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Atrapado

jueves 9 de julio de 2020
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Hay que tener valor para regresar a donde se juró nunca más volver. “Hay que tener mucho valor”, repite para sí Aurel Vasilescu, mientras acaricia el estuche de fibra de carbono de su amado Guarneri. Después de leer la noticia que accionó su cerebro para soltar esta frase, y percibir un ligero escalofrío que achaca al aire acondicionado del aeropuerto, dobla cuidadosamente el diario, como suele hacerlo con sus partituras, y lo deja en el asiento contiguo. Una voz metálica anuncia varios destinos, pero ninguno es el suyo. Una joven rubia, evidentemente eslava, larga y delgada como un junco, con medio rostro cubierto por unas inmensas gafas de sol Chanel, se sienta frente a él. Un rizo dorado escapa del pañuelo que cubre su melena. En la memoria de Aurel se activa, de repente, un recuerdo.

¿Cuándo fue la última vez que la vio? Quizás veinte, ¿veinticinco años? Lo que jamás olvidó fue el lugar donde se encontraron, París. Ileana estaba recién casada con un empresario que le ofreció seguridad y una residencia permanente en Europa, algo que Aurel jamás le hubiera podido dar… a decir verdad, en aquellos días sus circunstancias no estaban para brindar nada, ni la más mínima certeza. Ella lo citó en una suerte de bar clandestino en la Gout d’Or, lejos, muy lejos de su casa, “sólo tengo una hora para verte”, le advirtió. Él llevaba un par de años girando por el mundo; en ese entonces, tocaba en la orquesta itinerante del Cirque du Soleil que había recalado en las afueras de la capital francesa.

—Con todos los años que estudiaste en el conservatorio, con todas esas horas de técnica y solfeo… ¿cómo es que terminaste tocando en la orquesta de una panda de payasos? —dijo ella con una súbita rabia.

—La vida es así —respondió él tras apurar el cigarrillo.

El lazo que los unía se remontaba a la primera vez que coincidieron en aquel teatro donde tenían lugar las audiciones para participar en el grupo folklórico más famoso de Rumania.

“La vida es así porque es caprichosa, injusta y cruel”, pensaba ella sin saber muy bien por qué teniéndolo todo. Quizá, por eso mismo, la vida o el destino quisieron que se encontraran en Champs-Élysées, mientras sus ojos coincidían en el mismo cartel que anunciaba un viaje a Bucarest, “quince días, avión incluido, media pensión en los mejores hoteles”. Un sueño imposible para ambos pero por distintas razones: él, porque no tenía dinero ni ganas de ir; ella, porque tenía demasiado, además de un marido extremadamente celoso. Antes la mataría que dejarla viajar sola.

—Y tú, ¿cómo fue que viniste a dar aquí si nos fugamos al otro lado del Atlántico? ¿Por qué París y no El Paso, Texas? —le preguntó él, con cierto reproche, mirándola fijamente a los ojos a través de una voluta de humo redonda, perfecta. Ileana esbozó una sonrisa de medio lado y tras unos segundos que se volvieron eternos le dijo:

—Pues, porque la vida es así.                                                                                   

Después de ese encuentro siguieron algunos más. Él siempre había estado enamorado de ella, hubiera hecho cualquier cosa con tal de estar a su lado unos instantes y sentir el calor de su cuerpo. Siempre necesitó el calor de un cuerpo. El lazo que los unía se remontaba a la primera vez que coincidieron en aquel teatro donde tenían lugar las audiciones para participar en el grupo folklórico más famoso de Rumania, las Doinas de Bucarest. Por aquel entonces, ninguno de los dos imaginaba que tocar el violín con destreza o bailar con cierta gracia sería su billete de huida hacia la libertad. Fueron seleccionados en la primera ronda. ¡Eran bellos, jóvenes y tenían talento!

Rodaron por el mundo, visitaron algunos países de occidente, muchos de detrás del “telón de acero”, y siempre bajo la férrea mirada de Dumitru Verkin, cantante principal de la compañía y espía del gobierno. Desde que el bailarín y coreógrafo Gelu Barbu huyera de la dictadura comunista en noviembre de 1961, cada salida de las Doinas representaba un verdadero suplicio para sus integrantes. No sólo se les retiraba el pasaporte y el escaso dinero que llevaban, sino que se les sometía a la más rigurosa vigilancia y control. El bailarín rumano, que emuló los pasos del soviético Rudolf Nureyev, se había convertido en un símbolo de la traición y, al mismo tiempo, del sueño de muchos jóvenes artistas, como Ileana y Aurel.

