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Dos microrrelatos de Isabel Ruiz Carballo

sábado 10 de octubre de 2020
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Puerta verde de madera

Sólo nos unía una puerta verde de madera. El olor a pintura húmeda inundaba cada rincón del portal número veintitrés. El catorce de marzo fue la última vez que me impregné con ese aroma, y la última vez que abrí —abrimos— esa puerta. Desde entonces me apoyo en el alféizar de la terraza y le veo, no hay momento en que no pueda verle en realidad. Y ahí está, en la ventana de enfrente, el que un día fue hombre, pero hoy es anciano. Pasa las horas asomado y espera. Espera. Espera paciente, mirando la acera durante todas las horas de luz que el día le regala. Puede que espere la llegada de un hijo que lleva meses sin cruzar esa puerta. Tal vez, simplemente espera a que el recuerdo de alguien que se fue cruce la calle, llame al timbre y suba como solía hacer, pero ya no lo hace. O puede, quién sabe, que espere su propia hora como quien espera pacientemente a que el sol se esconda. Espere lo que espere, sólo quiero que llegue. Compartíamos un edificio y hoy compartimos la confianza en que algo pase. Ha pasado tanto tiempo que ya no creo que recuerde cómo era su —nuestra— nueva, pero ahora ya vieja, puerta verde de madera.

 

La lata vacía

Quienes pasaron por su vida tienen algo en común, la certeza de que no era una niña como las demás. Vivía en un mundo paralelo, su mundo. Una realidad donde los dragones compraban el pan todos los domingos antes de las doce del mediodía y donde las monjas protagonizaban la cabeza de cartel de cada sábado noche en el cine de la esquina.

En ese mundo, ella estaba sola. Deambulaba por sus calles sin salida, atravesaba ventanas que daban al fondo del mar y la luna nunca salía. Siempre estuvo sola. Tampoco pidió a nadie compañía, la verdad. Estaba mejor así, o eso creía.

Un día, un elefante con algo de miopía la invitó a tomar el té en un palacio. Qué osadía, pequeña princesa, imaginarme así, con una vista tan mala, no me entra en la cabeza.

La niña, culpable por esas palabras, decidió que igual ya era hora de volver al mundo real. Ese día compró en el supermercado más cercano trescientas cuarenta y tres latas. Con mucho cuidado, y asegurándose de dejar el aire adecuado, metió a todos los personajes que a lo largo de los años había ido imaginando. Dejó una vacía y la guardó en lo alto de una estantería. Así, el día que sintiese que nadie la comprendía podría meterse dentro, cerrar la tapa con cuidado y volver a su mundo de fantasía.

Isabel Ruiz Carballo
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