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Ese tintero del cielo

jueves 8 de abril de 2021
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Te das cuenta de algunos detalles importantes de tu vida cuando por encima de cualquier cosa debes quedarte en un sitio durante algún tiempo. Lo mismo da esperar por un avión retrasado que detenerte por horas a causa de un accidente en la vía: no puedes volar. Sólo esperar. Yo por ejemplo siento un apego especial por la lluvia, que es una fuerza que invita al resguardo reflexivo y obligatorio por no salir a mojarte. La contemplo. La escucho en paz. Mis amores con ella comenzaron con una hospitalización. Para atender una situación urgente, tuve que pasar mis buenos veinte días en un hospital y eso, a los cuatro años de edad, es muy duro. Con tan poco tiempo en la Tierra, te aseguro que lo menos que quieres es corretear mentalmente por ahí desde la ventana de un hospital. Las alternativas para que un niño inquieto como yo se quedase tranquilo, eran, o la medicación, o la lectura de cuentos. Si me hubiesen medicado sin el consentimiento de mis padres, mi madre hubiera despescuezado a la enfermera y eso, por experiencia propia, no era bueno ni bonito. Además no era como para emburrarle ansiolíticos a un chamito; un poco de sindéresis, por favor. Tenía, sí, que aguantarme las ganas de explorar por los pasillos del hospital, que era uno de mis divertimentos favoritos. El fastidio era muy grande pero para que veas, gracias a ese confinamiento me inicié en dos aficiones que aún no me sueltan. Una, la lectura. La otra es observar la lluvia. Parece un poco raro, pero no. En cuanto a mi primer libro de cuentos ever, en cuya historia tuve que meterme obligatoriamente por las razones que te comento, éste venía con abundante ilustración y me gustaba. El libro no era otro que La cabaña del tío Tom. Este negro maravilloso y sufrido me acompañó junto a otros buenos amigos a lo largo de esos veinte días de absoluta y bien recordada convalecencia. Ahora la lluvia. Me hospitalizaron en plena época de invierno. Digamos en junio. No es que los aguaceros me convirtieran en una suerte de Juan Peña, el preclaro y ensimismado héroe de Pedro Emilio Coll en “El diente roto”, pero sí que me extasiaba su presencia. En esa oportunidad, desde mi ventana y a través del maremágnum, vi inmensos árboles bambolearse y hasta pude atestiguar que algunos cayeran derrotados pesadamente bajo la terrible fuerza del torrente. Para mí ver morir a esos gigantes fue tan triste como asistir a las supremas y últimas pataletas de mi primer pollito. En plena lluvia, las palomas, que no eran tontas, buscaban guarecerse bajo el alero de mi puesto obligatorio de vigía. A mí no me molestaban, pero las enfermeras las enfrentaban en épicas batallas en las que siempre resultaban derrotadas dado el empeño infinito de las aves. Esa estancia resultó ser de esas cosas que nunca se olvidan. Generalmente la lluvia, escrutada desde una ventana en Caracas, puede parecer aburrida y te lo concedo. Pero es que además de buscarle la vuelta a la lluvia en grisáceos edificios capitalinos, en Oriente, que fue mi próximo destino, la cosa era mucho más divertida. Así, no bañarte bajo la lluvia con tus amigos en El Tigre o en Cumaná era vaina de cobardes y de hijitos de mamá. Imposible, además, no aceptar otros retos: tenías que jugar chapita y caimaneras bajo la lluvia. Había que hacer competencias de barcos de papel en las cunetas rebosantes de aguas non sanctas que pasaban como un río furibundo frente a tu casa y que seguían de largo. Siempre quedábamos tablas en esos rallys náuticos. Pero de todas formas, ganarle a los demás carajitos, que en todas estas cosas eran mucho más sabidos que yo, era toda una epopeya. La lluvia es la gran convocante. Sin ella no hay reminiscencias, y en mi caso no habría selvas inmensas de recuerdos que me salgan al encuentro. Luego están las románticas lluvias en la playa de esas que se aprovechan para el toqueteo y otros detallines, mientras los demás bañistas se piran mentándole la madre al sol. ¿Y a mí qué? Grande lluvia, amiga lluvia. Tuve un inolvidable compa y vecino allá en San Diego de los Altos: mi pana Ramón Rivero. Con él compartí innumerables botellas y lluvias porque también tenía entre sus aficiones ver chubascos tramontando las distancias. Es que esa vaina es muy rica. Un día me contó que cuando una persona muere y la llevan a enterrar y en el camino llueve, es porque en vida esa persona era buena. Vainas de pueblo. Quince días después, Ramón murió y de camino al cementerio llovió y nunca una leyenda fue tan bonita y al mismo tiempo tan triste. Gratos recuerdos, sagrada lluvia. Ahora mismo llueve. Veinte de junio, nueve de la noche. La radio suena bajito. Retransmiten unas entrevistas que le hizo Vanessa Davies a Ochoa Antich y a Eduardo Fernández. Dicen los entrevistados que están de acuerdo con las elecciones y que al menos hay que intentarlo. Coño. Que no importan los asaltos a los partidos porque ellos son los prohombres que encarnan el participacionismo en Venezuela. No dejo que eso perturbe mis amores con la lluvia y sin embargo les espeto en un susurro: “No sean tan mamagüevos, chicos”. Y sigo mojando mis pensamientos en el tintero del cielo. Pretenden que Venezuela sea el único libro que se entienda a oscuras. Pretenden seguir empujando las aspas de un molino para que muelan la nada. Pretenden que gritemos y que de nuestra boca no salgan voces. No entienden. Con la lluvia no viene la tristeza. Es al revés. La lluvia invita a tus querencias. A los tuyos que han partido. A los tuyos que están lejos. Eso no puede ser malo. Deséales buen viaje en el tintineo del agua que va cayendo.

Preciosa lluvia. Preciosa lluvia.
Bébeme, lluvia, y hazte más fuerte.

Eziongeber Álvarez Arias
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