Un buen día, la compañía se hallaba de gira por el norte de México, en una ciudad tan inhóspita y peligrosa que a nadie se le ocurriría escaparse y dejar atrás las bondades de la calefacción de un hotel fronterizo. Era el 16 de diciembre de 1989 y el regreso a Bucarest estaba programado para la mañana siguiente. La noche anterior, después de una actuación sin pena ni gloria en Ciudad Juárez, Chihuahua, todos los integrantes de la compañía, desde el primer bailarín hasta el último técnico y encargado de vestuario, dejaron su equipaje en la recepción —como era costumbre— y sólo se quedaron con el uniforme gris perla con pespuntes rojos que los representaba en los viajes internacionales. Esa misma noche, la televisión estadounidense, que podía sintonizarse sin problema en el hotel, mostraba los disturbios sangrientos recién ocurridos en Timisoara, la ciudad natal de Ileana y Aurel, así como de Misha Stoian, otro de los músicos de la orquesta. Misha entendía algo de inglés y, aprovechando que el temible Dumitru Verkin había bebido demasiado y relajado la vigilancia, logró salir del hotel y encontrar una cabina telefónica desde donde llamó a sus padres a Rumania. “No regreses, por favor, quédate donde estás. Están matando a los estudiantes en la plaza. ¡Por favor, no regreses!”, le suplicó su madre entre sollozos, “y diles a Ileana y Aurel que tampoco lo hagan. ¡Salvaos!”, clamó la pobre mujer antes de que la comunicación se cortara abruptamente.

Esa misma noche, gélida y sin luna, Ileana Radu, de veintiún años, Aurel Vasilescu, de veintitrés, y Misha Stoian, de veintiséis, cruzaron la frontera entre México y Estados Unidos y solicitaron asilo político. Llegaron al control fronterizo con lo puesto y mil rublos cada uno. De inmediato se convirtieron en la noticia del día, numerosos medios de comunicación quisieron entrevistarlos y algunas asociaciones de derechos civiles y colectivos cristianos se acercaron a ofrecerles ayuda. El porvenir de Dumitru Verkin se esfumó tan rápido como la resaca que siguió a la borrachera de esa fatídica noche.

Durante el par de semanas que duró la atención mediática, las “tres jóvenes promesas de la cultura rumana”, como habían sido bautizados por un periodista trasnochado, permanecieron juntas. Había una sólida amistad que ningún régimen podría romper. O eso creyeron. Misha no tardó en establecer contacto con un primo que vivía en Nueva York y logró sin mucho esfuerzo que la comunidad judía le ofreciera toda clase de apoyos para empezar una nueva vida tocando en una orquesta de Brooklyn. Los azules ojos de Ileana, la carnalidad de su boca y el mensaje de desamparo absoluto que irradiaba cada vez que cualquier diario o revista publicaba una imagen suya, provocaron una avalancha de propuestas de todo tipo, desde matrimoniales hasta pornográficas; ella sólo tenía que escoger la más conveniente. El pobre Aurel lo tuvo más complicado: no conocía a nadie en Estados Unidos, no pertenecía a ningún colectivo poderoso, no hablaba una palabra de inglés, su personalidad era bastante anodina y lo único que sabía hacer era tocar el violín que no pudo sacar del hotel. Un empresario muy cristiano le ofreció un trabajo mal pagado en una de sus cafeterías, sólo tenía que aprender a usar el lavaplatos y no abrir la boca. Durante varios meses vivió en el cuartucho que servía de bodega sin más compañía que decenas de cucarachas y ratones; se sentía preso y huérfano en aquel país que alardeaba de su democracia y libertad; incluso, llegó a barajar la absurda idea de regresar a Rumania. Un buen día, alguien le regaló un libro para aprender inglés, se hizo con un radio portátil y empezó a acudir a clases nocturnas. Le costó sangre, sudor y lágrimas entender la gramática inglesa y, sobre todo, el acento texano. “Hablan como si mascaran chicle”, se decía. De Misha no volvió a saber nada porque éste decidió borrar todo vestigio. De Ileana sabía demasiado y le dolía en el alma verla entrar y salir de su existencia. Cuando menos lo esperaba, o justo cuando estaba a punto de claudicar, Aurel recibía una carta suya, una llamada telefónica en mitad de la noche, alguna promesa de encontrarse pronto y, una vez, un sobre sellado que contenía un cheque por mil dólares. Ileana fue labrando su destino como modelo para una firma de lencería y un par de veces fue portada de una revista para caballeros. Ella aparecía y desaparecía como los cometas, sin arrepentirse jamás. Él no dejaba de sufrir.

