A la memoria del gordo charlatán,
la madre de pelo corto
y la nieta de pocas eses.
Después del almuerzo hubiera querido volver a casa a tomar mate al sol. A la tarde pega justo de frente en el ventanal y parece que el invierno ya se fue. Pero no, porque cruzando la avenida estaba el oficial Gerardo, con su nombre en la placa y la gorra de la PFA.
—¿Sos mayor de 18?, ¿tenés identificación?
—…
—Esto es un procedimiento policial y vas a venir como testigo a un allanamiento. Ahora te van a tomar los datos en la comisarĂa y…
Lo primero que dije fue que no, que no podĂa porque estaba apurado, que le pidiera a otro infeliz. ÂżPor quĂ© yo? Justo a dos metros pasaba un viejo que lo hubiera disfrutado. Y le dijeron, pero el tipo estaba tan sordo que pasĂł mirando el piso. No fue un truco, casi lo pisan los autos cruzando Rawson. TambiĂ©n se me ocurriĂł decirles que iba de urgencia al mĂ©dico o que tenĂa que pasar a buscar a mis hijos por el jardĂn porque la abuela estaba internada y no podĂa y tambiĂ©n tenĂa que llevarle el medicamento que habĂa comprado unas cuadras antes. Y entonces le mostraba una bolsa cerrada que saquĂ© de la mochila para que me crean. Todo eso y más mientras caminaba con Gerardo que ya me habĂa dicho que era un deber ciudadano y que blablablá y me mirĂł con toda la patria encima y las cejas arqueadas de modo que, además de ser testigo ocasional, acaso luego me inscribiera en la divisiĂłn antidrogas de la zona, el departamento de la PolicĂa Federal más respetado. Básicamente, porque se desconoce lo que hacen más que operar desmantelando cocinas y kioscos de venta directa de drogas. No están en el dĂa a dĂa con la gente, por eso nadie los odia tanto. Apenas se los reconoce porque van de civiles vestidos como usted y yo y andan en los autos blancos que usan los remiseros.
Estás convocado para ser testigo. Sos mayor de edad, tenĂ©s identificaciĂłn, asĂ que ahora vamos a la comisarĂa a que te tomen los datos. ÂżBien?
Y estuve a punto de gritar cuando Gerardo revisaba mi documento y tuve que girar para decirle que sĂ, que por supuesto, que estaba para servir al paĂs y declarar contra la droga y que si quiere me alisto mañana mismo en la guarniciĂłn del ejĂ©rcito y me especializo en marina y ojalá cambie la ley para que todas mis hijas tambiĂ©n formen parte del pelotĂłn. Fuera de eso, ahora caminaba con Ă©l hasta la otra esquina.
—¿Está todo bien, oficial? —pregunté—. ¿Están haciendo controles?
—No. Y descubrite la cara —dijo de mala gana—. Estás hablando con la autoridad.
Lo primero que le veĂa eran las iniciales en la gorra, le sacaba una cabeza de altura. Luego, la cara podĂa ser cualquiera. Como la de usted o la de su tĂo Anselmo (ojalá tenga uno).
En la esquina se adelantaron otros dos con tres testigos. VenĂan caminando en lĂnea. ParecĂan cuatro testigos y un entusiasta con una gorra, lo Ăşnico que lo identificaba. El que estaba de civil tomĂł la delantera, eso lo distinguiĂł del otro. TenĂa un buzo Adidas manga larga. SaludĂł a Gerardo y me mirĂł:
—Esto es un procedimiento policial. Es un allanamiento (y otra vez la misma historia heroica y el orgullo de servir al paĂs) y estás convocado para ser testigo. Sos mayor de edad, tenĂ©s identificaciĂłn, asĂ que ahora vamos a la comisarĂa a que te tomen los datos. ÂżBien?
HabĂa repetido lo mismo que Gerardo, en sus propias palabras. Luego dijo que era el subcomisario encargado de la operaciĂłn. Él sĂ que parecĂa el hijo de un tĂo Anselmo o el canillita del kiosco de la costa. Era increĂble cĂłmo me podĂan decir cualquier cosa y yo tenĂa que mover la cabeza y decir que sĂ. ¡La autoridad es la autoridad! decĂa la abuela… si me hacĂ©s caso a mĂ… imaginate a la policĂa, querido. ¡Un dĂa los vas a necesitar y…!
AsentĂ. Entonces Gerardo y Adidas se fueron sin decir nada más y yo empecĂ© a caminar detrás de ellos, mirándolos de arriba abajo. Los otros tres venĂan rezagados, andaban en moto y la traĂan a la par.
