cuando los dos grupos en pugna se adjudican mutuamente las culpas y responsabilidades en el problema eléctrico. En vista de que los cables de electricidad son muy costosos, los roban mucho y debido a la emergencia nacional también se convirtieron en un objeto prohibido para ser transportado por empresas de encomiendas y transporte. Trasladar o comprar un cable de electricidad podría convertir a cualquiera en sospechoso de sabotaje, terrorismo criminal, robo, complicidad con gobiernos extranjeros que buscan desestabilizar al país y una serie más de calificativos delictivos. Llegamos a imaginar una irónica situación ficticia, en la cual nos decomisaban esa mercancía tan peligrosa y nos acusaban de ser los responsables de todo el problema eléctrico nacional, en colaboración con un gobierno enemigo. Nos reíamos mucho entre bromas y chistes, pero en el fondo era muy triste observar cómo pasaban los días y no lográbamos solucionar el problema. Intentamos también la opción del envío con un transporte privado pero los precios que nos pretendían cobrar —supuestos amigos— eran alrededor del costo de un pasaje a Europa en dólares. También descartamos la posibilidad de ir a buscarlo nosotros mismos en nuestro carro o como pasajeros, en el primer caso porque el vehículo no estaba en condiciones para un viaje tan largo y arriesgado —sí, hoy en día es muy arriesgado aventurarse a viajar en carro por las carreteras del país— y en el segundo porque el cable, como ya expliqué, no era aceptado como equipaje ni por aire ni por tierra. En fin, haces una compra legal de los insumos necesarios para volver a tener luz en tu casa y puedes ser tratado como un delincuente, ya que los cables se han convertido en objetos prohibidos y custodiados, por motivos de seguridad nacional.
Hubo otra posibilidad que fue desechada, y aunque se trataba de un regalo, nos dio miedo: a un amigo le regalaron un cable hace años pero no conocía con certeza su procedencia. A pesar del estado de nuestra desesperación, decidimos no arriesgarnos porque podía ser robado y no aceptamos. También existieron otros conatos de historias con otros cables que nunca aparecieron, y al final todo se reducía a posibles intermediarios que pretendían un porcentaje o parte de la venta por ser el contacto, o a dificultades de traslado del preciado bien, o que debía ser aprobada y requerir órdenes firmadas por militares y pare de contar.
Cuando ya nos encontrábamos en el límite del decaimiento y la desesperanza, Dios se acordó de nosotros y encontramos un vendedor en otra ciudad que tenía que venir a la capital y él mismo se ofreció a traernos el cable. Cuando nos dijo dónde se encontraba casi lo descartamos, pero el hombre nos dio la seguridad de que venía y nos cumplió. Cuando finalmente tuve el cable frente a mí fue que lo creí, y les confieso que me faltó poco para darle reverencias o hacerle un altar. Al día siguiente lo pudimos instalar gracias a que logramos ubicar a uno de los técnicos con quienes habíamos hablado; ninguno de los otros nos respondió porque era Semana Santa y el gobierno había decretado feriado completo, cuando por lo general se suele trabajar de Lunes a Miércoles Santo.
Siempre recuerdo a un amigo que me dijo antes de emigrar: uno no se va hasta que no le toca el golpe directo sobre la cara.
Epílogo
Ya han pasado varios días de haber vuelto la supuesta normalidad a nuestras vidas, y alguien me preguntó si me siento feliz. Le digo que no. Lo más increíble es que por días, todos en la familia hemos seguido con el mismo peso en la espalda, la misma sensación de vacío e indefensión y el mismo desánimo. A pesar de que por fin tenemos electricidad, fue una situación demasiado agotadora y exageradamente estresante que nos dejó noqueados y sin energía.
Esta situación me ha llevado a replantear mi vida completa. Aunque he presenciado, paso a paso, el empeoramiento de la situación del país, vivía en cierta manera resguardada en mi zona de confort. Logré trabajar por cuenta propia, sin salir de mi casa, y contaba con mis comodidades, hasta que me apagaron la luz y me fueron vulnerados todos los derechos a lo más básico como ser humano. Siempre recuerdo a un amigo que me dijo antes de emigrar: uno no se va hasta que no le toca el golpe directo sobre la cara. Y es verdad, me tocó a mí y no creo que lo pueda superar. Vivir en la Venezuela actual es una hazaña donde tienes que sortear obstáculos dignos del juego de video más rebuscado, todo el tiempo. Aparte del tema de los servicios, tenemos muchos de los factores de una situación bélica —escasez, hambre, desempleo, crisis de transporte, crisis asistencial, hiperinflación, delincuencia extrema y de todo tipo—, pero no estamos en guerra. Aunque algunos dicen que sí. No quiero caer de nuevo en la trampa del tema ideológico. Nunca me identifiqué con la derecha ni con la izquierda, ni milité en partidos políticos, sólo me he dedicado a estudiar y a trabajar mucho. Y dudo que aquí lo pueda seguir haciendo con tranquilidad, porque no tengo ninguna garantía de que lo ocurrido con la luz —o con otra cosa— no se pueda repetir, o no vaya a empeorar.
Y antes de que me juzgue, querido lector, le pregunto qué haría usted en mi lugar.
Nota: Los hechos narrados aquí son totalmente ciertos. Cualquier similitud con un cuento o fantasía, son pura coincidencia.
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