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Quebrada Arenas

martes 15 de septiembre de 2020
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Las primeras bandas de lluvia del huracán María comenzaron desde la noche anterior a que azotara la tormenta. Juan Celedonio Méndez se asomó por la puerta de su casa de madera, que estaba justo al lado de una pequeña quebrada. En la densa oscuridad podía ver que las ramas de los árboles se movían al vaivén de los vientos. Un poco más abajo estaba la casa de sus vecinos, Junior y Melisa, de la que podía ver que emanaba la tenue luz de una linterna de baterías.

—Aquí pasaré esa tormenta —le había dicho Juan a Junior, cuando éste le fue a preguntar qué iba a hacer para el temporal—. Irma vino, y esto aguantó. Yo pasé el Hugo y el Georges en otra casa más abajo, y tampoco pasó ná’h —siguió diciéndole don Juan. Se sentó y comenzó a escuchar la radio de baterías, que daba las últimas noticias sobre el paso del temible temporal.

Hacía varios años que Juan, un fuerte y tozudo septuagenario, vivía en esa casa en el sector San José del barrio Quebrada Arenas de San Lorenzo, desde que enviudó unos cuantos años antes. No era fea la casa; de color amarillo canario y rodeada de árboles, en realidad era fresca. Su techo de zinc y madera completaba su rústica arquitectura. Su interior era sencillo, así como sus muebles. Sus hijos vivían en los Estados Unidos. Su única familia inmediata era su sobrina, que residía en el área metropolitana de San Juan.

Se quedó pendiente, mirando hacia la casa de Juan, mientras su esposa dormía. Afuera rugía ruidoso el temporal.

El día antes de la tormenta, Junior se acercó a la casa de Juan.

—Don Juan, este huracán va a ser malo, dicen las noticias —le dijo—. Venga con nosotros —le aconsejó.

Juan no quiso irse con el joven matrimonio.

—No te apures, aquí voy a estar bien —le contestó Juan—. Dale mis saludos a Maritza.

—Melissa, don Juan —le corrigió Junior.

—Es que la confundo con mi sobrina.

Junior y Melissa eran del mismo barrio, aunque del sector Los Serrano, que era más arriba. No llevaban mucho tiempo viviendo en la casa, pequeña y modesta, hecha de bloques de concreto, con un pequeño balcón. Al igual que don Juan, Junior y Melissa la alquilaban al mismo casero; tampoco llevaban mucho tiempo de casados. Junior, de aspecto juvenil y corpulento, era trabajador de construcción; Melissa pintaba uñas en un salón de estilismo que había cerca de la iglesia del barrio. A veces Melissa o Junior se encontraban con don Juan en el camino, cuando Juan venía de buscar la correspondencia del buzón, o cuando venía de hacer su compra del pequeño supermercado que estaba al lado del beauty. A veces Melissa le llevaba sopas a don Juan, lo cual agradecía. Más allá de eso, cada cual vivía en su casa.

Junior no insistió mucho. De cualquier forma, pensó que al menos tenía la casa bastante cerca, y podía ir a donde Juan de un brinco en cualquier momento, en caso de que la tormenta se pusiera fea. Además, don Juan tenía un teléfono celular de los que brindaba el gobierno a los recipientes del Seguro Social, y podía llamarle y saber que estaba bien. Ya entrada la noche, cuando se interrumpió el servicio de energía eléctrica, prendió una linterna y se quedó pendiente, mirando hacia la casa de Juan, mientras su esposa dormía. Afuera rugía ruidoso el temporal, cuya ferocidad cada vez se hacía más manifiesta, mientras silbaba entre las ramas de los árboles.

Al amanecer, los vientos soplaban con fuerza huracanada. Los árboles ya no resistían los vientos; desprovistos de hojas y follaje, muchos de ellos eran doblados de raíz por la fuerza colosal de los vientos. La lluvia era intensa. Junior se asomaba por la ventana, y veía que la casa de Juan permanecía cerrada, pero en su lugar. Pero no bien pasó una hora, y los vientos soplaban ya con una intensidad descomunal; fue entonces que Junior sintió un ruido como golpes sobre madera. Se asomó por la ventana; era el techo de la casa de Juan, que ya cedía a los vientos. Los paneles de zinc se iban uno a uno en secuencia; mientras, la pequeña quebrada era una cascada monumental de agua colorada, que arrastraba piedras y ramas a su paso. Entonces vio cómo el viento sacó de su sitio la puerta, empujándola con una fuerza sobrenatural hacia el interior de la casa. Junior no lo pensó dos veces.