Gerardo tambiĂ©n era tan ordinario como cualquiera. Hasta un tĂo lejano (probablemente, pariente de Anselmo) se habĂa mandado a hacer una pechera azul con las letras amarillas de la PFA, fue para una fiesta de disfraces. Y ahora yo lo estaba siguiendo, obedeciĂ©ndole como me dijo la abuela. Pero la abuela no estaba, no sabĂa que yo pensaba que ahora estos tipos te agarran de gil por la calle, te meten en una casa y andá a cantarle a Gardel. Los tiempos de la abuela ya pasaron, antes se confiaba en la policĂa. Ahora la cosa se volviĂł estadĂstica, la pensás dos veces si tenĂ©s que elegir entre el chorro o el cana, para ver cuál te roba menos. Y como la imagen cayĂł, el presupuesto bajĂł y ahora está todo descuidado. Ni se molestan en comprarse una placa decente o en usar el uniforme. Quizá, si el del abuelo (que tambiĂ©n era policĂa y se retirĂł el año pasado) les entra, lo usan. Si no hay que ir a la modista y q’esto y que l’otro. Gerardo no tenĂa un abuelo policĂa. TenĂa unas Reebok negras con manchas de pintura, un jean azul, una chomba manga corta y una pechera de la PFA. Yo casi que podĂa tener el disfraz de sĂşperman y hubiera sido casi lo mismo. Pero Ă©l era mamá pato, caminaba y yo lo seguĂa, pensando que de ninguna forma iba a entrar a ningĂşn lugar hasta que… Y dando la vuelta a la esquina habĂa media docena más de tipos con accesorios de la PFA. Algunos tenĂan las clásicas gorras, otros las pecheras, y otros andaban con llaveros largos de tela color azul, el Ăşltimo grito de la moda. Lo curioso fue que las mujeres sĂ tenĂan el equipo completo, incluso el peinado de la PFA: pelo recogido y pasado por la hebilla de la gorra, cayendo atado por detrás (lo decĂa el manual de belleza de la PFAM. La M es de mujer). Una de ellas me tomĂł los datos a mĂ y a otros cuatro testigos. En total habĂa ocho, de los cuales poco más de tres octavos eran consumidores moderados de marihuana, el resto tenĂamos mochilas; y quedaba uno solo, que serĂa el testigo encubierto.
La seccional ocupaba un chalet tĂpico de la ciudad. Descuidado y atestado de policĂas, tambiĂ©n tĂpico en la ciudad. Les tomĂł poco más de media hora identificarnos y reconocernos a todos antes de subirnos a los patrulleros.
—¿Vos sos Regazzi? —preguntó nuestro chofer.
Me demorĂ© en contestar porque me llamĂł mucho la atenciĂłn el parecido con el actor Michael Moore. No podĂa dejar de compararlo. Hice un comentario al respecto pero Ă©l no lo conocĂa (¡increĂble!). El mayor parecido estaba en el sobrepeso. El resto era casi accesorio, como la barba y el corte de pelo.
—Suban —dijo.
Los drogadictos subieron atrás y me quedĂł el asiento del copiloto. En la camioneta apurĂ© los recuerdos de las pelĂculas y la anĂ©cdota del tĂo, que una vez lo llevaron a una rueda de reconocimiento de sospechosos y Ă©l siempre me repite “No dejes que te miren a la cara”. El motivo era obvio, en una ciudad tan chica es fácil cruzártelos por la calle. Y, si bien no me muevo por el ambiente, la droga es como Dios; está en todas partes.
Le expliqué que no quiero andar por la calle y que piensen que soy un botón.
—¿Nos van a dar algo para cubrirnos la cara? —pregunté.
Michael se echĂł a reĂr. ĂŤbamos en el patrullero más ostentoso de toda la policĂa y Ă©l no tenĂa ni el cinturĂłn de seguridad puesto. Además, Ăbamos a más de sesenta kilĂłmetros por hora y cruzando semáforos en rojo, motivos claros para labrar (¡tĂ©rmino tan policial! Me encanta. Compite con el sinĂłnimo “efectivos”, para referirse a los policĂas) media docena de multas. La urgencia no estaba, si no hubieran encendido la sirena (como lo hizo Michael luego, para alertar a un par de ancianos que iban por delante y a cuarenta kilĂłmetros).
—Flaco, vos ves muchas pelĂculas.
TenĂa razĂłn. Pero mi tĂo tambiĂ©n. Una vez lo apretaron dos tipos en la calle porque lo reconocieron cuando Ă©l fue a la comisarĂa a señalar quiĂ©n era el sospechoso del robo al almacĂ©n del barrio. Desde ese entonces se deja la barba y anda casi rapado. Ahora lo paran porque parece un talibán.
