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Un espíritu libre

viernes 2 de octubre de 2020
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A Yurimia Boscán

Es bien conocido que un hombre puede sufrir una completa transformación producida por una experiencia traumática. Dicen que Nerón, antes de ser emperador, era un joven pacífico y bondadoso que soñaba con ser actor de comedias; Iván el Terrible, en su niñez, era un inofensivo amante de las aves, hasta que fue recluido en el Kremlin, humillado y obligado a vivir en la miseria; José Tomás Boves, tristemente memorable en la historia de Venezuela debido a sus brutales masacres de blancos criollos, era un apacible vendedor de pulpería antes de que asesinaran a su esposa e hijo al estallar la Guerra de Independencia. Pues bien, algo parecido me ha ocurrido a mí, con la diferencia de que yo siempre seré un anónimo y de que no me he convertido en emperador ni en un psicópata genocida, sino en algo más inhumano e intolerable aún.

Me exasperó su fingimiento de que no había logrado oírme, pero como no quería avivar una discusión estéril, hice un gesto de despedida y seguí adelante.

El hecho ocurrió el 13 de abril del 2015, en Caracas. El gobierno nacional pretendía hacer de la fecha una conmemoración patria, razón por la que se habían organizado varias concentraciones oficialistas en distintos puntos de la ciudad. Yo, que vivía inmerso en mis libros de literatura fantástica y uno que otro título de filosofía platónica, apenas me interesaba por la realidad inmediata, de modo que me enteré de los eventos cuando ya estaba atrapado en ellos. Serían las dos de la tarde cuando atravesaba la plaza Bolívar, en mi camino hacia la plaza Andrés Eloy Blanco, con la intención de ubicar a un amigo librero a quien le había encargado el cuento “Josefina la cantora o El pueblo de los ratones”, de Kafka, cuando, entre la muchedumbre alborotada y vestida de rojo, un colega lector me interceptó.

—¡Épale, compadre! —me saludó—. ¡Qué bueno verte por aquí! ¿Dónde está tu franela roja?

—¿Cómo estás, Julián? —respondí, con un afectuoso abrazo—. Ninguna franela roja. Sólo estoy aquí por casualidad.

—Bueno —replicó, agitando un vasito de cocuy—, mientras no uses una prenda azul, no hay problema. Esa camisa gris que llevas puesta se te ve bien.

—Los rojos, los azules… Los dos son iguales para mí —repuse, sintiéndome fastidiado.

—¿¡Pero cómo puedes decir eso!? —vociferó, y su voz se alzó por encima del sonido de las grandes cornetas dispersas por toda la plaza, que vomitaban discursos de Fidel Castro—. A los azules nunca les ha interesado la gente, sino el poder. Es gracias a este gobierno rojo que tú puedes comprar libros, ¿cierto o falso? —y apuró el vasito de cocuy—. Dime, ¿cuándo se habían vendido libros tan baratos en este país?

—Son asequibles los que les sirven a los rojos para promover su ideología —dije, alzando la voz a mi vez—. Mientras regalan Los miserables, de Víctor Hugo, las obras de Orwell apenas se ven en alguna librería, y a precios exorbitantes.

—¿Qué dices tú, amigo mío?

Me exasperó su fingimiento de que no había logrado oírme, pero como no quería avivar una discusión estéril, hice un gesto de despedida y seguí adelante.

Un sol pálido se hallaba muy alto en el cielo, la atmósfera caldeada de la plaza era ensordecedora. Me abrí paso entre el gentío, con mucha dificultad. Caminé por la avenida Norte 2 y al fin llegué a mi destino. El señor Víctor, mi librero, estaba allí recogiendo sus cosas. Consciente de que es un hombre de pocas palabras, le hablé yendo al grano.

—Y bien, ¿cuánto te debo por el libro del genio checo?

—Olvídate de Kafka —me respondió sin mirarme, mientras metía varios ejemplares, viejos y nuevos, en un morral de cuero—. Si quieres leer filosofía, conténtate con Marx; es lo único que se consigue ahora.

—Esto sí que es grave —comenté—. Sin embargo, Marx es un gran filósofo.