—¡Melissa, hay que sacar a don Juan de la casa! —le gritó con desesperación.

—Junior, no se puede salir —le ripostó su esposa—. ¡El viento está demasia’o!

—¡Tengo que hacerlo, la casa se está cayendo!

—¡Ten cuidado! —le imploró Melissa.

Junior aprovechó la calma del paso del ojo del huracán para salir. Rápidamente se acercó a la casa. Aterrado, Junior llamó a Juan a gritos, sin respuesta alguna. Entró a la casa. Cerca de donde estaba la puerta sobre el piso, yacía don Juan, inmóvil y semiconsciente, con lo que aparentaba una fuerte contusión en la frente. Lo agarró fuertemente, le levantó y le sacó de la casa. Juan balbuceaba algunas palabras.

—¡Tranquilo, don Juan! —le contestaba Junior—. ¡Vamos, levántese!

Don Juan trató de levantarse, pero resbalaba en el agua, que entraba a chorros por toda la casa. Casi arrastrándolo, con ímpetu lo llevó Junior a la suya, cuando los vientos comenzaron a azotar en la dirección contraria con mucha más fuerza. Entonces vio cómo un golpe de agua se llevó lo que quedaba de la casa de Juan. En el balcón de la casa, Juan desfalleció. Era imperativo llevarle al hospital.

—¡Melissa, llama a la ambulancia, Juan está como ido! —gritaba Junior a su joven esposa.

—¡Junior, nadie contesta las líneas! —gritaba nerviosa la joven mientras sostenía el aparato celular cerca de su oído.

—¡Yo le llevo entonces! Voy a esperar que baje un poco el viento y arranco.

Se llama Juan Celedonio Méndez, lo rescaté de su casa. Parece que le cayó una puerta encima, y por eso está como que inconsciente.

Apenas los vientos comenzaron a amainar cuando Junior, a duras penas, montó a Juan en su automóvil, pero no pudo ir muy lejos. Ya por la carretera principal el paso estaba obstruido por escombros y árboles caídos. Junior comenzó a llamar a la línea de emergencia. Luego de varios intentos, finalmente un operador le contestó, y transfirió la llamada a los bomberos de San Lorenzo, quienes fueron los únicos que pudieron llegar a donde estaba Junior. Mientras uno de los bomberos montaba a Juan en el camión, el otro le inquiría a Junior por los datos básicos del hombre.

—Se llama Juan Celedonio Méndez, lo rescaté de su casa. Parece que le cayó una puerta encima, y por eso está como que inconsciente. No tengo más ninguna identificación de él —le explicó al bombero que le prestaba atención.

—No se preocupe, vamos a llevarlo a HIMA en Caguas. ¿De dónde me dijo que era? —le preguntó a Junior.

—De Quebrada Arenas —le respondió.

De inmediato, los bomberos se montaron en el camión con Juan; cuando Junior volvió a su automóvil, descubrió que el celular de Juan estaba adentro. Instintivamente agarró el celular para llevarlo hacia el camión de bombas, pero éste ya había arrancado. Todavía estaba lloviendo copiosamente, aunque los vientos ya no eran tan intensos. Junior se regresó a su casa.

—Melisa, a Juan se lo llevaron al hospital de Caguas, pero se quedó su celular en el carro —le dijo a su esposa cuando entró.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Melissa.

—Tan pronto pueda, voy a HIMA. Allá fue que llevaron a don Juan.

Al día siguiente, Junior se dirigió a Caguas para buscar a Juan. Primero tuvo que tomar gasolina. Tuvo la inmensa suerte de ser uno de los primeros treinta autos en turno. A los cinco minutos, Junior miró hacia atrás, y ya la fila para esperar turno para el combustible se extendía por más de dos kilómetros carretera arriba.