Le preguntĂ© quĂ© pasa con eso y le expliquĂ© que no quiero andar por la calle y que piensen que soy un botĂłn. Me dijo que no se trata de eso. Que si todo sale bien, el tipo iba a quedar encerrado tiempo suficiente como para olvidarse de mi cara. Casi le creĂ, pero me volvĂ a subir la bufanda hasta la media cara antes de llegar.
—Este es tu trabajo —dije—. Yo no quiero quedar expuesto.
Los drogadictos me apoyaron, pero no tenĂan voz propia. SĂłlo subrayaban lo que yo decĂa. Eran como un eco. Además, Michael tampoco es que pudiera verlos, el espejo retrovisor estaba demasiado bajo para Ă©l y su cuello obeso no le dejaba más que mirar para adelante. ReciĂ©n cuando llegamos a una estaciĂłn de servicio Michael se bajĂł y apareciĂł por nuestra ventana.
—Bueno, acá van a ultimar detalles… —explicĂł.
—¿No lo tienen planeado de antes esto? —preguntó el más lúcido de los drogadictos.
—Esta parte no. Generalmente nos juntamos acá y se define.
—Ah —dijo el drogadicto.
—¿Y qué definen? —pregunté.
—… ¡Sargento! —gritĂł Gerardo, que bajaba de un auto remisero—. Está llegando el fiscal. Vos vas despuĂ©s de LĂłpez.
—¿Entonces me pongo acá? —preguntó Michael.
—SĂ, hacele lugar para que meta el camiĂłn.
Michael subiĂł al patrullero y retrocediĂł. Cuando llegĂł el camiĂłn se bajaron siete tipos completamente camuflados. El camiĂłn decĂa “EscuadrĂłn de Asalto PFA” y otras siglas más en letra chica.
—¿Y esos quiénes son? —pregunté.
—Ellos son el asalto.
Michael me miró de reojo. Entiendo que hubiera querido poder girar un poco más. Se mostraba interesado en responder las preguntas.
—¿Asalto? —repitiĂł el drogadicto. No podĂa entender cĂłmo la policĂa llevaba a cabo una actividad que Ă©l asociaba al robo.
—Son los que ingresan y aseguran el área.
—¡Aaaaaahhhh!
Michael asintiĂł.
—¿Nosotros vamos después de ellos? —preguntó el de rastas.
—Vamos todos juntos —respondió—. Ellos entran y nosotros esperamos la señal para entrar.
—¿Van a tirar la puerta abajo? —pregunté.
—SÅ
—¡Sargento! ¡Estamos listos! —gritó Gerardo—. Llegó el juez.
Estas son cosas chicas. Cuando son operativos más grandes puede haber más peligro. Cruce de fuego, cosas asĂ.
Los siete camuflados volvieron al camiĂłn y se dispusieron sobre los tablones de la cabina. Todos ellos tenĂan escopetas, excepto uno que tenĂa el ariete. Gerardo volviĂł al auto remisero y apareciĂł una moto con dos policĂas más de civil. El juez andaba en un viejo Corsa de vidrios polarizados.
—¡Andando! —gritó Michael y le hizo señas de luces a López para que avanzara.
López se perdió por delante y quedamos detrás del auto del fiscal.
—Hay que tener ganas de eso —dije, refiriendo a los camuflados—. ¿Eso te toca o lo eligen voluntariamente?
—Hay que hacer un curso de asalto para eso —el drogadicto reĂa por la palabra asalto. PensĂ© que si no encontraban nada iban a encerrarlo a Ă©l, por imbĂ©cil—. Uno lo elige… tambiĂ©n te pueden desplazar y te toca ir, quĂ© sĂ© yo, un año…
—¿A vos te tocó?
—En mi juventud.
Michael no parecĂa tan viejo. TenĂa apenas cuarenta años. Pero su abuelo sĂ habĂa sido policĂa, igual que su padre. Él debiĂł entrar de muy joven.
—¿Y no es peligroso?
Evidentemente, habĂa sobrevivido.
—Esto no. Estas son cosas chicas. Cuando son operativos más grandes puede haber más peligro. Cruce de fuego, cosas asĂ.
—¿Y acá no va a haber eso? —preguntó el de rastas.
—Estos son kioscos chicos. Poca gente. Quizá tengan armas, pero no abren fuego… ¡espero! —Michael rio. Luego agregó—: En donde ven cinco monos con escopetas se entregan.
—¿Te pasó alguna vez de dispararle a alguien? —pregunté.
—Un par de veces. Dos tiroteos. Eran operativos grandes.
