Había pasado más de media hora viendo aquel destello en el oleaje. Por pura rutina o por la comodidad de caminar un trecho por la arena, el viejo dejó el terraplén y bajó a la costa por Playa La Barca, para seguir luego a pasos obstinados a lo largo del dienteperro, echando los ojos hacia el mar que apenas comenzaba a rizarse. De mirar lo mismo todos los días, nada que flotara a la deriva le pasaba desapercibido. Tampoco a ninguno de los pocos que transitaban aquella punta deshabitada de la isla, setenta kilómetros de rocas puntiagudas, irregulares, de cuevas y casimbas, que nadie podía decir que conocía palmo a palmo.
No le hacía falta fijar mucho la vista, ni usar anteojos de esos iguales a los que tenían en el faro para saberlo. Algo venía flotando y había mucho mar de ahí para abajo para ponerse a adivinar de dónde pudo haber salido. Meterse en el agua para acercársele era una imprudencia que nadie nacido por esos lados hubiera cometido; nadar, algo sabía, pero el hombre de monte extraña el firme bajo el pie y no hay que tentar la suerte. Se tomó su tiempo para volver a mirar; una vez que vio el reflejo la primera vez, supo que algo venía. No era pez, ni hombre vivo o muerto, ni embarcación. Entonces algo traía el mar. El sol estaba todavía bajo, pero ya brillaba lo suficiente para ver destellar lo que traía el agua.
Hace mucho que no usaba un reloj para salir a montear, pero ni siquiera le hacía falta calcular la hora por la altura del sol; sabía que eran las siete y media de la mañana. Humedad, canto de pájaro, cagarruta de jutía o venado, mil señales le estaban indicando desde que aclaraba en qué momento del día se encontraba. Mientras caminaba un tramo de costa en busca de los puercos que se criaban sueltos dentro de la manigua, más allá del farallón que se asomaba a la franja arenosa de la orilla, se dijo que cuando fueran las ocho y a las nueve también lo sabría, que no servía de nada contar diez o quince minutos donde es la luz del sol y su ocaso, la existencia o falta de comida silvestre para las piaras o el trecho por caminar lo que marcaba el ancho de la faena.
Andando por la costa, se inclinaba a veces, tomaba algún objeto mínimo en el borde mismo de la línea sucia que el agua dibujaba y borraba una y otra vez.
Ahora una olita de media vara estaba lamiendo la arena limpia del playazo, pero en el rompiente se levantaba rabiosa, con un alarde de amenaza que él sabía que no era por gusto. Dentro de tres semanas habría que ponerle flores a Jacinto allí, se le ocurrió, pero dejó la idea ahí mismo, para su momento; no podía pensar en el hombre que se había llevado la resaca y en las cosas que tenía que hacer al mismo tiempo. Iba avanzando a paso mediano, dibujando con el ojo el contorno del agua, registrándole con la pupila el arrastre de perdigones redondeados por el trabajo del mar que no paraba. Todo lo percibía, e igual el paseo que el sol se daba en un arco de horizonte cuando se iba en el ocaso.
El oleaje podía traer de todo. Madera que le había servido para construir la mayor parte de su casa, bidones limpios para guardar el agua, restos de redes para usarlas como cerca… Un día se encontró un billete de veinte dólares metido en un tubo de vitamina C ya desteñido por el sol. Lo había cogido con la idea de usarlo para guardar anzuelos, que siempre se le oxidaban a causa de la costumbre de clavarlos en un pedazo esponjoso de bagá que había venido arrastrado quien sabe si de la Ciénaga. El billete lo estuvo guardando, escondido hasta de la mujer, que a veces había que ser una tumba para las cosas. Cuando alguien comentó en la bodega que se podía tener divisa y había tiendas para comprar con ellas, ya el tubo de vitaminas había rodado de la cobija del casucho del patio donde lo guardó. Nadie lo robó, estaba seguro, es que las cosas caen en la arena y el viento las sumerge, o algún cangrejo que se vuelve curioso y arrastra para la cueva cualquier cosa, una media, un trapo de cocina, un bulto de pita. Todo se pierde.