Víctor no me contestó. De hecho, no estoy seguro de que llegara a oírme, pues metió sus últimos libros en el morral sin decirme nada más. Luego, me dio la espalda y se alejó caminando entre la multitud. ¡Viejo descortés!, pensé, extrañado; si algo le había distinguido siempre era su buena educación. Aquella era la primera vez que me ignoraba resueltamente.

Empezaba a hastiarme de perder el tiempo, de modo que decidí dirigirme al este de la urbe, donde seguramente encontraría algún título kafkiano. Caminé hasta la avenida Urdaneta con la esperanza de abordar una camionetica, pero al llegar noté que el paso vehicular estaba bloqueado por otra agitada muchedumbre roja. Sin embargo, algunos motorizados lograban deslizarse a través de los escasos espacios vacíos como si fuesen potros fatigados y extraviados en la civilización. Uno de esos sujetos iba a bordo de una moto Vespa, luciendo un suéter azul, e iba acompañado de una mujer de blusa y gorra azules. ¡Ellos dos deben de ir hacia Chacao!, pensé enseguida. Avancé rápidamente hasta ellos y arriesgué unas palabras:

—¡Mi pana, ¿me puedes dar la cola hasta Sabana Grande?!

—¡Claro que sí, brother! —respondió el piloto enseguida—. ¡Súbete!

Un perro famélico vagaba por una acera mordisqueando una boina roja.

La mujer se juntó cuanto pudo al hombre y yo me senté en el pequeño espacio libre del asiento trasero. Rodamos con lentitud unos metros hasta que al fin pudimos salir del tumulto y empezamos a correr velozmente por la avenida. Al fin, como buen tipo a quien le dan el aventón, empecé a buscar conversación.

—¡Qué gentío hay por aquí! —comenté.

—Sí, pero los azules somos mayoría —respondió la mujer—. Espera a que lleguemos a Altamira y verás.

—Los señores rojos tienen que entender que la gente quiere un cambio —dijo el hombre —. ¿Y dónde está tu franela azul?

—No tengo —contesté—. Ni los azules ni los rojos me convencen.

—Entonces, estás con los rojos —repuso el hombre.

—¡No, mi pana! —protesté.

—¡Claro que sí! —terció la mujer.

Juzgué conveniente no discutir, de modo que cerré la boca y continuamos el recorrido sin hablar. Sólo cuando ingresamos en la avenida Andrés Bello noté que nosotros éramos los únicos seres humanos en la calle, cuales sobrevivientes de una población arrasada por una epidemia mortal. Los comercios estaban cerrados, los edificios y las casas yacían en completo silencio. Un perro famélico vagaba por una acera mordisqueando una boina roja.

De pronto, giramos bruscamente en el cruce con la avenida La Salle y nos dirigimos hacia la avenida Libertador, mientras el piloto y la mujer murmuraban entre ellos. Otra vez percibí una algarabía, pitos, música. Poco a poco fueron apareciendo grupúsculos de personas que vestían franelas y gorras azules. Me sentí repentinamente hambriento.

—Te dejamos aquí, panita —me informó el motorizado cuando llegamos a la plaza Venezuela—. Ya no iremos a Altamira, tenemos que hacer una diligencia en otra parte.

—¡No hay problema! —exclamé, apeándome del vehículo—. Muchas gracias, de verdad. Y perdonen si los molesté, pero recuerden que antes de azules o rojos, todos somos venezolanos.

No había terminado de hablar cuando el hombre aceleró y el ronroneo de la moto ahogó mis últimas palabras. Mientras se alejaban por la avenida Casanova, con dirección Sabana Grande, les grité:

—¿¡Me oyen!? ¡Todos somos venezolanos!

Ya estaba obstinado de que la gente fingiera tener sordera cuando yo les hacía algún comentario adverso. Algo malhumorado, me encaminé hacia la panadería Plaza, tolerando las miradas de desaprobación de quienes pasaban a mi lado vistiendo alguna prenda azul o roja. Sin embargo, eso no era más que una nimiedad, en comparación con lo que vi al entrar en el comercio.

Una clientela bicolor abarrotaba el local. Había tantas personas juntas llevando prendas rojas o azules que empecé a sentirme realmente sofocado. La fila para adquirir el ticket en la caja era demasiado larga, de modo que decidí esperar a que ésta se acortase sentándome a una de las últimas mesas; según creía haber visto, sólo allí había una silla desocupada.