 

La noticia vuelve a aparecer, justo al lado del artículo que describe cómo un virus puede detener la marcha del mundo.

La voz que anuncia el vuelo a Milán rompe el instante empañado por la nostalgia y Aurel levanta la mirada para descubrir que el junco eslavo ya no está. Por alguna extraña razón, decide buscar a esa mujer que ha despertado la memoria de otros tiempos. Recorre pasillos y salas de espera, entra y sale de varios Duty Free; verifica cada fila de viajeros, cada kiosco de periódicos y revistas. Pero no la encuentra. Desiste de perseguir la imagen improbable de la mujer que tanto amó al tiempo que escucha: “Última llamada al pasajero Aurel Vasilescu, en la sala de espera número 35… última llamada”. Siente una punzada en el pecho que le quita el aliento, ¿todavía,… después de tantos años?

Una vez ocupa su asiento en Business class, bajo la mirada reprobatoria del resto de los pasajeros, el avión inicia las maniobras y él se sume en un profundo sopor. El rostro de Ileana reaparece con mayor nitidez y de su boca perfecta surge una larga lengua, parecida a la de los camaleones, que lleva un papelito pegado en la punta: “El recuerdo es vecino del remordimiento”. Aurel se despierta de un sobresalto, está sudando y busca una bocanada de aire como si estuviese a punto de ahogarse. Lentamente recupera la respiración y decide distraerse conectando los auriculares a los canales de música. Jazz, R&B, clásica… busca y rebusca y no encuentra ninguna selección que le complazca. No soporta ver películas a través de la minúscula pantalla, mucho menos series viejas y cursis. Regresa al periódico plegado que se encuentra en el bolsillo del asiento anterior. La noticia vuelve a aparecer, justo al lado del artículo que describe cómo un virus puede detener la marcha del mundo. Decenas de miles de rumanos han vuelto a salir a las calles para manifestarse contra el gobierno: “Se estima que en la protesta de ayer participaron más de cien mil personas, muchas de ellas rumanos residentes en el extranjero que denunciaron la corrupción que impide que mejore la calidad de vida para poder regresar a su país”, indica el diario.

“Volver al país, ¿para qué? De verdad que se necesita valor”, susurra Aurel con tristeza. No le gusta pensar en el pasado. Han transcurrido treinta años desde que Ileana, Misha y él decidieran huir de Rumania y, en su caso, sepultar en un profundo pozo toda relación con el país y con su propia familia. Pocas, poquísimas cartas fluyeron a lo largo del tiempo. Las llamadas, entonces, eran impensables por lo caras que eran. Además, su familia no tenía teléfono y sólo podía utilizar el del vecino que era miembro del comité de vigilancia del edificio. Por aquel entonces, corría el rumor de que todos los aparatos estaban intervenidos así que, de ser cierto, el gobierno podría tomar represalias contra sus padres. La verdad, es que, por encima de todas las excusas, planeaba la rabia contenida. No quiso saber más del padre alcohólico y autoritario, ni de la madre sumisa y analfabeta, ni de su hermana pequeña… su hermanita, el ser humano más bello del mundo, y, por eso mismo, del que más se abusó en aquella familia disfuncional. A veces, cuando lee en los diarios la desarticulación de alguna banda que exporta mujeres rumanas y checas a los prostíbulos de España, piensa en Viorica. ¿Cómo estará, si es que todavía vive? ¿Cuál habrá sido su destino? ¿Por qué no pudo salvarla de aquel infierno? Hacía mucho tiempo que no pensaba en ella. El escalofrío reaparece con mayor intensidad acompañado de un ataque de tos. “Maldito aire acondicionado”, resopla.