Andando por la costa, se inclinaba a veces, tomaba algún objeto mínimo en el borde mismo de la línea sucia que el agua dibujaba y borraba una y otra vez, llena de hojarascas, restos de seibadal, algún ronco muerto y frascos plásticos, un bolígrafo, una cajita rara; hasta un pomo de encurtido se hallaron una vez, frescos y todo, y se los comieron con aquellos habaneros locos que iban a pescar por aquel rumbo. Algunas cosas halladas se las entregaba al guardafrontera cuando pasaba por el rancho, otras las guardaba si servían para algo, o las botaba en una casimba si luego resultaba que no. La sinuosa línea espumosa donde moría la onda del agua era el sitio donde los macaos venían a comer y él los recogía para pescar por la tarde en la siguiente punta rocosa, pero tampoco era tema para esta hora. Levantó los ojos por encima de las burbujeantes crestas del oleaje, que ahora parecían estar más altas que su cabeza, pues había descendido hasta el centro de la playuela. Miró a lo largo buscando lo que debía venir flotando y no lo vio. Apuró un poco el paso, calculando dónde podría recalar el bulto, aquella promisoria paca.
Porque era una paca. La cosa estaba en adivinar si era de fulas, de yerba o de polvo. A él le interesaban el dinero: limpio, sin olor, en cantidad; lo otro era salación, la salación más grande del mundo. La cosa estaba en adivinar. El problema es que esté marcado, que le pongan un aparato que uno no lo ve y dice dónde está, o le echen un líquido que manche las manos hasta un año después. Todo eso lo explican muy bien cada vez que se arma el corretaje, que es siempre en estos meses, cuando el viento se afinca en esta costa.
—El problema es que todo es un problema —se dijo y siguió andando, convencido de que nada malo venía a recalar hoy a esta orilla. No era tan salao. Porque eso es un problema que comienza cuando lo encuentras pero no se sabe a qué hora acaba to’ el asunto. El dinero es otra cosa, siempre lo había pensado. Lo guardas bien en una cueva, sacas un poco, lo llevas en el fondo de la mochila cuando pasas el punto y te vas unos días a alguna parte, gozando. Sin jején, sin dienteperro, sin puerco escapao y sin Lucrecia. No quiso pensar demasiado en el punto, la garita con la barra basculante atravesada en el camino, donde revisaban todo y donde mucha gente había acabado su historia.
—Ese es otro problema —hubiera querido enumerarse algunas cosas buenas para seguir viviendo en este culo del mundo cuando estaba a punto de hacerse un viejo como Tito, su suegro. Al cabo se preguntó qué cosa tan mala había en el Cabo que un hombre no pudiera convivir con ella.
Este no era el camino de todos los días. No había un camino para todos los días cuando se monteaban puercos en el Cabo. Esto es un país, decía el viejo Tito, suficiente país para un cristiano que se mueve a pie por leguas de pedregal y pantano, aquí la costa y al lado la piedra y un poquito adelante el monte. En la idea de alguno, esto era el fin del mundo; Tito no decía nada, sólo sentía que era el mundo. Atanasio, que se cree un pícaro porque vive en piso de cemento en La Subida, y no entra sino a tumbar un carapacho pa’ hacer carne, le dijo a un habanero que qué venía tan lejos a buscar si en Labana había montones de mujeres. Animal de guajiro que no piensa en otra cosa, porque es lo que le falta. ¿Y a mí que me falta? Algo. Tiempo tal vez.
Hoy le dijo al viejo Tito que se fuera delante con los perros, para que le avisara a su hija Lucrecia que volvería tarde al rancho. El viejo se extrañó de que no se quedara ni con el Canelo, que había que amarrarlo para que no le buscara el trillo y le saltara arriba cuando más ocupado andaba con un verraco. Es lo que pasa por criar un perro como si fuera juguete de los muchachos y luego meterlo en el monte. Lo que pasa es que había salido bueno pa’ levantar cochinos, pero muy nuevo todavía y le salía lo de juguetón con él, que con más nadie.