Me acompañaban dos mujeres y un hombre. Los tres lucían franelas rojas y hablaban entre sí tan animadamente que ninguno pareció notar mi presencia. El hombre intentaba engullir un cachito de jamón.

—Todos estos azules ridículos deberían largarse del país —dijo una de las mujeres—. ¡Que se vayan al imperio, ya que les gusta tanto!

—¡Como en Cuba! —dijo el hombre, masticando ruidosamente—. ¡A todos los traidores los mandaron pa’ Miami!

—No a todos —replicó la otra mujer—. ¡A unos cuantos los llevaron al paredón!

Se echaron a reír.

—Yo pienso que el exilio siempre es algo lamentable —me atreví a intervenir—. ¿Y si tuvieran que irse ustedes?

No me respondieron. De hecho, tuve la sensación de que ninguno de los tres me oyó. Finalmente, mi mal humor y mi estómago vacío se confundieron en una mezcla incontenible, así que vociferé:

—¿¡Pero por qué se hacen los sordos!? ¿¡Siempre deben tener la razón!?

Trémulo, francamente aterrado, agité la mano frente a las caras de los cuatro, pero ninguno reaccionó.

El hombre terminó de tragarse el cachito mientras las mujeres conversaban entre ellas con una risita. Luego los tres se levantaron y, sin mirarme siquiera, abandonaron el lugar. Entonces me invadió una sensación de pánico, de verdadero terror nervioso, pues tuve la certidumbre de que aquellas tres personas no sólo no me habían oído, sino que no pudieron oírme, como si una muralla de hielo se hubiese interpuesto entre ellas y yo. Mi respiración se aceleró, mis manos se humedecieron, pero resolví esperar a que alguien más me hiciera compañía y me hablase. En seguida, dos hombres jóvenes y un viejo, que lucían franelas y gorras azules, ocuparon las sillas vacías.

—¡Buenos días! —los saludé, casi en un grito—. ¿También están esperando para hacer la cola?

Ninguno de los tres se inmutó. Los dos jóvenes discutían acerca de la posibilidad de crear un partido político de oposición, mientras el hombre viejo, que resultó ser el padre de los otros dos, los interrumpía continuamente con objeciones en las que afirmaba que la mejor forma de salir del gobierno era perpetrando un golpe de Estado.

—¿¡Y a ustedes tampoco les interesa saber lo que pensamos los demás!? —bramé brutalmente, levantándome de la silla—. ¿¡El mundo siempre tiene que ser tan pequeño!?

En ese momento llegó una señora de suéter azul y ocupó mi silla. Su aparición fue tan súbita que tuve la sensación de que había traspasado mi cuerpo. Apenas tomó asiento, se esforzó por apaciguar a los tres hombres. Ella era, a todas luces, la madre de la familia, y no sólo no me había oído, sino que, al parecer, tampoco podía verme.

Trémulo, francamente aterrado, agité la mano frente a las caras de los cuatro, pero ninguno reaccionó. ¡La gente está loca!, sollocé, y abandoné la panadería a toda prisa, con la intención de regresar a casa.

Aquel día no había tránsito vehicular en la mayor parte de la ciudad, de modo que resolví tomar el metro. Caminé frenéticamente hasta el acceso más cercano de la estación Plaza Venezuela. El sol estaba cada vez más alto en un cielo pálido y sin nubes; la calle se hallaba muy soleada. Los pocos transeúntes que pasaban en una dirección o en otra, siempre luciendo una prenda azul o roja, agitaban la mano en el aire o intentaban abanicarse con algún panfleto. Yo, sin embargo, no tenía calor.

Justo cuando ingresaba en la estación noté, casualmente, que además de la camisa que llevaba puesta, mis pantalones y mis zapatos también eran grises; era el resultado de haberme vestido a la carrera antes de salir de casa, poniéndome lo primero que encontrase a la mano.

