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Balsero y yo

jueves 1 de abril de 2021

De qué callada manera se me adentra usted sonriendo,
como si fuera la primavera y yo muriendo;
y de qué modo sutil me derramó en la camisa
todas las flores de abril.
Nicolás Guillén

En este país a los homosexuales los llaman gays, “alegres”. Y mira, quizá tienen razón. Quiero consolarme con eso. Con la idea de que Manuel encontró al fin y al cabo una vida feliz antes de dejar su tapa craneal pegada a un casco de motocicleta en un barranco en tierra de nadie.

 

*

 

Yo no soy muy amiga del mar. Las más de las veces lo miro con indiferencia. Vivo al lado y nunca voy. Parece irónico, considerando que siempre he vivido en islas. Pero es como me dijo Walter Mercado cuando le di la noticia de que en mi nueva casa yo vivía rodeada de agua: “¿Rodeada de agua? Tú lo que estás es ahogándote, Georgina”.

Soy un náufrago y la marea sube cada año. Lo vi en un documental hace algún tiempo, y lo siento en mi piel. El mundo se calienta, el hielo se derrite en los polos, y el nivel del agua sube. Los náufragos tenemos los días contados.

El oír francés de nuevo me hizo recordar aquella gira que hice por Europa en los años setenta, cuando yo todavía era joven, vedette y cubana.

Soy una isleña exilada que vive aislada en isla ajena. Aunque quizá me lo merezca por malagradecida. Porque el mar, si viene una a ver, me lo dio todo desde chiquita: me dio de comer, fue mi ruta de escape, y me dio hasta un hombre. ¿Qué más se le puede pedir?

Ese día me dirigí hacia el mar simplemente porque ahí se acaba Miami Beach de ese lado, y yo, con la grabación de Ana Viridi incompleta, y una gira de Cecille Las Vegas cuatro veces interrumpida, deseaba ver el final de algo.

Me fui más allá de la cinco en South Beach, ese paraíso terrenal donde se asolean esos modelos divinos que aparecen en Gentleman’s Quarterly, de lo más masculinos, pero que cinco años más tarde conceden una entrevista exclusiva en Out Magazine, de lo más culones.

Le pasé al lado a una turista europea que yacía semidesnuda en la arena, y noté a lo lejos a un par de ensimismados empleados municipales que habían abandonado temporalmente sus tareas para chequearla, sus ojos perdidos en su toplessness.

La mujer hablaba en su teléfono celular. El oír francés de nuevo me hizo recordar aquella gira que hice por Europa en los años setenta, cuando yo todavía era joven, vedette y cubana.

¡Y cómo dominaba el Folies Bergère! Y Alemania… ¡cómo me querían en Alemania! Hasta los soldados americanos estacionados ahí, a los que les hicimos hartas presentaciones. ¡Me los tenía que quitar a sombrerazos a esos gringos hijos de la chingada! Y pensar que muchos de esos chiquillos también estaban confundidos… No es por nada, a fin de cuentas, que cuando uno escribe “maricón” en la computadora el diccionario electrónico te pregunta: “¿Quisiste decir ‘marines’?”. Es que uno de los secretos de la guerra (y de la vida) que nunca te dicen es que pasas mucho más tiempo con tus compañeros de armas que con tus enemigos, por lo cual es con ellos con quien tienes asegurado toda clase de roces.

Alemania… ¡Cuántas nalgas pellizcadas! Europa, allá sí hay de todo, no como aquí… Aquí no hay nada, sólo dólares, y sólo a veces. Aquí hablan de multiculturalismo, pero la realidad es que en lo que te vas acercando a la frontera norte del condado se va haciendo más flaquita la hilera de los libros en español en las librerías. Falta la tilde sobre la ene en el cartel que los anuncia, y habitan sólo una esquina, usualmente en donde menos limpian, compartiendo el rincón de los condenados con los afroamericanos, los indios americanos, las feministas, los gays y las lesbianas. Un desorden magnífico domina los estantes. Te tropiezas con libros en portugués e italiano entre los hispanos, y hasta con un libro de Jaime Bayly cogiéndose por atrás al libro del Papa en una repisa. ¡Qué más les da!