—¡Qué despliegue! —dije—. Es como una puesta en escena, pero de verdad. ¿Cuánto tiempo les lleva desde que empiezan a investigar hasta que les tiran la puerta abajo?
—Uno, dos meses. Depende. Este llevó dos meses porque es algo chico. Hay tres kioscos nomás.
No entendĂ dĂłnde quedaba entonces un operativo de un mes…
—¿Qué vamos a allanar, tres lugares distintos? —preguntó el de rastas.
—Ustedes no. Por eso son ocho. Nosotros vamos a la casa grande. Los otros van a las más chicas. Están ahà a la vuelta.
—¿Y a qué barrio estamos yendo? —preguntó el drogadicto.
Supuse que temiĂł que fuĂ©ramos para su casa y querrĂa avisarle a la madre que apague el horno. Pero Michael dijo que no tenĂa idea, que seguĂa al juez. Y el juez, a su vez, seguĂa al remise de adelante, y asĂ hasta el camiĂłn de asalto. El drogadicto volviĂł a reĂr con esa palabra. Estaba pasando un mal trago porque no tenĂamos la locaciĂłn exacta. Era evidente que Ă©l, al menos, consumĂa.
Y era obvio que, aunque Michael supiera la locaciĂłn exacta, no la dirĂa. No podĂan arriesgar dos meses de investigaciĂłn por la posibilidad de que se filtre informaciĂłn. PodĂan tener tanta mala suerte de que el drogadicto fuera un contacto clave y avisara a alguien para que limpiaran el lugar.
Sin embargo, se arriesgaron con nosotros. Ocho tontos agarrados al azar en la calle, de los cuales la mitad eran más sospechosos que cualquier chorro. Los otros tenĂamos mochilas. Yo podĂa tener toda una colecciĂłn de huesos de bebĂ© o más droga que los tres kioscos juntos que nadie lo hubiera notado.
Cuando estábamos llegando, el de rastas reconociĂł el barrio rápidamente. Dijo que vivĂa por la zona. El drogadicto agarrĂł el telĂ©fono y, por primera vez, Michael se dio vuelta. Esta vez, su cuello no parecĂa un problema. Finalmente era más atlĂ©tico de lo que parecĂa. Michael frenĂł.
—Nada de teléfonos. Puede haber interferencias.
Por la esquina más lejana, apareciĂł un tipo, evidentemente alterado. Tres de los policĂas, que habĂan retrocedido para custodiar la calle, lo enfrentaron y lo callaron de un disparo en el pie.
Como yo no sĂ© nada de telĂ©fonos, estuve de acuerdo y lo apaguĂ©. Michael me pidiĂł que sacara una bolsa de la guantera y me hizo guardar todos los telĂ©fonos ahĂ. Era mi primera tarea como cĂłmplice policial y por la cual el drogadicto ya me estaba mirando raro. ÂżPero quĂ© iba a hacer, ponerme en contra de la ley y desobedecer a la abuela?
Llegamos al 2 de Abril, tal como dijo el de rastas. Michael no lo contradijo, pero dieron tantas vueltas que me perdĂ. En una esquina de tierra se separaron los autos con los testigos y nosotros avanzamos hasta la casa principal. Era una pocilga, o un basurero, o una pocilga basurero con aspecto de estar abandonada.
El escuadrĂłn venĂa con nosotros. Quizá en las otras casas tocaran el timbre…
En medio segundo, los camuflados bajaron con sus escopetas y se pusieron tres a cada lado de la puerta. Por detrás apareciĂł el tipo del ariete y la tumbĂł. Entraron gritando y apuntando al aire. Michael habĂa puesto la radio y subiĂł el volumen. Sonaba Chopin. Extrañamente, logrĂł distenderme un poco mientras estábamos estacionados a la mitad de la calle, un blanco perfecto. Lo primero que saliĂł a la vereda de la casa fue un pitbull, que tenĂa el pecho agujereado por un fresco disparo. El drogadicto lo habĂa escuchado y se puso de los pelos. Si un perro recibĂa una bala, Âżpor quĂ© Ă©l no? Luego, por la esquina más lejana, apareciĂł un tipo, evidentemente alterado. Tres de los policĂas, que habĂan retrocedido para custodiar la calle, lo enfrentaron y lo callaron de un disparo en el pie. El tipo agarrĂł al perro y se fue insultando por donde vino. Michael miraba alternadamente la situaciĂłn y a nosotros. Yo era el Ăşnico compenetrado con la mĂşsica. Claro que escuchĂ© los disparos, Âżpero quĂ© podĂa hacer? Al tercer disparo le sonĂł el Handy a Michael. LĂłpez dio la orden para entrar a la casa.