Descendí las escaleras mecánicas y caminé hacia los torniquetes. Saludé con la mano a dos operadores que trabajaban dentro de la caseta, pero no me correspondieron. Observé que los torniquetes tenían el acceso libre, así que me dispuse a pasar por ellos. Entonces ocurrió el prodigio que terminó de enloquecerme: en lugar de hacer girar los brazos de aluminio, como hace cualquier persona corrientemente, los atravesé, pasé a través de ellos sin moverlos ni un milímetro, como si mi cuerpo no fuese más que una ilusión fugitiva en el mundo real del metro, o viceversa.

Me tomó unos instantes comprender lo que había ocurrido. Traspuse los dispositivos del mismo modo tres o cuatro veces más. Estaba tan horrorizado que todas mis sensaciones previas se transformaron en un paroxismo asfixiante. Eché a correr escaleras abajo y, al llegar al andén, intenté comunicarme con cualquiera, pero mis palabras se desvanecían al cruzar los bordes de mis labios; quise tocar un hombro, estrechar la mano de un conocido que vi por casualidad, pero sólo conseguía traspasar limpiamente a las personas, tal y como había ocurrido con los torniquetes. El reconocimiento de ser un espectro me resultó insoportable. Por otro lado, la multitud bicolor que atestaba el andén se hallaba abandonada a un desorden demencial, como si fuese una orquesta sinfónica dirigida por un loco, o como una jauría de hienas a punto de devorar una carroña.

—¡Cálmense, por favor! —chillé—. ¡Todos hablamos al mismo tiempo, vamos a escucharnos!

—¡Este desastre sólo se arregla por la fuerza! —rugió en seguida un hombre gordo, de franela azul, que estaba a mi espalda—. ¡Muerte a los rojos!

—¡Que se mueran los azules! —replicó una señora de franela roja que estaba a mi lado y, acto seguido, lo abofeteó.

Inmediatamente, entre improperios y maledicencias de toda clase, detonó la violencia. Azules y rojos se golpeaban, se pateaban, se arañaban y mordían, procuraban arrojarse mutuamente a las vías de hierro. Yo estaba tan conmocionado que ya no sabía si había muerto y me encontraba en mi Purgatorio, o si todo aquel día no era más que una pesadilla y sólo tenía que provocar mi despertar. Con lágrimas corriendo por mis mejillas y escuchando el rumor inminente del tren que se aproximaba, me arrojé a los chispeantes rieles.

Yo seguía adelante, más y más, y así el tiempo y el espacio fueron siempre los mismos.

Pero el transporte no se detuvo al llegar a la plataforma. Pasó velozmente a través de mí: en unos segundos vertiginosos vi al operador sentado en la cabina; vi un vagón desierto repetirse sin descanso, con sus asientos y sus luces y sus pasamanos; vi la última cabina vacía. Por último, al girarme, lo vi perderse en la oscuridad, seguido de dos evanescentes luces rojas, mientras el andén era evacuado por hordas ensangrentadas que subían a la carrera por las escaleras. Entonces caí en la cuenta de que yo no estaba precisamente de pie sobre la vía del tren, sino que flotaba. Instintiva e inexplicablemente, emprendí la marcha a través del túnel.

Ignoraba en qué dirección avanzaba. Sólo sé que me interné en el ámbito frío y silente del conducto, constituido por extensas paredes de débiles luces blancas intermitentes. El resto sólo era una penumbra hollada por mi marcha.

El túnel se extendía mientras yo seguía marchando, y surgían las mismas luces frágiles y moribundas que alumbraban las mismas paredes, y yo seguía adelante, más y más, y así el tiempo y el espacio fueron siempre los mismos, y terminé por comprender que la soledad perpetua era el precio de mi libertad de pensamiento. No ser rojo ni azul, ni azul ni rojo, me valió la expulsión de la sociedad en la que vivía. Ahora, mi destino es transitar este túnel aparentemente infinito, donde el ejercicio de un criterio imparcial es tan inútil como en cualquier otra parte. Sin embargo, tengo el consuelo de saber que soy un espíritu libre, a salvo de cualquier tipo de fanatismo, de manipulación mental, de estupidez. Soy un espíritu libre y seguramente existen otros como yo, cada uno andando en su propio túnel, hasta que un día, tal vez, nos encontremos todos los libertos en el mismo andén y sepultemos para siempre a la soledad y la ignorancia: he ahí la salvación de mi patria agónica.

Isaac Morales Vargas
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