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El país de los turpiales

jueves 10 de diciembre de 2020
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En Latinoamérica suceden cosas increíbles desde los tiempos en que la riqueza más grande era llenar el cuenco de tus manos con agua de manantial, tu cuerpo con un guayuco y tu alma con una oración procurada al más alto de los cielos. Eso que en otros contornos es impensable —por imposible—, aquí, mira, es cotidiano desde hace muchos siglos que, apilados en nuestras venas, se convierten en miles de años de increíbles aventuras: María Castaña ni pensaba en nacer. Y todo eso, para bola, lo arrumamos allá en el cuarto del loco muy lejos de toda vista sin tener ni puta idea de por qué nos daba pena. Yo saco todo pa’l porche pa’ que se oree. En los viejos reinos de Europa, de pan de centeno piche, precisaron de pinturas que atestiguaran rostros y épicas muchísimo más antiguas que el Imperio austrohúngaro. Por decirte. Aquí hemos tenido, por ejemplo, guacamayas desde mucho antes que se escribieran las épicas lejanas de Amadís de Gaula. De plano, obras de arte con alas y picos: aves más hermosas que el lapislázuli de los cuadros del antiguo Simón Martini. Eso es burda de tiempo. Allá es absurdo. Aquí, normal. Tal vez por eso cueste creer que en Oriente nos enseñaron a no salir a las calles de Araya si por absurda casualidad llueve duro, porque las gotas de los chaparrones son del tamaño de las granadas y pueden hacerte daño. O el cuento del gallo pelón que se comparte igual en Güiria que en Yaracuy desde que la más antigua guaricha contenida en tu sangre se dejaba corretear por primitos y vecinos. Que si la cosa es con primos, hay que buscar rapidito algún rabo de cochino ahí mismo en la pichilinga de los chamitos que nacen. La paleta en nuestros cuentos se mezcla con el onoto que surca toda mejilla nacida aquí en Venezuela. En 1789, se supo de algo que cambió la vida del valle de San Fernando y todo el pueblo de Arenas cerca de Cumanacoa: un hombre, Francisco Lozano, luego de morir su esposa a raíz de un parto cruento, no tuvo maneras de consolar al recién nacido y llevándolo a su regazo entre crueles desesperos, un torrente lechoso manó del pecho desnudo y de una tetilla urgida se pegó ese carajito. En 1802 el cronista, Alejandro de Humboldt, tomó nota de este suceso increíble, entrevistó a los testigos, vio el acta probatoria y logró entrevistar tanto al padre como al niño que para la fecha era tan alto como una vara de puyar locos. El señor Bonpland ausculta. El señor Bonpland revisa. Como noticia tan grande no pudo ser soslayada, el gobernador provincial, don Vicente Emparan, envió informe detallado hasta la ciudad de Cádiz.

Échale un camión de bolas.

Lo que pasa en nuestros predios no tiene padrote. Eso es seguro. Como al escribir se puede pasar en un tris de Colón a la cueva del señor Morocoima —que llamamos “del guácharo”— y de aquí a Bolívar y de aquí a las ridículas guerras que lo sucedieron hasta los tiempos de Gómez, sólo diré que Caracas no está tan lejos ni los machos tan cansaos. Ellos que se empeñan, huyendo pa’lante. Han quemado barcos y no tienen vuelta. Cobardes codiciosos que matan y joden: Imperial Decreto. Por lo tanto construyen un mundo de caraota plástica donde no hay desgracia, los muertos de hambre son pura falacia. Vacílate: están a tirito. Podrían asfaltar toda la autopista Francisco Fajardo con la Nutella que importan los bodegones creyendo que con eso la tienen ganada. Podrían regalar toda la gasolina que queda en la pimpina y seguir y seguir hasta que no les quede otra cosa que empeñar las nalgas.

Podrían.

Pero no podrán.

Allá en los cerros neblinosos de Sucre, tenemos hermanos: son los turupiales. Y cantan bonito. Cuando uno se cansa, se le acerca otro que le va diciendo con un taparazo: ¡Píquiti! Póngase ríspero, que nosotros volamos, nojoda, aunque la rama cruja.

Contemplar nunca será suficiente.

Lucha.

Eziongeber Álvarez Arias
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