Luego de esperar cerca de dos horas por su turno, pudo echarle veinte dólares de gasolina; con ese monto, siguió su viaje. Con suma dificultad, Junior pudo evadir las numerosas obstrucciones en el camino, incluyendo un inmenso árbol que había caído sobre la carretera hacia el expreso, y luego sobre el expreso, los innumerables postes de energía eléctrica, muchos de cemento, que los vientos habían partido como si fueran palillos de dientes. Mientras lo hacía, escuchaba la radio. Escuchaba que radioyentes hablaban con desespero, tratando de localizar a sus seres queridos, llamando de todas partes del mundo.

—Me llamo Maritza Méndez, vivo en San Juan. No he podido conseguir a mi tío, Juan Celedonio Méndez, vive en San Lorenzo —decía con una voz de desespero.

Junior prestó atención. Se alineó al margen del expreso, sobre el carril de emergencia.

—¿En qué sitio de San Lorenzo? —preguntó el locutor.

—En el sector San José del barrio Quebrada Arenas, señor.

—Pues adelante, envíe su mensaje, a lo mejor está escuchando la radio —respondió el locutor.

—Por favor, tío, si estás escuchando, comunícate conmigo. Quiero saber si estás bien. Comunícate conmigo, al teléfono de mi casa —mientras brindaba su teléfono al aire, Junior lo anotaba en su mano con un bolígrafo que tenía.

Trató de usar el celular de don Juan, pero no conseguía comunicación. La pantalla leía “sin servicio”. Tomó el suyo, con igual resultado. Encendió su carro, y prosiguió su marcha. Más adelante pudo ver un carro patrulla de la policía que estaba detenido. Junior se detuvo y se alineó justo detrás de la patrulla. Salió de su carro, y se acercó al conductor del carro patrulla.

—Oficial, tengo que llamar con urgencia a este número de teléfono, pero no consigo señal. ¿Sería posible que pudiera usar su teléfono?

—Cómo no, no hay problema. Dele —el policía le ofreció su teléfono.

Junior marcó. De repente, la llamada entró. Sonaba el timbre en el auricular. De repente, alguien contestó.

—¿Aló? ¿Quién es? —preguntó una voz de mujer.

—Soy José Ramos, soy vecino de don Juan Méndez. Ayer lo saqué de su casa, que la tumbó la tormenta, y los bomberos le llevaron al hospital. Tengo entendido que está en HIMA en Caguas.

Un grito y luego suspiros fue lo que escuchó Junior.

—¡Voy de camino! —exclamó la mujer.

Busco a Juan Celedonio Méndez, que ayer lo trajeron los bomberos de San Lorenzo.

—Nos encontraremos en la sala de emergencia. Tengo una camisa roja, con un pantalón azul.

Junior le devolvió el celular al policía, mientras le daba las gracias. Se montó de nuevo en su carro, y se dirigió al hospital.

Mientras caminaba hacia la sala de emergencias, a su lado ensordecedoramente estaba encendida la planta eléctrica. Al entrar a la sala de emergencias del hospital, su interior estaba tenuemente iluminado, mientras que veía que algunos pasillos estaban completamente oscuros. Apenas se sentía el frío de los acondicionadores de aire. Junior se asomó a la ventanilla de recepción.

—Busco a Juan Celedonio Méndez, que ayer lo trajeron los bomberos de San Lorenzo.

La recepcionista miró su listado con la luz de una linterna.

—No lo veo —le dijo.

—Busque bien, porque los bomberos me aseguraron que le trajeron aquí —respondió Junior.

—¿De dónde me dijo que era? —preguntó la recepcionista.

—De mi barrio, Quebrada Arenas de San Lorenzo —respondió.

—¿Quebrada Arenas, dijo usted? —le preguntó la recepcionista mientras leía la lista.

—Sí, por supuesto.

—Tuve aquí en emergencia un Juan C. Méndez de un barrio Quebrada Arenas que le trajeron ayer con el huracán, pero verifique en la sala de espera. Aquí dice que falleció. Lo siento mucho.