Controlar la situaciĂłn era discutir con la gente de la casa que, lejos de estar calmada, estaba a los gritos e insultando al juez. SĂłlo habĂan esposado al gordo charlatán y a un supuesto tĂ©cnico electricista que estaba haciendo arreglos en la casa. A espaldas del gordo estaba su madre, una mujer de sesenta y largos años y pelo corto, junto a una mujer de unos veinte y no sĂ© cuántos años. Todos estaban alterados excepto la chica, que parecĂa que iba a perder la pierna de tanto moverla.
Michael nos presentĂł con los nombres falsos que habĂamos inventado antes de llegar. Yo era Plutarco, el drogadicto era Paco, el de rastas era Boby y el resto no me acuerdo.
Boby y Paco se quedaron detrás y yo avancĂ© por el living. El charlatán fue callado innumerables veces, pero tenĂa la imperiosa necesidad de hablar y, al hacerlo, se contradecĂa. Las frases más recurrentes eran “Soy un laburante”, “estoy limpio” y “no me drogo”. ÂżQuĂ© más podĂa decir? Yo tampoco confesarĂa que dirigĂa una banda narco o que escondĂa la droga tan bien que no la encontrarĂan en mil años.
El tipo que venĂa con LĂłpez, un hombre muy malhumorado y de camisa arremangada, sacĂł unas hojas abrochadas de una carpeta y comenzĂł a leerle la causa que lo implicaba, el procedimiento en el allanamiento, sus obligaciones y sus derechos. Lo Ăşltimo lo agreguĂ© yo. Nadie le leyĂł sus derechos. Pero el charlatán habĂa anticipado que iba a elevar una denuncia a la fiscalĂa. Para decir algo asĂ, uno tiene que estar en tema. Y me dio la impresiĂłn de que el charlatán tenĂa la pasta de haber pasado por eso en varias ocasiones. A mĂ me sonĂł cosa de gran porte, pero a nadie le importĂł. La madre fue la Ăşnica que se avivĂł y dijo unas algunas cosas que dejaron mal parados a los policĂas, porque el fiscal hizo un gesto con la mano y saliĂł por la puerta. Entonces todos nos quedamos mirándonos porque faltaba algo, era como un sello de alguien u otro papel. Burocracia.
—Veo que está en el tema, señora —dijo un tipo que, al presentarse, lo hizo como “El cabo Coba”.
—Son años de lidiar con la policĂa corrupta —y la señora remarcĂł la Ăşltima palabra con un Ă©nfasis muy atinado—. Acá el que no corre vuela. Y es más —agregó—, yo voy a pasar a revisar con ustedes, no sea cosa que planten algo raro.
—No, señora… No hable pavadas —dijo Michael—. Para eso están los testigos. ÂżCierto, Boby?
Boby asintió, igual que Paco. Yo también lo hice.
—¿Y quiénes son ellos? —dijo el charlatán—. No los conozco, no los conozco.
El charlatán se vio muy alterado por nuestra presencia.
—No, no los conoce —agregĂł la madre—. Ni yo…
—Son testigos de la calle —dijo el fiscal, que ya estaba de vuelta y con el sello que faltaba para mostrárselo a la señora, asà se callaba de una vez —. Es la idea, que no los conozcas.
Todos nosotros estábamos en el medio, acurrucados como rebaño, a la espera de que el tipo pudiera despistarnos lo suficiente.
—Y pero yo qué sé si es un familiar tuyo o un amigo, quiero ver la identificación —dijo el charlatán—. A ver vos, flaco, dale. ¿Cómo te llamás? ¿Quién sos?
—No le respondas —dijo Michael.
No pensaba hacerlo.
—Somos los tres mosqueteros —dijo Paco.
El charlatán lo mirĂł como para recordarlo por el resto de su vida. Hablando entre dientes y con el impulso de querer atravesarlo a LĂłpez, que estaba justo delante de Ă©l, el tipo miraba para todos lados como si en un momento dado fuera a perder la cabeza y se lanzara sobre nosotros. Yo temĂa ese momento en que Ă©l estaba esposado, de pie, junto a la madre, la de pocas eses y el tĂ©cnico, que estaba al otro lado de la sala, tambiĂ©n esposado y sentado. Todos nosotros estábamos en el medio, acurrucados como rebaño, a la espera de que el tipo pudiera despistarnos lo suficiente como para que la madre agarrara el arma situada por debajo del marco de la mesa y abriera fuego. Llevarse a uno era suficiente como para morir dignamente.
Lo llamé aparte a Michael y le hablé de mi conjetura. Michael me miró, seco.
