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Lotería

sábado 27 de febrero de 2021
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Para “mi loco”
Jacobo Lugo

Nunca había jugado a la lotería así que no tenía muchas esperanzas cuando Lugo, que era un jugador compulsivo, un jugador que jugaba mucho y que ganaba aún más, me dio el número y me dijo que le metiera plata. Me lo dijo como solía decirlo Lugo, en voz muy baja, hablándole al oído, como si estuviese revelando un secreto, algo que nadie más podía escuchar. Por alguna razón a mí me consideraba una persona seria y respetuosa y por eso me dio el número. Sánchez, tú no eres pavoso, solía decirme. Lugo le tenía verdadero terror a la pava y solía alejarse de las personas que por sus actitudes o sus comentarios negativos o burlones sobre el juego y las apuestas podrían traerle mala suerte.

Ahora tenía el número ganador frente a mí en el listado. Saqué el recibo de la cartera y comprobé los números. No había dudas: 103. Algo extraordinario había sucedido. Había ganado.

Pensé en mi trabajo, en esas ocho horas diarias en las que mi tiempo no tenía ningún valor.

No regresé al banco. En los bolsillos tenía el equivalente a un año de salario. Bajé por el bulevar con la sensación de que podía hacer lo que quisiese. Acariciaba y presionaba el grueso fajo de billetes en el interior del bolsillo delantero de los pantalones. Como cajero en el banco mi trabajo consistía en recibir, contar y entregar dinero de otros. Por mis manos pasaban una ingente cantidad de billetes y monedas que seguían su camino hacia la bóveda o terminaban en otras manos, manos anónimas e impersonales como impersonal era el dinero que contaba. Pero ahora era distinto. Este dinero me pertenecía, era mío. Era como un regalo de la vida.

Caminaba despacio. Llegué al final del bulevar y en lugar de enfilar hacia la plaza me introduje en la calle de los hoteles. En las puertas de los viejos edificios de cuatro o cinco pisos, destartalados y quejumbrosos, las putas tomaban el sol. Sopesé la posibilidad de contratar los servicios de alguna de aquellas mujeres. Finalmente entré en un restaurante chino y me senté en una mesa cerca de la puerta de la cocina. El local estaba casi vacío y en silencio. Un camarero, un chino alto y desgarbado que comía arroz blanco y acelgas hervidas de dos grandes boles, se levantó de su mesa para atenderme. Pedí una cerveza. Al rato el chino regresó y dejó en la mesa un tercio vestido con una fina capa de hielo y un pequeño plato con maní salado.

Bebí un trago y me concentré en la sensación fresca que producía la cerveza fría deslizándose por mi garganta. Pensé en mi casa, esa casa enorme y costosa, en ese barrio por encima de mis posibilidades, en los giros del coche, ese desgraciado cacharro que ya no me daba más que dolores de cabeza, en la nevera que filtraba agua, en las vacaciones que nunca tomaba, en los poemas que nunca escribía. Pensé en mi mujer que se marchitaba lenta pero persistentemente en aquel caserón, pensé en mi hija que ya cumplía los quince años y pedía a gritos malcriados una fiesta fastuosa. Pensé en mi trabajo, en esas ocho horas diarias en las que mi tiempo no tenía ningún valor. Y ahora todo este dinero a mi entera disposición. Allí estaba, en uno de los bolsillos de mis pantalones. Casi podía sentir cómo palpitaba. Podía escuchar su voz susurrante, su llamado sugestivo.

