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Como los animalitos
(crónica del nacimiento de un bebé)

sábado 26 de diciembre de 2020
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…pido a la concurrencia / que se me oiga nacer exactamente por donde todos / sin excepción alguna han nacido, que se oiga el manipuleo / hábil de las manos enguantadas y que admire el surgir / de una cabeza rapada y las coloraciones del que viene sin querer a esto.
José Antonio Castro

I. El nacimiento

Esa mañana del 30 de abril la ciudad amaneció con una tenue neblina en la atmósfera que descendía de la montaña. El abuelo miró el reloj de la casa y vio que eran las 6 y 30 am. Hay que ir saliendo para la clínica, advirtió. Ya en la vía pudo ver que la pequeña y apacible ciudad andina se despertaba e iniciaba su rutina diaria. Se podían ver los primeros vendedores de frutas y verduras que colocaban en las calles sus mercaderías y los primeros comercios de víveres abrían sus puertas. Muy temprano, de acuerdo con las disposiciones del doctor, la futura madre debía estar en la clínica. Después de nueve meses de gestación su primer bebé iba a nacer. Un intenso sentimiento de expectación se apoderaba de su espíritu y se manifestaba en la familia. Días antes, una vez examinada pacientemente en el consultorio y visto el bebé en el útero de la madre a través de imágenes del eco, el médico sentenció que se trataba de un varón. Aquí se ve el pipí, dijo, mostrándoselo al padre. Es un macho con un pipí grande, agregó, con su particular sentido del humor. Mañana mismo la internamos para sacarlo de la barriga. Temprano en la clínica, insistió. Todo va salir bien, dijo finalmente, para calmar el ánimo de los padres. Lleven lo que la madre va a necesitar: toalla, sábana, jabón y artículos de limpieza. Estará sólo un día en la clínica. La madre está bien, pero el país está en terapia intensiva, señaló.

Se daba por un hecho que todo bebé llora al nacer, pero nada se escuchaba en la cercanía de la misteriosa puerta de la sala de partos.

Todos sabían que el bebé nacería en un momento de grave crisis del país, pero en la familia sus padres y abuelos invocaban la protección de los santos. José Gregorio Hernández sobre todo, un santo popular apenas reconocido como beato por la Iglesia católica. Una mirada al verdor de la naturaleza inspiraba cierta tranquilidad. Los árboles lucían primaverales, tocados por una ligera lluvia matutina. Podrán robarlo todo los políticos corruptos de este país pero no se podrán llevar las montañas y este agradable clima andino, pensó el abuelo, para calmar su ánimo. Sabía que el nacimiento es siempre un acontecimiento de celebración y renovación de la vida, pero los jóvenes, los que se disponían a formar una nueva familia, tenían un futuro incierto. Un nuevo ser es resurgencia del espíritu y manifestación de la belleza, se dijo a sí mismo, mientras entraban a la clínica. El mutismo de la madre era expresión de su inquietud pero se adivinaba a la vez una secreta felicidad en su rostro. Era reconfortante ver cómo la gestación había cambiado su vida. Ser madre, se intuía, daría plenitud a su existencia y multiplicaba sus deseos de vida a la vez que la motivaba para superar las estrecheces de todo tipo que imponía la situación política del país.

Una amable médica joven de tez morena recibió a la futura madre con una sonrisa y le mostró la habitación donde estaría hospedada. Un cuarto amplio y de sobria decoración. Aquí estará cómoda. Esperemos que lleguen el médico especialista y la anestesióloga. Tomen asiento, indicó. Más tarde, alrededor de las nueve y media de la mañana, la futura madre fue ingresada a la sala de partos. Transcurrida una media hora el futuro padre y los abuelos esperaban con ansiedad escuchar un llanto de bebé. Se daba por un hecho que todo bebé llora al nacer, pero nada se escuchaba en la cercanía de la misteriosa puerta de la sala de partos.

Un bebé es una bendición de Dios, dijo la abuela cuando el doctor finalmente abrió la puerta de la sala de operaciones y mostró al recién nacido apenas sacado del vientre mediante cesárea. Habían sido minutos de intensa espera. Era el primer hijo de la joven pareja. Siempre el nacimiento es un enigma, un acto rodeado de un aura de discreción y misterio, comentó el futuro padre, que no ocultaba su inquietud. Sin embargo todos confiaban en la experiencia y sabiduría del ginecobstetra, un querido amigo del abuelo que asumió con generosidad y gentileza la responsabilidad de atender a la madre. Como el abuelo nunca había presenciado un parto, recordó un poema de un poeta amigo en el que imagina “el manipuleo hábil de las manos enguantadas” del médico y el lento surgimiento de la cabeza del bebé. Así debió ser, se dijo, como en las películas, pero recordó también que sólo ya de adulto pudo saber por dónde nacían los bebés, por lo que para él el nacimiento de un niño era un acontecimiento rodeado de cierto encanto mitológico. Aunque se preguntó muchas veces si era verdad, desde muy niño sus padres le hicieron creer en el simpático mito de las cigüeñas.