—¿Vos a qué te dedicás? —preguntó.
—Tengo una empresa de suplementos dietarios para deportistas.
—Yo soy policĂa —dijo—. Esto no es tu laboratorio, es el mĂo. AsĂ que haceme un favor, ÂżsĂ? No me rompas las pelotas.
AsentĂ. Boby me mirĂł y me hizo el gesto: Mejor callate, asĂ nos vamos rápido.
El charlatán dijo que tenĂa la mano dolorida por una operaciĂłn y el fiscal lo complaciĂł aflojándole las esposas. Luego lo confirmamos cuando encontramos las placas radiográficas. Ahora no sabĂan cĂłmo callarlo porque volvĂa a repetir que Ă©l no mentĂa y etcĂ©tera.
Todos querĂan irse temprano y LĂłpez fue el primero en ir al grano. Se llevĂł a Paco y a Boby al fondo de la casa y yo me fui con el asistente de Michael y una oficial a la primera de las dos habitaciones.
El truco del tĂ©cnico tenĂa sentido, ambas habitaciones carecĂan de cualquier tipo de luz. Una de ellas, incluso, tenĂa una Ăşnica ventana tapada por un ropero de tres puertas podridas que habĂan sido sacadas y colocadas sobre el techo del mismo, de modo que el interior era de fácil acceso. El asistente, que insistiĂł en que lo llamara como tal, era quien revisaba y la oficial sostenĂa la linterna.
—Tu trabajo es fácil —dijo la oficial—. ¿Hiciste esto alguna vez?
—No.
—Nosotros vamos a revisar todo y vamos a proceder a secuestrar elementos vinculados a las drogas como cuchillos para picar, balanzas, bolsas, las mismĂsimas drogas, etc. Eso es que lo que estamos buscando. Si se encuentra dinero o armas, tambiĂ©n se secuestran. ÂżEntendido?
—SĂ.
—Cualquier elemento sospechoso —agregó el asistente—. Vos lo constatás y se le saca una foto.
El asistente procediĂł a dar vuelta absolutamente toda la habitaciĂłn. RevolviĂł el placard, cortĂł colchones y desarmĂł cuanto objeto suscitara una sospecha.
—… Porque estoy limpio, por eso no van a encontrar nada. Soy un laburante…
—Este gordo no se calla más —dijo el asistente.
—¿Siempre se ponen as� —pregunté.
El asistente revisaba un dominio de una moto.
—¿Sabés lo que pasa? —dijo la oficial—. Te rompen las pelotas para que te desconcentres y te vayas rápido.
—Anotá, JGF 998 —dijo el asistente.
La oficial le sacĂł una foto a la placa y lo anotĂł en una hoja.
—Si estás limpio, te quedás tranquilo —dijo la oficial.
Toda la ropa estaba arrugada y con humedad en estantes compartidos con bolsas de pan viejo y preservativos abiertos y sin usar.
El asistente la complaciĂł con la mirada.
Cuando vaciaron el placard reunieron repuestos de diferentes motos. Algunos artĂculos nuevos envueltos en sus cajas originales y otros tantos usados.
—…ÂżVas a venir vos a ordenar? Esta es mi casa. Voy a denunciar a la fiscalĂa, vas a ver… ¡No, yo te estoy hablando bien, escuchame, escuchame…!
—Este se piensa que le vamos a ordenar este basurero —dijo la oficial.
Las condiciones de higiene de la habitaciĂłn eran inhumanas. Toda la ropa estaba arrugada y con humedad en estantes compartidos con bolsas de pan viejo y preservativos abiertos y sin usar. El asistente bromeĂł con la idea de que una rata habĂa perdido su madriguera luego de una apuesta que el charlatán ganĂł.
—Acá —dijo el asistente, extendiéndome un puñado de billetes—. Contalo y anotalo.
—Ponelo ahà que le saco foto —dijo la oficial, señalando un carro para bebés.
—…Soy un laburante. Yo la-bu-ro…
—…Ey, venĂ para acá…
Por el umbral de la puerta apareció el charlatán.
—¿Qué hacen? —preguntó.
—Por Dios —dijo la oficial—. Andá para allá.
—López me dio permiso, ¿me puedo quedar acá? Me dio permiso.
El asistente estaba perdiendo la paciencia. Ya habĂa roto algunas cosas frágiles y ahora estaba pateando la puerta de madera, que estaba apoyada contra una pared.
—Si yo escondiera droga, la guardarĂa ahà —dije, señalando el techo de madera.
El asistente se paró y sentó al charlatán en la estructura de la cama.