De la cocina salió una china joven que se sentó en una mesa justo frente a mí, y comenzó a cortar cebollines. Llevaba puestos unos jeans desteñidos y una franela blanca muy ajustada al cuerpo. Era delgada y más bien de baja estatura. El pelo era negro, largo y lacio y lo llevaba sujeto con una colita. Su piel era blanca, casi transparente, surcada por tímidas venas de un azul desvaído. No pude quitarle los ojos de encima. Metí la mano en el bolsillo y acaricié el fajo de billetes. La china cortaba los cebollines muy concentrada. Sólo un chino se concentra de esa manera. Llamé al camarero que seguía tragando arroz blanco y acelgas, le pedí otra cerveza y le pregunté cómo se llamaba la chica que cortaba cebollines. El camarero me vio unos segundos, se dio la media vuelta y se metió en la cocina sin responderme. Sin embargo cuando salió con la cerveza se detuvo junto a la china y le susurró algo al oído. La china no apartó la mirada de los verdes tallos que cortaba pero sonrió levemente. Cuando el camarero dejó sobre la mesa la nueva cerveza dijo sin mirarme: María.

Me había tomado cinco cervezas cuando el camarero se acercó a mi mesa, me señaló una puerta y con un gesto me indicó que entrara. Entonces me di cuenta de que María ya no estaba. Había desaparecido. Me levanté y caminé hasta la puerta. Me quedé unos segundos, tal vez demasiados, frente a ella antes de abrirla. Empezaba a dudar. ¿Era buena idea entrar en un sitio desconocido a la búsqueda de una mujer de la que sólo sabía el nombre y que venía de un país lejano, hermético y misterioso? En principio no lo parecía. Se me puede acusar de falta de juicio, pero el deseo pudo más. Así que me apoderé del pomo y lo giré. La puerta se abrió con suavidad y sin hacer ruido. Crucé el umbral y me encontré en un pequeño cuarto débilmente iluminado por una bombilla fijada en la pared por encima del marco de la puerta. El cuarto estaba vacío. En el centro una escalera de caracol ascendía hasta perderse en la oscuridad. Era estrecha y de escalones altos. La puerta se cerró detrás de mí. Escuché el giro del pestillo. Atrapado. Instintivamente metí la mano en el bolsillo del pantalón y palpé el grueso fajo de billetes. Ni siquiera probé si el pomo de la puerta giraba. Me dirigí a la escalera y comencé a subir.

No sé cuánto tiempo estuve subiendo por aquellas endemoniadas escaleras. La tenue luz del cuarto que dejaba atrás fue haciéndose más y más pequeña hasta que desapareció del todo. Ahora me rodeaba una oscuridad rotunda. Subía lentamente. Deslizaba las manos sobre la barandilla. Ese delgado y rugoso tubo de metal era mi único contacto con la realidad. Comencé a jadear. También comencé a hacer cálculos. Debía llevar unos cinco o seis minutos subiendo. Eso me situaba, poco más, poco menos, a unos quince pisos de altura. Y yo estaba completamente seguro de que la edificación en la que estaba era una casa de dos, a los sumo tres pisos. En ese momento mis elucubraciones se vieron interrumpidas por una melodía apenas audible que llegaba hasta mí desde ninguna parte y de todas y que fue aumentando de volumen a medida que ascendía por las escaleras. Primero escuché una tumbadora marcando un ritmo hipnótico como de esclavos arando la tierra, al que se le agregó, poco después, el repique sólido de una batería. Luego una guitarra que parecía querer seguir las estela de la tumbadora y casi de inmediato el chillido de un órgano. Entonces reconocí la melodía. Era Soul Sacrifice de Santana. Cuando alcancé lo alto de la escalera la música lo era todo, lo llenaba todo, sustituía el aire negro que me rodeaba, vibraba en mi piel, llenaba mis oídos y se enquistaba en mi cerebro. Entonces, al mismo tiempo, se encendió una luz y la música cesó. Estaba en una pequeña sala sin muebles. En frente tenía una puerta. La luz provenía de una bombilla que oscilaba colgada de un cable que surgía del techo de la sala. Todavía aturdido por la música de Santana me acerqué a la puerta y la abrí.

El líquido se derramaba entre sus piernas. Me dio sed.