Por el lado donde va acabándose la playa, sabe que la misma arena del fondo, ayudada por el empuje del oleaje, irá levantando el bulto hasta dejarlo demasiado a la vista en el dienteperro. Mira una vez más, asomándose con cautela por detrás de un guanalito nuevo, y ve más cerca el paquete, que flota blancuzco en el agua.
Bordeó con cuidado las palmitas verdes por el lado de la costa, sin prestarle atención al río de macaos que bajaba a desovar a la costa. No estaba para pesquerías.
—Ya viene, ya —pero no había que apurarse. Sabía a dónde tenía que llegar y también en el minuto que tenía que hacerlo.
La corriente que viene de la punta de Francés se está pegando hoy a la orilla. Eso es que viene dura, como cuando el barco le entró a Playa Blanca y regó tó’ el petróleo por el mar. Se llenó la orilla de una grasa prieta, y envueltas por ella un puñado de langostas muertas y algunos pescados que daba lástima; uno de los que vino dijo que le iban a cobrar a esos capitalistas hasta la risa. Él no sabe si se lo cobraron, porque luego el periódico no trajo más ná’ sobre el asunto y eso que esperando el camión una noche alguien le habló de un juicio en Pinar, pero lo que salió de ahí nadie lo supo. El barco se lo llevaron y del petróleo lo que quedó fueron unas manchas prietas en la piedra, porque la mayor parte siguió de largo con el corrientazo. A Yucatán iría a parar. De todas formas no daba provecho para nada, porque la luzbrillante todavía no se había puesto tan perdía como ahora.
Se paró en una punta de piedra alta, hasta donde baja el guanal sobre la duna blanca, y vio ya claro que era una paca.
—Directo al Holandés va.
Bordeó con cuidado las palmitas verdes por el lado de la costa, sin prestarle atención al río de macaos que bajaba a desovar a la costa. No estaba para pesquerías. Mirando la columna de crustáceos con caracoles a cuestas casi se mete debajo de un avispero resguardado bajo la penca de un guanito bajo; le salvó el instinto de llenarse de picadas.
—Amarillo se puso todo. Y ni una me picó —se admiraba, sacudiéndose la arena de las rodillas del pantalón viejo y desteñido. Sintió un motor lejano por el terraplencito que iba para el faro y se preocupó. Gente de fuera tenía que ser, porque lunes a esta hora no hay nadie que tenga que moverse para abajo.
Con todo, se inventó un trillo sorteando los troncos lisos y blancos de las palmitas y pisando arena más compacta caminó por lo alto para entrarle al Holandés sin darse vista. Por si acaso, que la punta tapa el agua y nadie sabe el peligro que pueda estar esperando. Se tocó el cuchillo. El aire trajo un ladrido, solo y apagado, desde el otro lado de la tierra. Calculó:
—Lejos anda el viejo. Y si es Romilio, más lejos todavía.
Ahora llego, vigilo, fijo el punto y le meto mano. Si la cosa es lo que creo, directo pa’ la cueva del aura. ¡Directo! Sin proponérselo, apuró el paso. No había escuchado nada más. Seguro de que Romilio seguía el camino pa’trás, pa’ La Subida, y Tito andaría monteando por la parte del Caldero pa’ regresar por el norte. Si se apuraba, incluso llegaría a la misma vez que él de retorno a la casa. Por un momento pensó en todo lo que había recorrido, dejando huellas que venían bordeando el guanal, pero sería casualidad que alguien estuviera siguiéndole las pisadas.
—¿Quién y pa’ qué?
Para bajar al Holandés dejó el sendero fácil y, saltando entre piedras y uva caleta enmarañada, fue, a paso de iguana, a asomarse sobre el acantilado, al pie del cual un filo de arena blanca y ardiente se estrechaba hasta dejar sólo la piedra sumergida más allá. Un chorro de aire se le escapó del pecho cuando no vio lancha ni bote en el agua. Una soledad. Idea que le dio por gusto, si debería saber que ni barco grande siquiera le pasa a la vista de los farallones del Cabo sin un escalofrío. Nada flotaba allí, pero la paca sí estaba, venía arrastrando ya la panza sobre los cabezos del fondo donde se sombreaban las rabirrubias y le hizo temer que se quedara enganchada en un orejón y tuviera que exponerse sacándola. Se arrancó el sudor de los ojos con el forro seco y caliente de la gorra de pelotero y miró lejos en busca de alguna otra. Nada, el golfo era una plancha desde cabo Corrientes hasta Méjico.