—¡Ay bendito! —exclamó Junior con incredulidad—. ¡No puede ser! ¿Cuándo murió? —preguntó.

—Pues aquí no dice. Mire a ver, pregunte allá a la enfermera.

Junior se sentó cabizbajo en la sala de espera. Había varios pacientes con sus familiares mientras esperaban su turno. Una mujer, algo desaliñada y con evidente sobrepeso, hablaba con desespero a la enfermera.

—Miss, mi esposo necesita diálisis. El centro donde iba está cerrado y no sé a dónde más ir.

—Señora, cálmese, hacemos lo que podemos. Espere ahí sentada, en lo que vemos qué se puede hacer, tenemos algunos así aquí.

Junior fijó su mirada en un punto de la losa del piso. Esperó un buen rato, cuando sintió que le tocaban en el hombro.

—¿Es usted José Ramos de San Lorenzo? —le preguntó la dama.

—Sí, soy. ¿Y usted es quién? —le preguntó de vuelta Junior.

—Soy la sobrina de Juan, Maritza Méndez.

Junior observó por un momento a la sobrina.

—Doña Maritza, estoy esperando por una enfermera. Por favor, no se me agite, pero parece que don Juan murió.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. Un gemido se escapó de su garganta. “¡Ay no, no puede ser!”, repetía la mujer una y otra vez para sí, mientras se abatía sobre una de las sillas de la sala de espera.

Junior se dirigió hacia el mostrador de la sala de espera de emergencia, donde vio a una de las enfermeras. Allí le importunó.

—Miss, estoy buscando a Juan Méndez del barrio Quebrada Arenas de San Lorenzo.

—¿Es usted algún familiar cercano?

—Sí, soy un sobrino —le mintió Junior con seguridad.

—Mire, el señor murió anoche en la sala de operaciones. Está en una morgue improvisada que tenemos aquí afuera del hospital, porque Forense no nos está aceptando cadáveres, y nuestra morgue está llena.

—¿Podemos pasar a verlo?

Tuvimos que mandarlos a traer ayer en la tarde, porque no damos abasto para los cadáveres. Mucha gente ha muerto con esto del huracán, ¿sabe?

—Está bien, si es para identificarlo. Acompáñenme.

Junior llamó a la sobrina. Ella se le acercó.

—Vamos a ver al tío —le dijo.

Ambos siguieron a la enfermera. Ésta salió del edificio, y los llevó al contenedor de arrastre, un tráiler o furgón que le llaman. En el área Junior observó como tres, colocados uno al lado del otro.

—Tuvimos que mandarlos a traer ayer en la tarde, porque no damos abasto para los cadáveres. Mucha gente ha muerto con esto del huracán, ¿sabe? —les comentaba la enfermera tan pronto se acercó al tercero que estaba a la derecha.

Abrió una de las puertas. Un hedor a carne en descomposición salió de inmediato.

—Tengan —les dijo la enfermera mientras les ofrecía un paño humedecido con cloroformo—. Tal vez esto pueda ayudar.

Dentro del contenedor, envueltos en sábanas blancas, yacían más de una veintena de cadáveres. De éstos, sólo sobresalían los pies desnudos, uno de los cuales, en el dedo gordo izquierdo, tenía una etiqueta de identificación preliminar. En ella decía “Juan C. Méndez, barrio Quebrada Arenas, SJ”. No decía más nada.

—¿Por qué tienen estos cadáveres aquí? —preguntó Junior.

—Como le dije, no los está aceptando Ciencias Forenses, porque tienen demasiados muertos y no tenemos espacio adicional en el hospital. Imagínese, tuvimos que mandar a buscar corriendo estos furgones. Aquí nada más tengo como veinticuatro muertos. Como no tenemos teléfono, tampoco hemos podido contactar a los familiares, y por eso los tenemos aquí.

La sobrina levantó la sábana, revelando el rostro del cadáver.

—No, no es él —dijo Junior mirando a la enfermera.

—Aquí dice barrio Quebrada Arenas —le dijo la enfermera.

—Sí, pero dice SJ. Debe ser de San Juan. No es de San Lorenzo —dijo Junior mientras observaba detenidamente la etiqueta.

