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El ahogado

martes 13 de septiembre de 2022
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Así, de la nada, llegó el recuerdo de mi muerte, ahogado en las orillas del mar, debajo de la tripa de un camión que con su lona a modo de asiento se mantuvo encima de mí debido a la terca insistencia de las olas y me impidió asomar la cabeza fuera del agua para reponer el oxígeno que me iba faltando. Un segundo antes de que me estallaran los pulmones abrí los ojos y pude ver un par de pececitos descoloridos que me observaban con algo parecido al asombro.

No mucho después el mar me depositó con dulzura sobre la arena. No supe muy bien qué hacer ni a dónde ir. Era incapaz de alejarme del cuerpo frío, húmedo y cubierto de arena que yacía a mi lado y que ahora los cangrejos, salidos de sus escondrijos, degustaban con codicioso placer. Intenté espantarlos, pero mi actual inconsistencia física lo impedía. Por suerte llegó un grupo de personas y los cangrejos regresaron raudos a sus oscuros agujeros en la arena. Me percaté de que no habían mancillado en demasía el cuerpo y aún mantenía su rara belleza. Algo así dijo alguien: Es el ahogado más hermoso del mundo. Otro dijo: La carne del ahogado más hermoso del mundo debe ser deliciosa.

Rodeaban el cuerpo del que no era capaz de separarme. En silencio lo contemplaban, podría decirse que con reverencia o algo muy parecido al éxtasis. Era un grupo heterogéneo de personas. Podría describirlos, pero para qué. Me cansa. La muerte cansa, ¿quién lo iba a decir? Pongan ustedes a un peluquero travestido junto a un cura, un abogado embutido en su flux y con el portafolio en la mano junto a un enano vestido de payaso, una diva de cine en un hermoso traje de lentejuelas junto a un vendedor de helados con su uniforme blanco y su carrito con campanitas. Así se harán una idea. Lo único que articulaba a este grupo era el embeleso que les provocaba mi cuerpo. Sin embargo, se habían acercado por la infinita playa como un grupo unido por años de convivencia y objetivos comunes.

Cuando me di la vuelta me encontré con que el grupo de gente heterogénea había levantado el cuerpo de la arena.

Me entretuve viendo a una niña y a un niño que corrían entre las palmeras en dirección a un embarcadero derruido. La niña entró al agua y, cuando pasó junto a una gruesa cabilla que sobresalía unos palmos sobre la superficie, hizo un gesto de dolor. Dio media vuelta y regresó a la orilla saltando sobre un pie. Le mostró al niño el tobillo desgarrado en el que se podían ver gruesos jirones de grasa colgando hacia afuera y al fondo del agujero abierto por el acero de la cabilla los huesos relucientes. El niño se detuvo en seco y convertido en una estatua de piedra miró lívido y con cara de espanto aquella catástrofe y finalmente dio media vuelta y huyó, perdiéndose entre las palmeras. La niña se quedó berreando a orillas del mar. En ese momento sentí que jalaban de mí. Las peripecias de estos niños que habían salido de la nada me habían distraído, así que cuando me di la vuelta me encontré con que el grupo de gente heterogénea había levantado el cuerpo de la arena y ahora se alejaban cargando con él. No tuve más remedio que seguirlos. Seguía unido a ese pedazo de carne con un lazo invisible, pero poderoso.

Caminamos durante horas por la playa en fuga interminable. No se acababa nunca aquella doble línea marrón claro, la de tierra, y verdosa, la del mar, que con la llegada paulatina de la noche se tornó primero color plomo y finalmente negra y pesada. El cielo se llenó de estrellas. Palpitaban sus mensajes cifrados para los peces. Las luces de un barco nos acompañaban a la distancia. Aquellas luces emitían otro mensaje, esta vez dirigido exclusivamente a mí. Me llamaban con canto de sirenas. Me recordaban mi viejo deseo de ser marinero. Mejor dicho, de llevar la vida de un marinero. Mejor la de un capitán que durante las noches quietas se encierra en su camarote y escribe poemas dedicados a la mar. Habría querido, en ese mismo momento, alejarme del grupo y dirigirme hacia esas luces. Atender su llamado y perderme para siempre en los confines del océano. Pero allí seguía el cuerpo que reclamaba mi presencia. Yo, que ya nada tenía que ver con él, lo seguía a regañadientes. No podía evitarlo, pero deseaba que las cadenas que nos unían se rompieran pronto.

