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El pasajero

sábado 28 de noviembre de 2020
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La maleta reluce bajo este inusitado sol de noviembre. Ni un jirón de niebla que subraye la estación, la cercanía de la Navidad, pero él está bien protegido, a gusto con el viaje que emprenderá. Extiende su mano derecha con firmeza, dos veces, tres… tres personas que despide. No parece, sin embargo, tener prisa. Mira alrededor como buscando algo… a alguien. De pronto alza la mirada, y echa atrás la visera de su gorra: me ha visto. O quizá el celaje de la cortina que me oculta le hizo sospechar que estaba siendo observado, y se retiró rengueando, farfullando algo ininteligible. Allí quedó en el suelo, al lado del contenedor de la basura, su bolso, otrora tricolor, lustroso de mugre, desinflado como un globo reventado. Se preocupó de vaciarlo completamente, y en el abandono lo despojó hasta de migas, y recuerdos.

No es la primera vez que lo veo, que llega hasta el edificio y le solicita al conserje que le permita hurgar entre la basura, pero sí es la primera vez que llega solo. Tenía meses sin venir, y a mi pregunta sobre él a vecinos, o al mismo conserje, las respuestas coincidieron en muchos puntos, todos demasiado lamentables como para obedecer a chismes improvisados, o suposiciones mezquinas: que su hijita, la menor, falleció por desnutrición luego de languidecer en el hospital público por falta de insumos, que su compañera, desesperada por el dolor y el hambre, se lanzó a la aventura de irse a un país vecino con sus dos hijos sobrevivientes, y que él no pudo irse porque cayó en un estado de enajenamiento imposible de sostener por una mujer y dos niños cargados ya de miseria, que engrosan seguro ya la diáspora, el grupo de desplazados por la necesidad que se arriesgan desesperados y sin norte a una incierta supervivencia.

Los vi muchas veces, a los cinco, siempre juntos, organizados en su escasez. Llegaban a las tres de la tarde, cuando el conserje sacaba la bolsa de la basura. El hombre entonces, educadamente, solicitaba que le permitieran revisarla comprometiéndose a que todo quedaría limpio, y la bolsa terminaría cerrada dentro del contenedor. La mujer y los tres niños, entonces, bolsa en mano cada uno, recibían del hombre selectivamente cada producto que él considerara apto para rescatar, útil para su subsistencia.

Así, los restos de alimento iban a la bolsa que sostenía la mujer; potes o recipientes vacíos en la bolsa un poco más grande que el niño mayor, un esmirriado adolescente, llevaba a cuestas; juguetes rotos o ropa desechada, iban a parar a las bolsitas de las dos niñas famélicas que parecían duendes pelirrojos de tan tostado que tenían el cabello por el sol, y él, el hombre, se reservaba las botellas, y objetos metálicos, que guardaba con cuidado en el bolso tricolor que llevaba colgado en el pecho, y que hoy quedó allí, tirado bajo el sol, luego de que nuestro pasajero descubriera entre la basura la maletica de cuero desechada por vieja, deslucida e inservible para su dueño, y que el hombre desencajado por la demencia recogió como insuperable aliada para su viaje sin retorno.

Tibisay Vargas Rojas
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