María estaba cómodamente arrellanada en un sofá, con las piernas cruzadas, los pies desnudos. Llevaba puesto un vestido floreado, la falda tentadora, recogida sobre sus muslos. Me miró y sonrió. Tenía la cabeza ladeada y la mejilla apoyada en la palma de la mano. Me senté a su lado. Dominada por un impulso irrefrenable, mi mano avanzó entre las faldas de María y sólo se detuvo cuando los dedos de esa mano suicida hicieron contacto con el sexo guardado, sin mucha convicción, por aquellas faldas.

El rostro de María, primero sorprendido, los ojos como grandes platos negros, estupefacto, tal vez, ante la imprevista embestida, y luego, paulatinamente relajado, los ojos cerrándose, a medida que la vagina se humedecía, las piernas se abrían, dejando el camino libre a mis dedos que se hundían, profundos, en su interior.

Jadeos y gemidos, las piernas abiertas al máximo, hasta el punto de rompimiento, movimiento de caderas, primero imperceptible y acelerando con determinación al ritmo de mis dedos, mi mano libre, hendida entre la superficie del sofá y la piel blanca de María, estrujando sus nalgas. El líquido se derramaba entre sus piernas. Me dio sed. Aparté mi mano y hundí la cara allí donde manaba. María gritaba y con sus manos hundió aún más mi cara, si esto era posible. Y yo lamía, aspiraba, chupaba, mordía, limpiaba, besaba, suspiraba, sorbía, frotaba, tragaba, baboseaba, bebía, restregaba la vagina de María hasta que ésta se vino en un prolongado y gimiente orgasmo. El olor del placer de María metido profundamente en la nariz y una dolorosa erección como compañía y martirio.

María me tomó de la mano y me llevó hasta una cama. Se desnudó en un segundo puesto que, aparte del vestido, no llevaba encima prenda alguna. Se sentó en el borde de la cama y me llamó con un movimiento de su dedo índice. Aún vestido obedecí y me puse frente a María como quien va a rendir examen. Ella, sin preámbulos, me desabrochó el pantalón y me lo bajó, junto con los calzoncillos, de un jalón enérgico y seco, dejando a la intemperie mi pene que había pretendido desinflarse. También sin preámbulos, con glotonería, se lo metió en la boca y allí volvió a cobrar fuerzas fruto de los lengüetazos y las succiones que le propinaba. Mi felicidad se tradujo muy pronto en una explosión de esperma que embarró el rostro sonriente de María. De inmediato y sin preámbulos, María, me iba dando cuenta, lo hacía todo así, sin preámbulos, se colocó en cuatro sobre la cama, ofreciéndome sus nalgas y la raja húmeda de su vagina. En la pared sobre la cama un póster del Che Guevara me observaba con ojos severos y expresión concentrada, dispuesto a presenciar un acto muy poco revolucionario. Tenía ya la verga a escasos centímetros de la raja palpitante mientras aquel hombre taciturno y heroico me observaba y desaprobaba lo que pretendía hacer. Trabado me encontré con los ojos profundos y duros de aquel barbudo que se obstinaba en verme y en interrumpir mi coito, sin que esa mirada lograra bajar el grado de mi excitación y deseo, ni el ángulo de mi erección. Había, sin embargo, algo de inhumano en esa mirada y en la expresión de ese rostro adusto. No sabría decir qué era aquello que yo percibía, tal vez una cierta inclinación al sacrificio, un sentido innato y profundamente arraigado de la inmolación. No lo sabía. Yo sólo sabía que tuvo María que agarrar mi verga y echar las nalgas hacia atrás para que por fin la penetrara. Era ella la que realizaba todo el trabajo, la que, al ritmo de sus caderas y moviéndose de adelante hacia atrás, hizo todo el esfuerzo, todo el sacrificio, mientras yo, sin mover un músculo y tratando de no pensar demasiado en el Che, me dejaba llevar, apenas rozando con la punta de los dedos el canto de sus caderas. María jadeaba y resoplaba como si le estuviesen removiendo las entrañas. Se dio la vuelta y tomando mi verga entre sus manos se la llevó a la boca. Le dio largos y dulces lengüetazos, como si se tratase de una barquilla a la que quisiese limpiar los últimos restos de helado. Me atrajo hacia ella y abriendo las piernas se la volvió a meter, dirigiendo mi verga con la mano y elevando las caderas al mismo tiempo en una maniobra cuya coordinación y eficacia no pude menos que notar. Este tercer polvo fue, visto con ojo clínico, el mejor de todos. Dándole la espalda al Che y haciendo caso omiso de su mirada intimidante, pude concentrarme, por fin, en María, en su cuerpo, en los golpes secos y duros que daba entre sus piernas, en sus piernas enroscadas alrededor de mi cintura, en sus gemidos débiles y entregados, en su boca abierta y mojada, en el movimiento sincopado, arriba y abajo, de sus senos, que veía cada vez que me levantaba sobre mis brazos para, justamente, complacerme con lo que veía: el rostro entregado y sufriente de María, sus senos temblorosos, el arco de sus caderas que cada tanto yo estrujaba con la única intención de cerciorarme de que esa carne tersa y ligeramente dorada que se estremecía allá abajo era real y que no iba a desaparecer de un momento a otro. Coloqué las piernas de María sobre mis hombros y me incliné sobre ella al punto de poder meter mi lengua en su boca y extasiarme con sus ojos negros y profundos mirándome con una expresión de silenciosa súplica.