—Te quedás acá y te callás. ¿Me entendiste? Me volvés a romper las pelotas y te meto en el patrullero.
—No, no. Me quedo, me quedo.
El asistente terminó de dar vuelta toda la habitación, colocando la montaña de basura sobre un lateral junto a la cama.
—¿Vos dormĂs acá? —preguntĂł la oficial.
—SĂ. Me mudĂ© hace poco y la estoy arreglando.
—No tenés ni luz.
—Es que por eso te digo que estaba el técnico arreglando —el charlatán se puso de pie—. Vino a poner la luz.
—Sentate. No te lo vuelvo a repetir.
El charlatán se sentó.
—Tomá.
La oficial me pasĂł la linterna y se quedĂł junto al gordo.
—Ves lo que te digo, flaco. Te rompen las pelotas para que te desconcentres. Alumbrame acá, mirá esto.
El asistente señalĂł un equipo de mĂşsica que tenĂa la casetera encintada por todos lados. SacĂł una navaja y cortĂł las cintas. Al abrirla encontrĂł la identificaciĂłn de una mujer. Aparentemente, no pertenecĂa a ninguna de las presentes.
—¿Y esto? —preguntó el asistente.
Le pasĂł la credencial a la oficial y ella la mirĂł con detenimiento.
—No sĂ©, no es mĂa —respondiĂł el charlatán—. Flaco, no te conozco —me dijo—. Tomátela de mi casa.
El tipo desvariaba. Yo hubiera dicho que estaba drogado. Pero quizá me habĂa sugestionado el ambiente.
—¡Cerrá la boca! —dijo la oficial—. Vos no digas nada, flaco. Sacale una foto a esto.
—¿Ahora no te dejan hablar? —preguntó.
El charlatán me miraba fijamente. PodĂa sentir esa horrenda sensaciĂłn clavándose en mi espalda.
SaquĂ© la foto. El gordo estaba muy alterado y volvĂa a murmurar entre dientes. No dejaba de ver la identificaciĂłn.
—¿Qué es toda esta ropa? —preguntó el asistente.
HabĂa sacado varias bolsas de las cajas de electrodomĂ©sticos. Todas ellas contenĂan, en su mayorĂa, carteras, zapatos, sandalias y accesorios de cara. Todo de mujer.
—¡Maaaa! Venà —gritó el charlatán.
ApareciĂł la madre y aclarĂł que vendĂa ropa. Cuando la oficial le preguntĂł por la identificaciĂłn, la mujer dijo que era de su sobrina Lara y que se la habĂa quedado cuando la internaron.
—¿Qué le pasó? —pregunté.
—¡Ah, mirá, ahora el flaco habla! —dijo el charlatán.
—Le dispararon en la pierna por accidente.
—¿Accidente? —preguntó el asistente—. Vero, llevátela de acá. Quiero terminar. Vos venà —dijo, señalándome.
La oficial acompañó a la madre fuera de la habitaciĂłn y el charlatán me hizo señas para que me acercara. Lo habrĂ© hecho por diez centĂmetros y me dijo que me fuera de su casa, que Ă©l era un laburante. Le restĂ© importancia y volvĂ con el asistente. El charlatán me miraba fijamente. PodĂa sentir esa horrenda sensaciĂłn clavándose en mi espalda.
—Listo —dijo el asistente—. Vamos a la otra.
—¡Maaaa! —gritó el charlatán.
—…Estoy, hijo…
—Sentate, flaco —dijo el asistente—. ¿Vos no entendés? Me estás haciendo calentar.
El charlatán se puso en el marco de la puerta.
—…Señora. Venga para acá…
—¡Yo soy un laburante! —repitió el gordo.
—No quiero volver a escuchar eso —dijo el asistente.
Por detrás escuché un grito de Michael. También la voz del juez y las corridas por el pasillo. La madre del charlatán volvió corriendo a la habitación y entró. Por detrás llegó la oficial. El charlatán se deslizó por la pared hasta la cabecera de la cama y le dio un golpe, dejando caer una tabla que liberaba un pequeño hueco en el que guardaba un revólver. El gordo lo agarró, se lo pasó a la madre y ella nos apuntó a la cara.
—Vamos a tranquilizarnos —dijo el asistente—. No queremos heridos.
—Flaco, tomátela —dijo el charlatán.
—Vos te quedás acá —agregó el asistente, agarrándome del brazo.
—Tranquila ahà —dijo la oficial, empuñando su arma y apareciendo por detrás de la mujer.