Tenía que ser dinero, no va a dar la casualidad. Una garza se levantó como a diez metros y se tocó el cuchillo por segunda vez en la mañana. Entonces miró la arena del lado en que se hacía más ancha y vio las huellas, claras a la luz del sol. Para moverse de donde estaba tenía que pararse y no sabía con lo que tenía que lidiar si lo veían. Sólo agachado podía ir para atrás un cierto tramo, porque por todo el borde de la piedra crecía un cactus espinoso como rabo de gato furioso. Pues para atrás, a salir al revés, pensó, tomándose tiempo para que el otro, quienquiera que fuera, hiciera su jugada y se dejara ver. Esa era la regla del monte, callar, observar, no dejarse ver; ni siquiera cuando iba de faena. El pájaro no canta porque esté contento, pensó, medio enredado.
—Lo que sea se verá —mientras apartaba ramajos. Al rato volvió a su anterior sendero; moviéndose más callado que un jubo, reptó casi por debajo de la uva caleta, encontró el guanal siguiente y después de agacharse para mirar entre los troncos desnudos, lo siguió, bajando hasta la orilla. Sudando y manoteándose los tábanos, bordeó el acantilado pegando las botas a la pared de piedra, dejándose raspar por el matojal, para que no quedara huella si acaso en esta parte. Cuando creyó estar cerca se paró a escuchar el silencio. Alerta, mirando amenazante a los chipojos para que no se atrevieran a revolver la hojarasca seca. Bordeando se asomó a la punta y los vio. Tito y Romilio.
Le caló el rostro, buscándole si algo sabía, pero el otro se le iba otra vez de costado, levantando una sonrisa sonsa.
—¿Y los perros? —se le ocurrió decir, saliendo al limpio como quien los andaba buscando. Ahora no había rastros de la paca.
—Amarra’os por el camino —dijo el viejo—. Sentí gente pa’ca abajo y vinimos a ver.
—¿Ustedes andaban juntos?
—Sí, ¿estás celoso? —era lo que nunca le había gustado de Romilio, ese irse por la bromita rara.
—Mucho. ¿Y la gente donde está, a fin de cuentas?
—Huellas hay. Habrá que llegarse al faro y dar parte.
—Bueno, si es eso háganlo ustedes. A esta hora ya teníamos que estar arriba del verraco —lo dijo como si algo muy importante dependiera de que hallaran precisamente hoy el cerdo jíbaro que andaban buscando con tanto empeño.
—¿Y tú por qué no vienes? —“Romilio, Romilio…”, pensó. Le caló el rostro, buscándole si algo sabía, pero el otro se le iba otra vez de costado, levantando una sonrisa sonsa. El viejo, como siempre, que no rompía un plato.
—Porque ni vi, ni oí gente, aparte de ustedes —y se fue machacando pedruscos secos por el sendero claro arriba, hasta el camino, a recoger sus perros y ver si por lo menos ese cochino dichoso dejaba de corretearle las puercas y comerse la comida que era para las crías.
Caía la tarde con un escándalo de fuego por la parte de Roncali cuando atravesó el portoncito flojo que daba paso al yermo que alguna vez fue jardín delante de la casa; aburrida de hablar con las gallinas y regañar a la chiva por gusto, la mujer detuvo el cubo a medio bajar y le gritó desde la boca del pozo a ras de tierra:
—Dice Romilio que andaba una gente merodeando el Holandés.
Rápido y seco, dándole con la rodilla a Canelo al pasar a la sala entre los perros revueltos que se le habían adelantado, dio la contesta que le vino a la boca:
—¡Usté le oye cuentos a cada comemierda! —y regando arena y hierbajos sobre el cemento pulido del piso que Lucrecia había baldeado temprano con agua del pozo y un ripio de colcha de trapear, atravesó la casa hasta el fondo para darles comida a las puercas paridas, que chillaban de hambre desde que le sintieron doblar por la curva del plan de carbón.
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