Europa, ¡eso sí es cultura! La cultura se bebe, se siente, se respira. ¿Aquí quieren hablar de cultura? Aquí no hay nada asentado. Aquí todos somos turistas en mayor o menor grado. Vida cultural aquí la llevan los mosquitos, con sus bailes folclóricos perfectamente coordinados alrededor de los faros de la autopista, o los grillos, haciendo volteretas dignas de gimnasia olímpica junto a las piscinas, o las putas libélulas, patinando sobre los lagos. Los que de verdad son citizens en este pantano son los insectos y los cocodrilos. Nosotros somos visitantes desorientados, dando vueltas en los malls acondicionados, o viendo películas de Disney, atontados, comiendo popcorn de colores fuertemente endulzado. ¿Ese es el acervo cultural del que tanto hablan?

Aquí confunden la cultura con el postureo. Hace unos años, por dar sólo un ejemplo, me ofrecieron un puesto en la junta de alguna asociación cultural cubanoamericana. Les dije gracias, pero no gracias. Yo prefiero tomar mi silla plegable e ir a sentarme en la azotea de la decaída Freedom Tower a esperar un huracán antes de plantarme en una sala con esa banda de farsantes que juega a la política sobre las heridas abiertas que deja el desarraigo.

¿Cubanoamericana? No, mi amor… esa cuerda floja no la camino yo. Ese es un eufemismo para los periódicos locales, o un término oportuno para políticos en campaña. Eso no es para mí. Yo soy americana, pero hasta esa etiqueta me la quitaría con gusto, si no fuera que es ya muy tarde para ir a buscarme otra América. Es cierto que nací en La Habana, hasta ahí concedo. Me lo dijo mi queridísima madre, que nunca mintió en su vida, ni cuando vino a preguntarle un coronel de la revolución cuál era la totalidad de sus pertenencias. Pero hasta ahí las banderas y sus desteñidos colores.

 

*

 

Primero fui al muelle que da al Government Cut a ver salir a los barcos. Con una envidia increíble me puse a observar a gente irse. Había un grupo de jovencitos de la escuela secundaria de Hialeah lanzándose al mar. ¡Qué cosa más linda, la flor de la juventud! Media docena de chiquillas los observaban babeando, a aquellos cuerpos como pulidos por el agua, con sus calzoncillos resbalándose, haciendo piruetas y jugando con el peligro, sintiéndose invencibles. Y eso que no es difícil partirse la cabeza así, que una ola distraída piense que tu mollera es un coco y la empuje contra una roca, o que una corriente malvada te tire de los pies y te lleve a conocer el fondo. Pero son gajes del oficio, es como mi vida, el show debe continuar. Asidas de las barandas están las princesas, y sus héroes deben seguir lanzándose al vacío.

Quizá era tiempo de hacer las paces con el mar, de que nos hiciéramos amigos otra vez, o siquiera acostumbrarme a la visión del ahogado.

Cuando sentí que mi espíritu se exaltaba casi como los de las chiquillas de una cuarta parte de mi edad, me alejé de la baranda y me salí del malecón. Era un día precioso. Había un cielo azul lavado, y parecía que todas las gaviotas del mundo estaban congregadas en Miami Beach, pegadas unas a otras como vecinas chismosas. Era un lunes, había mucha arena entre turista y turista, y aún más agua entre bañista y bañista, y no parecía haber salvavidas por ningún lado, ni vida que me salvara.

Noté que sudaba a cántaros. Recordé aquella noche en La Guaira en que Raúl Amundaray me dijo al oído: “Las mujeres no deberían sudar”. Y yo pensé entonces: pero Raúl, si por ti está sudando media Caracas, amor…

No sé qué me entró de repente, que sentí un deseo enorme de entrar al agua. ¿Cuántos años hacía que no nadaba? ¡Y pensar las veces que había interpretado el papel de sirena caribeña en escenarios del mundo! ¿Cómo había podido ser tan cruel con este cuerpo de sirena, mismo envejecido, y restringirlo a una bañera o a una fuertemente clorada piscina durante décadas, o dejar secar sus escamas al sol?