Una azafata de ojos verdes y sonrisa de manual le pregunta si desea beber algo, “un whisky doble, con hielo”, le pide, sin siquiera un por favor. Los aromas de miel y humo, así como el inconfundible sabor a vainilla del Johnnie Walker Blue Label, le devuelven la calma. Mientras reclina el asiento y se cubre los hombros con la manta, Aurel reflexiona y piensa que, algún día, tendrá que afrontar la realidad que tanto teme. “Algún día…”, murmulla saboreando la bebida que le ayuda a anestesiar el dolor de su garganta. “Pero todavía no”. Sabe que lleva años postergando lo inevitable, pero aún no ha llegado el momento de enfrentar un regreso. Decide tomar un segundo Johnnie Walker; esta vez, solo. El alcohol calma su malestar y lo sume en un letargo delicioso del que le cuesta salir cuando el capitán de la nave anuncia el inminente aterrizaje.

 

Hace tres décadas que mantiene a su pasado en coma inducido. Se resiste a reanimarlo.

Al llegar a la suite que siempre reserva cuando se presenta en la capital de Lombardía, Aurel advierte una nota de nostalgia en su espíritu. No le gusta de compañera, desafina, desentona. Para despejar su mente y recuperar el tempo, decide iniciar el ritual: abre el estuche para que el Guarneri respire, lo acaricia con devoción y revisa que las cuatro cuerdas estén en su sitio. Acto seguido, lanza sus mocasines al otro lado de la estancia y repasa con deleite la mullida alfombra fabricada por la misma casa que sigue embelleciendo los salones de Versalles. Mientras se va desnudando rumbo a la sala de baño, se percata de que el ambiente que lo rodea contribuye a acentuar su aflicción. ¿Por qué tenía que haber leído el periódico? ¿Por qué tenía que aparecer el junco eslavo? ¿Por qué se le despertó la nostalgia? Odia sentirse atrapado por los recuerdos. Después de tantos años, a pesar de todos los esfuerzos por olvidar, sigue creyendo que las historias de otros tiempos lo acorralan. No siempre es así, pero de vez en cuando sucede. Se detiene en el último botón de la camisa y observa con detenimiento el menú degustación del día colocado sobre un chiffonier de caoba: raviolis de langosta, salmón salvaje marinado al eneldo, o el pichón con foie, sugerencia del chef Ramsay. ¿Cuándo iba él a pensar que podría rodearse de tanto lujo?

El jacuzzi rebosante de burbujas y un vaso de whisky no logran mitigar su penoso estado de ánimo y vuelve a recordar a Ileana, a Verioca y a sus padres. “Que Dios los ayude”, balbucea antes de abrir el segundo botellín de Chivas Regal. El olor a lavanda y la media luz esparcida en aquel rincón no impiden que el interruptor de su memoria se encienda y apague. Hace tres décadas que mantiene a su pasado en coma inducido. Se resiste a reanimarlo. Siempre ha creído que debe vivir el momento, que no necesita más, ¿para qué pensar en otros tiempos? Alza su vaso de cristal y la imagen de la luna del baño le devuelve el brindis. Un poco de anestesia etílica le ayudará a salir del trance. Él lo sabe, no es la primera vez que recurre al ilusionismo.

                                                                                                                       

Suena el timbre del teléfono, primero en la habitación y después en el aparato al lado del jacuzzi. El súbito rin rin lo saca de su media borrachera. No sabe si vale la pena contestar pero el rin rin insiste y lo pone de mal humor. Decide atender la llamada y escucha la voz agitada de su agente. “El concierto de mañana se ha cancelado y a partir de esta noche, toda la ciudad y la región se encuentran en estado de alarma. Hace unos minutos me llamó Adela Lissner, la secretaria del director artístico de La Scala, para pedirme que te informe inmediatamente. Las actuaciones se suspenden como medida de precaución y estamos a la espera de las disposiciones del gobierno. Estamos confinados, Aurel, tienes que quedarte en el hotel. Te llamo en cuanto consiga averiguar algo más”. El agente cuelga y él permanece con el auricular en la mano, en estado de shock. ¿Él, encerrado en una habitación hasta nuevo aviso? Si hay algo que no soporta es tener que convivir consigo mismo. Los demonios reaparecen, las imágenes lo asaltan, los recuerdos lo atormentan. Sólo espera, por amor de Dios, que esto pase rápido y pueda volver a casa lo antes posible. Una ligera aceleración del ritmo cardíaco lo sorprende. ¿Es que también se le ha despertado la ansiedad? Debe de ser el alcohol, intenta convencerse. Sale de la bañera, se pone el albornoz y entra en la estancia deseando que su Guarneri lo tranquilice. Ahí está, su amado violín reflejado en el gran espejo de marco dorado que preside el salón de la suite. Él siempre pide uno para mirarse mientras ensaya, más por egolatría que para cuidar la técnica.