Era justo la parte de las pelĂculas que no querĂa ver. Les habĂa advertido a todos en el living cuando entramos a la casa. La situaciĂłn era muy relajada para haber entrado tirando la puerta abajo en busca de drogas… ahora el tipo estaba enojado y le dijo a la madre que dispare. Y la madre fue alternando entre el asistente, la oficial, su propio hijo y yo, que intentĂ© hacerle la cabeza de que contuviera a su hijo porque si no todos iban a terminar mal.
—Quien mal arranca, mal acaba —dijo la madre, y luego de forcejear con la oficial, que se le vino encima, disparó y me rozó la cara. La oficial perdió su arma y quedó en manos del charlatán.
—¡Yo te dije, flaco! —gritĂł el charlatán—. ¡Me conozco! Soy un laburador… No lo vas a cambiar ni vos ni nadie.
—…¡Calmate! ¡Tirá el arma!…
El asistente estaba tieso. Luego dijo que nunca le habĂan apuntado a tan corta distancia. La oficial era quien mejor manejaba la situaciĂłn. Lástima que el charlatán le descargara tantas balas en el pecho. Luego me dijo que no mentĂa, que Ă©l era un…
—¡Calmate! Por favor —dije—. ¿A qué te dedicás? ¿Eh? Contame.
—¡Hago esto! —dijo—. Limpio gente… Me pagan por limpiar gente…
El charlatán vio que se le acababa la mecha y me dio un tiro en el pecho, y antes que disparara contra el asistente llegaron los demás y le dejaron el torso como un colador…
HabĂa sangre por todos lados. La madre del charlatán gritaba llorando sobre su cuerpo. Yo me desmayĂ© y caĂ al piso. La chica de pocas eses fue atada a la columna del living y estaba shockeada. Eso lo supe luego, mes y medio más tarde, cuando fui dado de alta en el hospital.
Michael me dijo que tanto presupuesto tenĂa que dejar, por lo menos, a alguien tras las rejas.
Durante ese perĂodo, Michael me fue a visitar cada martes.
—Sobreviviste, flaco —dijo Michael—. Mirá, te traje esto.
Michael señalĂł la mesa. HabĂa una especie de trofeo con forma de revĂłlver. Me pareciĂł poco apropiado. No querĂa volver a ver un arma. ÂżPero quĂ© le iba a decir? La abuela tenĂa razĂłn. Al final Michael terminĂł preocupándose por mĂ.
Durante las Ăşltimas semanas, ya consciente pero imposibilitado a nivel motriz, mantuve largas charlas con Michael. Me contĂł que finalmente encontraron varios kilos de cocaĂna en el techo que yo le habĂa señalado al asistente y reconociĂł que el operativo no fue tan “chico” como habĂa dicho. TambiĂ©n reconociĂł cierta culpa por minimizar la situaciĂłn y por ser tan inoperantes en cuanto al resguardo de la vida de los testigos. AdmitiĂł que subestimaron al charlatán.
—¿Qué pasó con la vieja de pocas eses? —pregunté.
—La van a meter en cana.
—¿Ah s� ¿Le encontraron algo?
—No. Ella está limpia… pero viste cĂłmo es esto… Con el gordo muerto…
AsentĂ. Alguien tenĂa que ocupar la jaula. Michael me dijo que tanto presupuesto tenĂa que dejar, por lo menos, a alguien tras las rejas.
También terminaron por encerrar al del tiro en el pie, por entorpecer el desarrollo del operativo, y a los tres adultos que encontraron en las otras dos casas.
—¿Qué pasó con la droga? ¿Qué hacen con todo eso?
—La vendemos —dijo Michael—. ¿Querés? Te hago precio.
Michael no se rio, pero yo sĂ y el tema quedĂł ahĂ.
—En fin —retomó—. En nombre de la PFA, quiero felicitarte por tu colaboraciĂłn como testigo y por la astucia de indicar dĂłnde podĂa estar la droga.
—No fue gran cosa. Se me ocurrió en el momento —dije.
—Me alegro que estĂ©s vivo… Acá te dejo mi telĂ©fono. Si algĂşn dĂa necesitás algo, podĂ©s llamarme.
—¿Droga?
Ambos reĂmos. Michael se fue y me quedĂ© el resto de la tarde pensando.
Al dĂa siguiente que me dieron el alta decidĂ meterme activamente en el oficio policial. Hubiera querido especializarme en policĂa cientĂfica o de investigaciĂłn, pero los exámenes psicolĂłgicos no fueron suficientes y apenas me alcanzĂł para un curso de seguridad privada con un ingreso directo al psiquiátrico de Chestertown. Era eso o pagar la carrera en un instituto privado, algo que ni todo mi árbol genealĂłgico junto hubiera podido costear.
- Allá no miento - sábado 12 de diciembre de 2020