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El gato que viajaba en el tiempo

sábado 14 de noviembre de 2020
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Mi primer indicio de que había algo raro con el gato sucedió una mañana cualquiera. Me acababan de regalar el pequeño felino de pelaje grisáceo con manchas blancas adornando sus patas y pecho. Tenía unos ojos grandes y verdes que le daban una permanente expresión de niño asustado, pero era inteligente y se ganó mi afecto con facilidad.

Olivia me lo había dado por nuestro aniversario y dijo que sería una buena mascota y un excelente cazador de los atrevidos ratones que rondaban mi vieja casa.

Lo dejé acercarse y mientras comía deshice el lazo y retiré la hoja cuidadosamente doblada que alguien había puesto sobre él.

Lo acepto. Soy más de perros que de gatos, pero uno no puede decirle que no a Olivia. Así que tomé al pequeño felino, el último en ser adoptado de la camada, y lo llevé a casa para que ambos cenáramos con leche y cereales.

El susto vino a la mañana siguiente.

Le serví leche en un tazón y lo llamé por el ridículo nombre que le encajó Olivia: “Bruno, Brunooooo, ven a comer, Bruno”.

El gatito llegó brincando con sus patitas torpes, tropezando un par de veces, balanceándose como una tortuga peluda.

La razón era obvia. El pequeño llevaba un papel atado a su espalda. Aquello era curioso. Lo dejé acercarse y mientras comía deshice el lazo y retiré la hoja cuidadosamente doblada que alguien había puesto sobre él. Leí el mensaje. Sólo eran seis palabras, pero fueron suficientes para amargarme la mañana:

“No te cases con Olivia, pendejo”.

¿Quién fue el maldito miserable que le ató esto a mi gato? Seguramente algún vecino que se cree muy gracioso. He vivido en esta casa toda mi vida y ya la gente del barrio se cree con derecho a darme sus consejos y opiniones, pero esto ya es el jodido colmo.

Susurré una maldición, hice una bola con el papel y lo tiré a la basura, jurándome encontrar al estúpido que hizo eso y darle una paliza.

Los días siguieron pasando tranquilamente, hasta que un nuevo suceso extraño vino a perturbar mi calma. Una semana después de que alguien atara aquel mensaje en la espalda de Bruno, el felino salió al patio. Media hora después regresó, pero… ¿ese era Bruno? ¡Imposible! Mi gato era un cachorrito recién nacido y este era grande y algo gordo.

Pensé en darle un escobazo al intruso, pero entonces me fijé que tenía el mismo pelaje de Bruno, incluso su misma expresión de niño asustado. Se acercó a mí con toda confianza, se restregó en mis tobillos y se dirigió al tazón para que le diera leche.

—¿Bruno?

—Miaaauuuu.

¡No, no, es una locura! Mi Bruno debe estar en el patio.

Salí, lo busqué, lo llamé a gritos. El único que respondía era el gato grande que me miraba impaciente para que le diera su leche.

Al final me rendí ante lo evidente: Bruno se había convertido en un gato adulto en menos de una hora.

No necesitaba ser veterinario para entender que tal cosa era imposible. Entonces una idea absurda empezó a echar raíces en mi mente. Una idea que, por sí sola, podía asegurarme unas vacaciones en el manicomio: ¡Bruno había viajado en el tiempo!

De inmediato recordé algunos documentales en la televisión, de esos que pasan a medianoche y hablan de reptilianos y fantasmas. Recordé a un investigador de pelos locos diciendo que cuando una persona es abducida por ovnis puede pasar horas secuestrada, pero para ella son sólo segundos. También recordé el caso de una niña estadounidense que desapareció por veintiséis años cuando fue al bosque a recoger cerezas. Era el siglo XIX, y la buscaron como locos hasta que la familia se rindió y aceptó que había muerto de alguna manera inexplicable. Al final la chica regresó cuando sus padres ya habían fallecido y sus hermanos estaban envejecidos. Llegó tan pequeña como cuando se fue y todavía con las cerezas frescas en su cesta.

Siempre creí que esas historias eran leyendas urbanas, pero ahora las recordaba con interés. ¿Acaso Bruno había pasado por algo parecido?

Me obsesioné con la idea, pero ante la escasez de nueva evidencia fui olvidando el asunto.

Pronto los preparativos de mi boda con Olivia tomaron toda mi atención y mi hermana mayor vino a ayudarnos con los planes. Se había marchado de casa desde los dieciocho años y había tenido que tomar un vuelo de cuatro horas para llegar. Yo estaba feliz de verla, pero no sospechaba lo que iba a pasar. Mi hermana se bajó del taxi con sus maletas y apenas entró a la casa saludó a Bruno con una exclamación de alegría:

—¡Qué lindo! ¡Se parece a Metiche! —dijo.

Yo me quedé pasmado.

Ya recordaba al gato que había asesinado a mi hámster, pero era imposible que fuera Bruno. Aquel era un gato viejo y flaco, nada parecido a mi joven felino.

—¿Quién es Metiche?

—¡Oh, eras muy pequeño para recordarlo! —sonrió mi hermana—. Un día, mamá estaba en el patio y vio un pequeño gatito. Lo llamamos Metiche. Estuvo con nosotros durante meses y mamá lo engordó.

La anécdota de mi hermana estaba empezando a ponerme nervioso. ¿Acaso aquella era la confirmación de que Bruno, alias Metiche, había viajado en el tiempo? Traté de disimular mi ansiedad.

—¿Y qué pasó con Metiche?

—Era un gato vago. Un día se marchó y no volvió a aparecer hasta lo de Motita.