El Guarneri, ¡ay!, su Guarneri. Alrededor de ese precioso instrumento, Aurel también ha creado todo un relato con tal de esconder la verdad, desde afirmar que ha pertenecido a su familia durante varias generaciones, hasta asegurar sin empacho que logró salvarlo de las garras del comunismo sorteando la férrea vigilancia de los guardias de Ceauşescu, incluso poniendo en riesgo su propia vida. Imaginación no le ha faltado. “Pero la hazaña no fue tan épica como la has contado, ¿cierto?”, parece advertirle la figura reflejada en aquel otro espejo. Escoge un mullido sillón, toma el instrumento y se sienta ovillado abrazándolo como lo hacía de pequeño con su juguete favorito, un oso de peluche que su abuela le había comprado en Alemania Occidental. Al padre nunca le gustó, no sólo le parecía un objeto ideal para niñas, sino una herramienta más de enajenación del capitalismo. Aurel no tendría más de cinco años, su hermana todavía no había nacido, y él solía abrazarse a la calidez del muñeco cada vez que el padre llegaba borracho y empezaba a lanzar gritos por toda la casa llamando a la madre para que le preparara la cena. Entonces, se escondía en el cobertizo donde se alojaban las gallinas y desde ahí escuchaba cómo la ira iba creciendo hasta estallar en maldiciones, bofetones y patadas. Mientras su madre resistía, él apretaba su osito, cerraba los ojos y deseaba que el padre desapareciera del mundo para siempre. El juguete sobrevivió a toda su niñez, supo esconderlo fuera de la vista de los adultos y, por las noches, cuando el frío arreciaba, o cuando la violencia resurgía, lo recuperaba ciñéndolo con fuerza. Fue la única sensación de calidez que tuvo en su vida. El oso de peluche y, claro está, el cuerpo de Ileana. Pero, sobre todas las cosas, la música lo salvó de la miseria moral de su familia. La bendita música…

 

El teléfono vuelve a sonar. Es otra vez su agente: “Aurel, lo siento. Milán está absolutamente cerrado a cal y canto. No podemos salir y nadie sabe hasta cuándo, ni siquiera puedo ir a verte. He llamado al hotel y, de momento, mantendrán los servicios a los huéspedes como tú. Estate tranquilo. Ánimo y, por favor, no te preocupes. Te seguiré llamando”, Aurel no contesta. En otras circunstancias, piensa, podría hacer sus ejercicios de estiramiento, afinar el violín, o estudiar la Chacona de la Partita Nº 2 de Bach, esa pieza que tanto se le resiste y tanta melancolía le produce… pero ahora es incapaz de moverse. Una inercia extraña lo amarra al sillón. Lo ata. ¿Podrá sobrevivir a la avalancha de antiguas historias que se ha desencadenado a raíz de la inesperada visión de un junco eslavo, de la noticia lejana de un país al que ya no pertenece? Solo, recluido, sin contacto con otro ser humano, ¿acabará volviéndose loco? Sus ojos se pasean por el mural pintado en el techo, las paredes forradas de seda, los tulipanes recién cortados de la habitación que será su cárcel durante no sabe cuánto tiempo hasta que, de repente, se topa con la mirada del espejo que le pide seguir con la historia del violín. Ahora tendrá que bucear dentro de sí, aunque le dé miedo y vergüenza.

Ha tardado treinta años en construir una leyenda sobre las cenizas de lo que fueron sus cimientos; tres décadas de mentiras, de ficción.