—¿Seguro que lo trajeron a este hospital? —preguntó la enfermera a Junior.

—Eso fue lo que me dijeron los bomberos.

—Pues chequee bien con ellos. Aquí trajeron a muchos después de la tormenta, y se nos han muerto unos cuantos porque no tenemos electricidad, y la planta se nos ha quedado sin diésel ya en dos ocasiones, y no hay diésel. Una amiga que vive en Hato Rey me dijo que el diésel se lo están dando a los bancos para que alumbren los edificios; a nosotros, que nos parta un rayo. Para que venga el camión con diésel, se necesita bastante.

Confundidos, salieron del hospital. Junior se puso pensativo.

—Maritza, vamos al parque de bombas del pueblo de San Lorenzo. Allí deben saber qué pasó.

Dejaron el carro de la sobrina en el estacionamiento del hospital y, con dificultad, se dirigieron al pueblo de San Lorenzo. Llegado a la estación de los bomberos, Junior llamó a uno de ellos.

—Mire, mi nombre es José Ramos. Ayer en la tormenta, ustedes se llevaron a Juan Celedonio Méndez al hospital HIMA en Caguas. De allí venimos y no está.

—¡Ah, usted es el del señor que recogimos en el camino! —exclamó uno de los bomberos—. No lo pudimos llevar a HIMA porque no se podía pasar. A donde pudimos ir fue al hospital Ryder de Humacao. Allá lo dejamos, casi sin conocimiento, pero se lo llevaron rápido a sala de emergencia. Lo atendieron rápido. Pero le aconsejo que esperen a mañana, porque todavía no se puede pasar, ya va a anochecer, y hay toque de queda —aconsejó el bombero.

Junior miró a la sobrina.

Era una operación sencilla, y se supone que no habría problemas. Pero a la planta se le acabó el diésel, y nos quedamos sin luz mientras lo operaban.

—Doña Maritza, ya se está haciendo tarde. Puede quedarse con nosotros en casa, hay paso hasta nuestro barrio, y mañana podemos ir a Humacao. Tenemos un poco de agua en la cisterna, no va a haber problemas. Yo le llevo a buscar su carro en HIMA en Caguas después que sepamos de su tío —le dijo Juan. La sobrina asintió con la cabeza.

—Tengo tanto qué agradecerle. No tiene una idea de lo mucho que me ha ayudado.

—No se preocupe, que en este mismo bote estamos todos juntos.

En la casa, Melissa preparó una cama improvisada en la sala para Maritza, a la luz de unas velas. Maritza tomó una linterna y alumbró hacia donde estaba la casa de su tío. Cuando vio las ruinas, dejó escapar un callado sollozo. Melissa la abrazó y la llevó a la sala. Con la densa oscuridad, el sueño les venció a todos.

El alba hizo levantar a la familia de Quebrada Arenas. Luego de tomar un poco de café que Melissa coló en una estufa de gas que tenían en la cocina, Junior y la sobrina emprendieron el camino a Humacao, llenos de ansiedad y desesperación. Con mucha dificultad por las condiciones del expreso, y evitando las áreas inundadas, llegaron a Humacao, al hospital Ryder. Fueron de inmediato a la sala de emergencia, donde se acercaron al mostrador.

—Miss, estamos buscando a Juan Celedonio Méndez, de San Lorenzo. Los bomberos de San Lorenzo nos dijeron que lo trajeron aquí.

—¡Ah, ese fue el señor que trajeron los bomberos el día del temporal! —respondió la enfermera. De inmediato se puso seria—. Lo lamento mucho, el señor murió.

—¡Ay, no! —gimió en alto la sobrina—. ¡No, no!

—Señora, el señor vino semiconsciente, con una contusión en la cabeza. Sabíamos su nombre, y de dónde era, porque los bomberos nos lo dijeron. Acá le estabilizamos, pero la contusión era fuerte. Aquí había un cirujano que de casualidad estaba de turno, lo examinó, y se lo llevó a sala para operarle y aliviarle la presión de la contusión y lograr que cobrara conciencia plena. Era una operación sencilla, y se supone que no habría problemas. Pero a la planta se le acabó el diésel, y nos quedamos sin luz mientras lo operaban. Allí murió. Fue terrible. Lo siento. No sabíamos a quiénes contactar. ¿Es usted un familiar del señor? —le preguntó la enfermera a la mujer.