¿Motita? Yo recordaba a Motita. Era un hámster blanco que papá me había regalado por mi cumpleaños, pero no podía recordar cuál había sido su suerte.

—Eso no lo recuerdo —dije.

—Pues que Metiche llegó tan campante a la casa, miró a Motita, lo tomó en la boca y se lo fue a comer bajo la escalera.

—Ya lo recuerdo —repliqué—. Pero cuando papá trató de rescatar al hámster…

—¡Sí, el gato se había ido! Seguramente había una tabla suelta y se había escapado por ahí.

Me tranquilicé. Ya recordaba al gato que había asesinado a mi hámster, pero era imposible que fuera Bruno. Aquel era un gato viejo y flaco, nada parecido a mi joven felino.

 

*

 

En diciembre me casé con Olivia.

Los primeros seis meses fueron muy buenos, pero la felicidad se acabó pronto. Olivia tenía celos patológicos, era controladora y posesiva, haragana para todo, pero exigente y perfeccionista en todo lo que les pedía a otros. Las peleas eran frecuentes y despiadadas y, lo reconozco, sin querer me olvidé del pobre Bruno.

Era raro que recordara darle su comida y su tazón de leche. Por lo general, le abría la puerta y lo mandaba a recorrer el vecindario con libertad. ¡Al menos, él era el único que parecía poder ser libre en esta casa del infierno!

Un día se esfumó totalmente y yo no tuve cabeza para ir a buscarlo.

No podía hacerlo: estaba pasando por la peor etapa de mi vida.

Fue por la época en la que Olivia comenzó a recibir mensajes a su teléfono a todas horas, llamadas en susurros que sólo respondía en el baño, y a tener salidas intempestivas con cualquier excusa. Para mí era obvio: ¡me estaba engañando!

No quise hacer nada, quizás para no confirmar un hecho que iba a destrozarme el corazón… Pero la realidad, tarde o temprano, se revela frente a uno.

A mí me pasó aquella tarde en que regresé a casa más temprano de lo normal, y la encontré jadeando en un pantano de su propio sudor sobre nuestra cama matrimonial, siendo estrujada por un gitano de piel tatuada y polla colosal.

Ahí comenzó el proceso de divorcio. Para deshacerme de ella le cedí el auto, el dinero de nuestras cuentas bancarias y básicamente cualquier cosa que me pidiera por la prisa de no verla nunca más en mi vida.

Aun así, se hizo la víctima con todo el mundo y juró que pagaría la deshonra que le había hecho.

Yo reaccioné como un cobarde. Incapaz de soportar aquel sufrimiento, me hundí en una borrachera brutal de tres días de la que desperté con vómito seco en mi camisa y un sonido extraño viniendo bajo la escalera.

Me asomé (más muerto que vivo) y encontré al pobre Bruno.

Estaba tan destruido como yo: viejo, flaco, con los ojos apagados. Me miró a la cara como si buscara mi vieja amistad. Yo me incliné con la intención de acariciar su cabeza y me percaté de algo inesperado: Bruno había cazado un hámster. Un hámster blanco y gordo como el que me había regalado mi padre. ¡Motita, era Motita! No había ninguna duda.

Ahora tengo setenta años, una barba canosa, una mirada triste y tengo que ser cuidado por mi hermana en la misma casa que no he abandonado en toda mi vida.

Bruno había matado al hámster de mi infancia y no había escapado por una tabla suelta. Sólo había viajado en el tiempo de regreso al presente.

El terror me invadió, el miedo a lo desconocido crispó mis nervios y me levanté de un salto. Corrí a la puerta y salí a la calle siendo perseguido por Bruno, quien maullaba confundido, quizás tratando de tranquilizarme.

No lo vi venir. ¡Les juro que no lo vi venir!

De pronto, una camioneta negra conducida por un gitano de ojos fríos se subió a la acera, me atropelló con violencia y mató a Bruno.

En el hospital repetí mil veces que el amante de mi mujer había tratado de asesinarme, pero Olivia alegó que había pasado con él toda la tarde, aclarándole a los oficiales, para que ellos me lo aclararan a mí, que habían estado haciendo el amor de maneras salvajes e inauditas.

Mi acusación de intento de homicidio quedó en nada. Con Bruno muerto, la única pizca de magia que tenía mi vida se había marchado para siempre. Me hundí en la depresión, perdí mi empleo, me intenté suicidar un par de veces y la diabetes me arrancó tres dedos del pie.

Ahora tengo setenta años, una barba canosa, una mirada triste y tengo que ser cuidado por mi hermana en la misma casa que no he abandonado en toda mi vida.

¡Sí, lo sé, estoy hecho mierda!

Es un domingo de otoño y mi sobrina mayor me ha dejado en el porche, mirando a la calle abandonada, contemplando las hojas que caen y escuchando a mis demonios.

De repente, lo veo aparecer. Es Bruno.

¡Mi amado Bruno, el Bruno pequeñito al que aún no han atropellado! ¡El gatito de patas torpes al que daba leche cuando aún era feliz!

Se me acerca. Lo levanto.

—¡Bruno, mi lindo Bruno!

Entonces se me ocurre una idea. Tomo al pequeño gato y aferrado a mi bastón camino hacia adentro. Tomo cualquier papel, un lápiz, un trozo de cuerda.

Escribo un mensaje de seis palabras:

“No te cases con Olivia, pendejo”.

Lo ato a Bruno y lo dejo ir. ¡Ojalá mi yo del pasado me haga caso esta vez!

Roberto Berríos
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