Por fortuna ese día vestía un traje de baño bajo la ropa, como a veces hago en mi costera casa. Entonces me desvestí, dejé mis cosas en la arena, me dirigí al mar, y me sumergí en su verde-azul. Nadé un poco, y luego me eché de espaldas y me dejé flotar. Mirando hacia arriba, me sentí sola en la Tierra, pasajera única de un planeta privado. Floté y floté. Cerré los ojos, me dejé llevar como una boya suelta, y me sentí temporalmente libre, despreocupada. Capaz le quedaba un poco de vida a esta mujer-pez después de todo. Quizá era tiempo de hacer las paces con el mar, de que nos hiciéramos amigos otra vez, o siquiera acostumbrarme a la visión del ahogado.

Seguí así, sin rumbo, abrazada por el rumor del agua, sin noción del tiempo, bizarro pez en la pecera de Dios, hasta que sentí que mi mano rozó algo, un animal o una cosa, no podía distinguirlo. Entonces el miedo se apoderó de mí. No quería voltear. Miré hacia la orilla sin querer saber qué había sentido; me di cuenta entonces de que el muelle y la playa yacían pequeños a lo lejos. La corriente me había llevado mar adentro. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Intenté conservar la calma, y empecé a nadar hacia la costa y a rezar, aunque Dios nunca ha creído en mí, y aunque yo nunca he pisado una iglesia. Era patético, realmente; rezaba algo oído en alguna telenovela.

Pensé que quizá, después de todo, lo había imaginado. Me calmé un poco. Decidí voltear para cerciorarme de si realmente había algo. Fue entonces cuando divisé una pequeña balsa de madera con un hombre bocabajo en ella, con partes de su cuerpo y ropas colgando hacia afuera. Eso era probablemente lo que había sentido, aquellas ropas, o su mano. ¡Un balsero! ¡Mi madre! ¿Estaba muerto?

¿Qué hace una persona cualquiera en estos casos? Llamar a la policía o alertar a alguien, me imagino. Pero yo no soy una persona cualquiera. Yo no puedo estar envuelta en escándalos. Una foto en los periódicos junto a un balsero no es la clase de publicidad que busca una manager de artistas que de por sí ha estado salada en los últimos tiempos.

Es en momentos así que una desea tener amigos. Alguien de confianza que la ayude a una a salirse de un lío. Pero para entonces yo no contaba con amigos cercanos, mi conciencia ya había dejado de tomar prisioneros hace muchos años. Y era mejor así, no me molestaba. Mi único “alguien” era Walter. Y Walter es cobarde hasta la médula, y no se atrevería a sacar del agua ni un trozo de alga muerta.

Con la mirada buscaba a alguien, a un homeless quizá, algún hombre anónimo que pudiese ayudar a una dama en aprietos. Pero la playa se había vaciado por completo, ni un mísero pájaro secándose al sol.

¿Cómo me las arreglo yo para meterme en semejante clase de lío? Pero bueno… qué sabía yo y el hombre estaba vivo o agonizante y yo perdía tiempo pensando en mi mala suerte. De algún lado saqué el valor y nadé en dirección a la balsa. Me mordía los labios mientras rezaba de forma desordenada un rezo que no podía recordar completamente.

Me temblaban las manos. Le eché un poco de agua en el rostro. Milagrosamente, el muchacho se despertó.

Me acercaba, pero no quería mirar. No quería verle la cara a un hombre muerto, o, de estar vivo, no quería hundirme en sus rasgos. Era mejor concentrarme en halar la balsa a orilla lo antes posible. Halé asustada como una novata ratera. Llegué jadeante a la arena. Lo había logrado y nadie me había visto: había traído a un balsero a tierra americana…o bien, el cuerpo de un balsero. Pero era demasiada mi ansiedad para poder sentirme como una heroína o algo parecido.