—Sí, soy su sobrina.

—Venga conmigo —le dijo la enfermera mientras abría la puerta hacia el interior de la sala de emergencia. La sobrina, desanimada y dejando escapar un largo suspiro, le siguió. Mientras se alejaban, Junior alcanzó a escuchar a la enfermera cuando le decía a la sobrina—. Se nos han muerto más de veinte pacientes con esto del huracán. La morgue de nosotros no da abasto, y Ciencias Forenses está repleto.

—Eso mismo nos dijeron en HIMA. Yo vi como tres furgones llenos de cadáveres —comentó Junior, mientras observaba que Maritza se alejaba junto con la enfermera.

Junior prefirió quedarse en la sala de espera. Allí tenían una radio de baterías, porque era todo lo que podían encender. La sala de espera estaba alumbrada con una sola bombilla que debía su energía a la planta que alimentaba al hospital. En la radio, un locutor denunciaba lo que entendía era un escándalo. Los edificios en la zona bancaria de San Juan, que estaban vacíos, tenían suministro regular de diésel para sus plantas para que las luces alumbren el exterior de los edificios, pero no había diésel para Centro Médico ni para muchos hospitales en la isla. El locutor increpó a uno de los portavoces del gobierno, y le cuestionó por qué era eso. El funcionario, luego de balbucear, lo negó.

—Estamos dando prioridad para dar energía eléctrica a los hospitales.

De repente, hubo otro apagón, y toda la sala quedó a oscuras. Junior vio cuando una de las enfermeras salió de la sala de atenciones con una luz de su móvil, y se acercó a una compañera.

—Perdimos a dos más con este bajón—le comentó a la otra enfermera—. A este paso, vamos a tener que mandar a pedir otro tráiler pa’ los muertos.

Junior se levantó de la silla. Fue al carro. Encendió la radio. Allí alcanzó a escuchar, de la boca del gobernador: “Gracias a Dios, las muertes por el huracán María fueron mínimas. Estamos dando prioridad para dar energía eléctrica a los hospitales. Vamos a salir de esta emergencia más fuertes y mejores que nunca. Puerto Rico se levanta”.

Junior miró alrededor. Lo que se levantaba era la sonora cacofonía de innumerables plantas de emergencia ronroneando al unísono.

Él bajó la cabeza y, con una rabia profunda, comenzó a llorar.

Sobrevivimos la tormenta, pero ¿sobrevivimos nuestra realidad, nuestro desastre que se ha convertido en uno cotidiano?

Esta fue la historia que me hizo doña Melissa Alicea, la esposa de José “Junior” Ramos, cuando vino a solicitarme que le sirviera de notario para un afidávit de asistencia de desastre que ella estaba haciendo a la FEMA. Estaba sumamente indignada cuando estaba leyendo una entrada en las redes sociales sobre uno de los estudios hechos para contar los muertos de María. “Fueron miles y miles”, insistía.

—Es terrible —me decía finalmente doña Melissa con tristeza—. Junior todavía está en terapia, porque se afectó mucho con la tormenta. Estoy haciendo esto porque tal vez con los chavos de la FEMA nos vamos de aquí. Tal vez en Nueva Jersey, donde tengo unas primas que viven allá, a Junior le puedan atender mejor.

Yo no podía sino asentir con la cabeza. Sobrevivimos la tormenta, pero ¿sobrevivimos nuestra realidad, nuestro desastre que se ha convertido en uno cotidiano? Quisiera pensar lo contrario. Levanté la mirada, y la fijé en lontananza. Pero cuando yo miraba por la ventana, ella fijaba la suya en mí, como esperando respuesta a su dilema. Yo no podía pensar otra cosa. Salir y vivir, estar y sobrevivir, o sencillamente morir. En nuestro país, así nos ponen las opciones.

José Luis Ramírez de León
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