En los años más difíciles de su recién estrenada vida en Estados Unidos, cuando otro de sus míseros trabajos fue limpiar los baños de la Escuela de Música de Massachusetts, Aurel tuvo la inmensa fortuna de “rescatar”, sí, eso es, res-ca-tar, re-cu-pe-rar el Guarneri. El instrumento pertenecía a un famoso músico rumano que había huido a Estados Unidos poco antes de la caída de los Ceauşescu. La suerte quiso que se topara accidentalmente con él en el albergue para indigentes donde ambos dormían. A pesar de su mísero aspecto, lo reconoció enseguida por su mirada desconfiada y por llevar pegado al cuerpo, como una lapa, el estuche del violín. Un ajado, viejo y sucio estuche de cuero, indigno de la joya que albergaba. Aquel hombre había sido el favorito del régimen y solía frecuentar el Palacio de Primavera para entretener a los invitados que se maravillaban con la decoración pomposa y dorada de sus ochenta habitaciones. Por aquel entonces, se rumoreaba que era amante de la irascible Elena y que ella misma le había regalado el Guarneri una noche en que su marido se entretenía en la sala de cine viendo un capítulo de Kojak, su serie favorita, mientras ellos descorchaban botellas de champán en la otra ala del palacete. Re-cu-pe-rar, res-ca-tar el violín no fue difícil, teniendo en cuenta que las tres botellas de bourbon proporcionadas cortésmente por Aurel y la avanzada cirrosis hepática del viejo hicieron más de la mitad del trabajo. Él necesitaba ganarse la vida, ¡joder!, y lo suyo no era limpiar baños sino tocar un violín, aunque fuera en el metro, en la esquina de un parque, a la salida de los grandes almacenes. Así fue como, un buen día, un cazador de talentos lo descubrió, lo presentó en la televisión y le labró una efímera fama que le sirvió para marcharse a Canadá y conseguir trabajo en la orquesta del Cirque du Soleil. Cuando la compañía visitó Europa, Aurel decidió quedarse en Londres. A partir de entonces, ha tardado treinta años en construir una leyenda sobre las cenizas de lo que fueron sus cimientos; tres décadas de mentiras, de ficción. También de duro trabajo perfeccionando su técnica, interpretando como nadie los conciertos más difíciles, viviendo sólo para él y para nadie más. Pero los recuerdos, anestesiados desde hace un largo tiempo, fluyen ahora como el agua.

 

“El recuerdo es vecino del remordimiento”. No. No es la lengua camaleónica de Ileana, es Víctor Hugo y sus frases demoledoras, ¡idiota!, le escupe a la cara la figura distorsionada que ahora lo observa y no lo pierde de vista. Lentamente se levanta del sillón sin apartarle los ojos y enciende la pantalla del televisor. Cambia de canal, de la CNN a la RAI1, de la DW a la BBC, de France3 a Al Jazeera… todas hablan de lo mismo. “El gobierno italiano ha decretado el aislamiento de dieciséis millones de personas en el norte del país a causa de un nuevo virus. Están prohibidas las entradas y salidas en Lombardía y otras catorce provincias. Las fuerzas de seguridad vigilarán que se cumplan las reglas de confinamiento y circulación, las más restrictivas desde la Segunda Guerra Mundial”, anuncian hombres y mujeres en distintos idiomas.

Igual que sus mocasines, el control del televisor va a parar al otro lado de la habitación y el silencio se vuelve a imponer. “La música es el único medio de supervivencia frente al caos”, así rezaba la conferencia que pronunció hace un año sobre la función curativa de la ópera. Pero ni Claudio Monteverdi ni Albinoni ni Scarlatti logran tranquilizarlo. En un último intento, quiere recordar el aria que más le gusta de Griselda, pero ni el mismo Vivaldi puede ayudar a mitigar su creciente angustia.

La imagen cada vez más retorcida del espejo no lo deja en paz ni un segundo. ¿Qué es lo que se mueve a través del cristal bruñido? Un sinfín de figuras etéreas parecen reflejarse, personajes que han sucumbido a otras pestes. Tuberculosis, oleadas de cólera, hombres y mujeres que mueren entre horribles toses y esputos sanguinolentos, pestilentes bubones negros que estallan. Escenas de tristeza y abandono. Cuarentenas inacabadas.

 

“El recuerdo es vecino del remordimiento”, le repite una voz. Y Aurel, sin saber todavía que le quedan noventa días de inquietante soledad, emprende un viaje sin retorno a la raíz de sus recuerdos.

Laura Martínez Alarcón
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