—Todo bien —dijo, finalmente, el ginecobstetra, como satisfecho de su trabajo—. Sin ninguna complicación —acotó. Se le notaba cansado, como si hubiera tenido que someter su cuerpo a una ardua tarea.

—Pesó tres kilos y medio —agregó el pediatra, mostrándolo desnudo y aún húmedo—. Hay que ponerlo una hora en la incubadora para que se aclimate.

Era extraño, pero el bebé no lloraba. Parecía dispuesto a acomodarse a la inédita aventura de vivir fuera del vientre de su madre. Aún nada parecía reclamar, como impregnado todavía de la felicidad de vivir bajo todo resguardo.

No habla pero ordena: teta, pañales, cuna, ropa, cobijas, que me vea bello, dice. Sí, soy lo más bello que hay aquí.

—Se llamará Sebastián Arturo, un nombre honrado por santos, reyes y músicos —señaló el padre, visiblemente emocionado, mientras el pediatra y la enfermera lo cobijaban. Los abuelos pudieron respirar tranquilos y se dispusieron a acomodar la habitación de la modesta clínica, porque la madre, argumentó la enfermera, debía permanecer un día hospitalizada para los primeros cuidados del recién nacido.

Fuera de la clínica apenas comenzaba el sol a calentar el día. Un nuevo día para un bebé que nacía en plena transformación de un mundo sometido a nuevas amenazas. La televisión, la radio y las redes sociales anunciaban que una pandemia de un virus desconocido y presuntamente localizado en un mercado en China se cernía como una terrible enfermedad que podría acabar con la vida de millones de personas. Dentro de toda esa situación el nacimiento del bebé revelaba, a pesar de todo, que la vida tenía momentos de particular belleza y brindaba también hermosas esperanzas. El padre estaba radiante. Sabía que Sebastián sería ahora parte de sus angustias y de una felicidad que prometía grandes desafíos. Su vida había cambiado.

Serían las 10 de la mañana cuando sorpresivamente la enfermera, una señora regordeta pero experimentada, entró a la habitación y entregándole el bebé a la madre le dijo que dentro de poco podía darle teta, que tomara mucha agua para que le fluyera la leche pero que además debía tenerle un pote de leche maternizada, en caso de que sus senos no respondieran. Está bien, le dijo el papá del niño, lo tendremos en cuenta, y aprovechó para señalarle que el bebé no había llorado. No importa, dijo, ya llorará. Hoy en día, la cosa está tan mala que todo el mundo llora. Lo importante por ahora es que esté bien cobijado, agregó. Discretamente dio la espalda y abandonó la habitación.

 

II. ¿En qué piensa el bebé?

Como los animalitos / vamos todos a jugar / haciendo los sonidos / que hacen ellos al andar.
“Como los animalitos”, canción infantil

Tres días después en la casa de los abuelos la vida es diferente. La presencia como mágica de Sebastián ha cambiado el ritmo y la gramática de la vida pues todo gira a su alrededor. Nada más existe sino el bebé. Ni siquiera las plantas o la lluvia tienen importancia ahora para la abuela. Por fin, dice la madre, ya lloró. La abuela observa que está aprendiendo a llorar pero que debe estar cobijado como si estuviera aún en el vientre. El bebé es un universo de nuevas afectos y relaciones. Para la madre y el padre es como un rey que reordena sus vidas, que subordina sus particulares realizaciones a su imperceptible pero imperativo mandato. No habla pero ordena: teta, pañales, cuna, ropa, cobijas, que me vea bello, dice. Sí, soy lo más bello que hay aquí. Yo soy el rey y el mago, creen los padres que dice y obedecen ciegamente a cualquier gesto. Lo único que pido es amor, subraya desde su particular lenguaje de secretos e indescriptibles signos. Y mi amor, que quede claro, es la teta. La madre parece entender con sacrificio y abnegación que ese amor es atención las veinticuatro horas del día, que esa delicia que llaman dormir se me escapa entre la teta, los pañales, hervir el agua para los teteros, prepararle la cuna, darle las vitaminas. ¿Quién soy yo ahora?, ¿quién es este bebé que me está cambiando mi vida?, ¿en qué piensa?, ¿pensará algo?, ¿a dónde me lleva este nuevo ser que es un milagro en mi vida? Es increíble, pero ¡tengo un bebé! El bebé me viste, es mi joya y mis zapatos predilectos, ahora soy más preciosa. Tengo, como dice el poeta Nicolás Guillén, lo que tenía que tener. Cuando me mira es como si Dios me mirara, es como si la tierra y el cielo se juntaran para decirme que soy perfectamente amada, que no existe para mí más felicidad que su boca y sus ojos y sus manos y su cuerpo. Nueve meses en mi vientre fueron suficientes para saber que eras bello, le dice mientras lo acaricia, siempre supe que eras lo mejor que me estaba ocurriendo. No te conozco tan bien como quisiera, le dice, pero te amo.