A sus pies pude ver mis pantalones. Estaba perdido. Los acontecimientos se desencadenaron.

Ahora se trataba de violar a María, reducirla por la fuerza y someterla a las más dulces torturas, hacerla temblar de placer por tanto tiempo que me pidiera clemencia, me suplicara que me detuviera, aullando como una loba en celo mientras yo la ataba, la sodomizaba, exploraba, como un aventurero sediento y vengativo, cada resquicio de su cuerpo, y le extraía hasta la última gota de sus jugos densos y salobres. Quería verla morir de gozo, jadeante, cocinada en sus propios sudores, ahogada en el sopor de continuos e interminables orgasmos mientras tomaba su cuello y comenzaba a apretar. Primero con suavidad, casi una caricia, luego cada vez más y más fuerte, buscando el punto exacto donde el orgasmo y la muerte se encontraran, ese punto que los ojos desorbitados de María ya estaban viendo.

Entonces se escucharon voces. Era un murmullo apagado que iba creciendo en intensidad. María me apartó de una patada y salió de la cama. ¡Mis hermanos!, gritó, ¡son mis hermanos! Yo la miré sin comprender. No sabía que tuviera hermanos. ¡Váyase, váyase! Era la primera vez que me dirigía la palabra y después de todo lo que habíamos hecho me hablaba de usted. Me lanzó la ropa a la cara. ¡Vístase, tiene que irse! ¿No lo entiende? Comencé a vestirme sin prisas. María estaba cada vez más nerviosa. Las voces se convirtieron en gritos y se escuchaban más cerca. Ya cuando me disponía a irme la puerta se abrió de golpe. Al cuarto entraron seis tipos de ojos rasgados vestidos con quimonos negros y armados con unas varas de madera que blandían en las manos. Miré a mi alrededor. Ni una triste ventana por la que saltar. María, desnuda y hermosa parada sobre la cama, sonreía con la cabeza ladeada hacia un lado. A sus pies pude ver mis pantalones. Estaba perdido. Los acontecimientos se desencadenaron. Los karatekas se echaron sobre mí gritando con júbilo, me rodearon, me abrazaron, me dieron palmadas en la espalda y en los hombros, me llamaron hermano y me dieron la bienvenida a la familia. María saltaba sobre la cama batiendo palmas y llorando de felicidad.

Y fue así como renuncié al trabajo en el banco, abandoné a mi familia, terminé invirtiendo el dinero de la lotería en un restaurante chino y pasé el resto de mis días picando cebollín, consultando el I Ching y follando desaforadamente con la china más linda que había conocido en mi vida.

Quim Ramos
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