Al amanecer llegamos a un río que abrevaba con sus aguas dulces las del mar. El grupo de gente heterogénea lavó el cuerpo en sus aguas cristalinas. Luego lo colocaron en una mesa de madera y procedieron a trocearlo. Primero separaron la cabeza del cuerpo con un corte rápido, limpio. La tiraron sobre la arena. Las gaviotas cayeron sobre ella, ávidas de carne. El cuerpo aún fresco, de un color vivo y sin olores fuertes, era tratado con una respetuosa dulzura por el grupo de gente heterogénea. Primero trabajaron sobre el vientre. Cortes precisos realizados con suaves movimientos metafísicos originaron piezas perfectas. Luego, esos rectángulos de carne fresca y sonrosada fueron cortados en finas láminas de dos milímetros o en gruesas piezas de dos dedos de grosor. Los huesos, con jirones de carne, cartílagos y grasa, se echaron en un barril lleno de agua hirviendo que colgaba sobre una gran fogata. Allí los cocinaron durante horas. Luego los sacaron, esperaron a que se enfriaran, los secaron y los limpiaron y finalmente se los dieron a los niños para que jugaran con ellos como quisieran, niños que yo no había visto antes y que salieron de la húmeda y tupida selva que se inclinaba sobre la playa y que me recordaron al niño aterrorizado que huyó de su amiga herida. Sentí la imperiosa necesidad de encontrarlo. Ahora que no había cuerpo que me amarrase con lazos ambiguos pero poderosos, podía ir a donde quisiera. Así que eché una última y enternecida mirada al grupo de gente heterogénea que, sentados alrededor de la fogata, se alimentaban de mi carne, y a los niños que enfrascados en una batalla campal proferían salvajes aullidos y se golpeaban duramente con mis huesos calcinados, y me alejé en busca del niño asustado.

Por breves segundos tuve la necesidad del contacto físico, de regresar a la vida de carne y hueso.

Vagué quedamente entre palmeras y cangrejos enfurecidos que intentaban sin éxito atrapar mi alma con sus grandes pinzas. Pasé frente al muelle derruido y vi la sangre coagulada sobre la arena. Miré fascinado el bello contraste del rojo sobre el dorado y sentí el agudo pinchazo de la nostalgia. Por breves segundos tuve la necesidad del contacto físico, de regresar a la vida de carne y hueso. Apenas fue un parpadeo melancólico porque de inmediato volví a recordar al niño asustado y mi propósito de encontrarlo. Así que seguí vagando lánguidamente, sin rumbo predeterminado, convencido de que era la única forma, la correcta en todo caso, de encontrarlo.

Seguía deambulando cuando una tormenta se acercó desde el horizonte. Aún lejanos, los truenos retumbaron. El viento se enviolentó en erráticas ráfagas y la piel del mar se erizó, formando penachos de espuma blanca que golpeaban en la orilla como si quisieran tragársela. Pesadas y negras nubes se posicionaron sobre mí y se vinieron abajo en una apretada cortina de goterones oscuros, tan espesa que el paisaje se disolvió a mi alrededor. Entonces lo vi. Al principio sólo era una mancha informe que bailaba bajo la lluvia. Cuando me acerqué y me puse a su lado seguía siendo una masa informe que bailaba bajo la lluvia, impulsado por el rugido del mar y el retumbar del cielo. No había duda de que se trataba del niño asustado, pero convertido en una suerte de cualidad de la naturaleza enardecida, un ente salvaje que se retorcía al ritmo de la tempestad. Eres mi sueño, dijo el niño asustado o aquella mancha cambiante que alguna vez fue el niño asustado. Y yo soy el sueño de otro, continuó. Escuché la sirena de un barco y luego la tormenta cesó. En su lugar una densa niebla nos rodeaba. Aunque apenas podía verlo, el niño asustado volvía a ser el niño asustado: la cara pálida, los ojos muy abiertos al terror del mundo, la boca entreabierta y muda. Hilillos de orina descendían por el interior de sus muslos. El silencio era absoluto, doloroso. El niño asustado volvió a huir, volvió a perderse entre las palmeras. Yo miré hacia la niebla que era el mar. Oí el golpe de unos remos contra el agua que estaba como muerta. Se materializó una barcaza en la orilla. Una mano se me ofreció y yo la tomé. El fondo de la barcaza estaba cubierto por un manto negro del que brotaban unas matas de alargadas y finas hojas coronadas por pequeñas flores amarillas y rojas. Cuando la niebla se disipó, y lo hizo con la misma abrupta rapidez con la que se materializó, pude ver en la popa a un dulce viejo de sonrisa hierática que remaba sin dejar de mirarme. ¿O miraba la orilla que se alejaba? A lo lejos, mar adentro, imposible determinar con exactitud la distancia, las luces de un barco nos aguardaban. Bogamos durante largo tiempo, bogamos lo que pudo ser una eternidad, al ritmo del encuentro lúbrico de los remos con el agua del mar. Sin embargo, el tiempo parecía haberse detenido, y nosotros con él, en un suspiro interminable… Hasta que la barcaza golpeó el casco metálico del barco. Una escalerilla se desenrolló sobre nosotros y cayó sobre la barcaza, al lado del dulce y mudo viejo. Nadie me dijo qué hacer. Ascendí por la escalerilla y me planté sobre la cubierta desierta. Las máquinas se pusieron en marcha, las hélices giraron silenciosamente bajo las aguas, el barco crujió como la barquilla de un helado, se partió por la mitad y se fue a pique y con él se hundieron mis sueños de navegar eternamente por los mares de este mundo.

Quim Ramos
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