—Hay como un nuevo gobierno en esta casa —dice el abuelo—. Es la dictadura del bebé, a la cual no se puede uno oponer porque lo fusilan, y recuerda que el pediatra dijo que no hagan caso a las abuelas porque criaron a sus hijos con remedios caseros que, como decía Rómulo Betancourt, ya están obsoletos y periclitados.

Diez días después el bebé sólo nos mira, pero su mirada es enigmática. ¿En qué piensa el bebé?, se preguntan todos. Nos pone a girar a su alrededor como payasos, le hacemos muecas, le impostamos o cambiamos la voz pero no parece darse por enterado. ¿Soñará?, ¿tendrá deseos?, ¿qué pensará de mí?, se pregunta su padre, mientras le toma una, dos tres fotos. ¿Sabrá quién soy?, ¿me verá como el rival de su madre?, ¿sentirá, como dicen algunos psicólogos, que soy un intruso? Lo reconozco, el bebé es mi nuevo pana. Una amistad para toda la vida, a prueba de balas, como dicen por allí.

Pero el bebé sólo mira. Sabe que tendrá su propio mundo, que todo será diferente para él, que él mismo será su propia invención.

—Hoy es 30 de mayo —observa la abuela—, un día maravilloso pues el bebé cumple su primer mes de vida. Ya se le están viendo los ojos claros, como azules o ligeramente verdes. Además va a ser blanco y muy alto, como un actor de cine. Cuando crezca se va a quitar las mujeres a sombrerazos, como decían antes.

—Yo le veo los ojos negros —dice el abuelo—. Para mí son negros, no son azules. No nos olvidemos que él es venezolano. Tampoco va a ser catire. No es alemán, ni gringo, ni francés, es criollito, mestizo como todos los venezolanos.

—Hoy celebramos —dice el padre—. Aunque sea con algunas cervezas pero celebramos. Será sólo para nosotros porque la pandemia y la economía del país nos tienen acorralados. Hay que hacer una torta que diga happy birthday Sebastián y unos tequeños. El bebé se merece lo mejor. Y le haremos un sombrero de gentleman, sí, como los que usaban los caballeros en la Inglaterra del Renacimiento. Hemos hecho un esfuerzo y le compramos una ropita made in USA. Ayer llegó la caja desde Miami, cómo se verá de hermoso cuando lo vistamos con esa ropa importada y con el sombrero, que aunque será de cartón, tendrá su estilo. Habrá que tomarle varias fotos. Hay una en la que ya aparece riéndose, ¿se burlará de toda esta morisquetería de mimos, besitos y apuchurramientos?

Mientras tanto el bebé sigue mirándonos. Quizás nos juzga. Está serio. ¿Será que está pensando? Los bebés son sabios, dice la abuela. Se parece a su tío médico pero la nariz es de su mamá. Le encanta ser el centro de todo y cuando no lo es reclama. En la siguiente consulta el pediatra insiste en lo de la leche materna. Su conexión con la madre es hipnótica, dice, tan íntima que es como si adivinara que él es espejo y el deseo de ella. Sus padres lo quieren bello porque se ven o se desean bellos en él. Pero el bebé sólo mira. Sabe que tendrá su propio mundo, que todo será diferente para él, que él mismo será su propia invención, que derribará imposiciones porque tendrá derecho a soñar su propio territorio y sus límites serán los de su propia imaginación. Ya nos reconoce y da patadas, observa la madre, recordando que alguien le dijo que tenía pies de basquetbolista pero un poco preocupada piensa cómo harán para conseguir las primeras vacunas. No hay vacunas en el país, le dijo el pediatra, o hay que pagarlas en dólares. Sin embargo la madre sabe que las va a encontrar, aunque tenga que buscarlas debajo de las piedras porque la sonrisa y la salud del bebé no tienen precio y por encima de todo, le dijo la abuela, tiene que estar protegido y además, Dios es muy grande.

Ya en la casa, de regreso de la consulta pediátrica, el padre vuelve a jugar con el bebé. Le pone música. Parece ordenarle que le tome más fotos: ¡me veo magnífico! Se le ha hecho ya una costumbre darle las vitaminas y ayudar a bañarlo. Ahora sé que ser padre no es una obligación sino un ejercicio de imaginación y ternura, piensa mientras le cambia los pañales. Sí, ahora entiendo que la ternura no es un invento cursi sino un modo de volver a ser niño con Sebastián, volver a los juegos que ya se me olvidaban, a plim plim, los payasitos y la canción de los animalitos.

Douglas Bohórquez
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