Finalmente lo observé con detenimiento. Algo en el lado de su rostro me indicó que no se trataba de un hombre muerto. Algún tono vivo en su piel, o el potencial de un hoyuelo en la mejilla. Su piel estaba curtida por la intemperie, y su negro cabello totalmente enmarañado, pero se veía un chico buenmozo y bastante joven. Aparentaba no tener más que una veintena de años, si acaso. Un brote de barba se confundía con un resto de arena en su rostro, y tenía unos labios carmesíes de latin lover espectaculares. Las cosas en las que me fijo en momentos así… ¡Soy un peligro!

No sabía qué hacer. Alcé la botella de agua que había traído conmigo a la playa y que había plantado al lado de mi blusa en la arena. Me temblaban las manos. Le eché un poco de agua en el rostro. Milagrosamente, el muchacho se despertó, como si sólo hubiese estado durmiendo una siesta durante todo ese tiempo. Nos miramos mudos ambos, como si estuviésemos en presencia de un ser de otro planeta, mientras él se frotaba los ojos.

­­­—No vaya a llamar a la policía —fue lo primero que me dijo.

Yo bien sabía que para entonces ya habían dejado de dar visas a los balseros que no llegaban a tierra americana por cuenta propia. Con el recrudecimiento de esas leyes migratorias, y muchas otras, ya pocos se arriesgaban a cruzar hacia acá. Impulsivamente, y sin sopesar las consecuencias, decidí en ese momento que no lo reportaría a las autoridades por nada. Así lo tranquilicé.

—¿A esas hienas? —le respondí—. No, no te preocupes. Tú toma tu agua tranquilo —le dije, y le pasé la botella.

Bebió con mucho gusto. Luego sonrió levemente y su sonrisa pareció por un instante endulzármelo todo, hasta el trago amargo de ser no mucho más que una vieja gloria.

En los próximos minutos se ocupó instintivamente en deshacer la balsa para no dejar rastro. No fue muy difícil la maniobra, pues la misma ya había sido bastante golpeada durante el viaje, no habiendo probablemente comenzado en muy buenas condiciones tampoco.

Seguidamente comenzamos a caminar en nerviosa marcha hacia mi casa. Yo estaba encrespada, y quería por sobre todo no cruzarnos con un policía o con alguna autoridad. Una vez en mi cuadra, las miradas de algunos de mis vecinos, que para esa hora regresaban de sus aburridos trabajos, nos siguieron con alguna curiosidad. Llegados al pórtico de mi casa, lo tomé de su tibia mano y lo llevé hacia dentro, extrañamente ansiosa a la vez, no sólo de desaparecerlo de la vista pública, sino también de mostrarle mi casa, como si se tratase de un esperado invitado. Era la segunda vez que lo halaba en la corta hora que nos conocíamos.

Abrió los ojos bien grandes cuando vio mi casa por dentro. Caminó un poco unos pasos de astronauta sobre la mullida alfombra blanca, y se detuvo en seco frente al ventanal que rodea al living.

—Te debe de gustar mucho el mar —me dijo—.

—Si supieras que no; me mudé al lado del mar porque es ahí en Miami donde están las mejores casas.

—¿Se mira Cuba? —me preguntó inocentemente, con la vista en el horizonte.

—No, pero se miran muchos cubanos —le dije sonriendo.

—¿Me puedo esconder aquí, en la casa tuya?

—Aquí te puedes recuperar de tu viaje, hasta que veamos qué es lo que se puede hacer. Mientras tanto eres mi invitado.

Se veía satisfecho con ello, aunque lo ocultaba orgullosamente, junto a Dios sabe cuántas cosas más. Irradiaba, sin embargo, cierto aire que inspiraba confianza.

La primera noche en que estuvo en casa el balsero no dormí nada. Estaba demasiado preocupada pensando en cómo iba a disimular a este joven de mis conocidos.

De todas formas, yo estaba corriendo muchos riesgos, alojando a un extraño, a un indocumentado, a un inmigrante al que yo misma había introducido ilegalmente al país.

Pero después de todo, ¿cuánto hacía que no había una aventura en mi vida?

La verdad es que no había hecho más que guiar a estrellas de segunda línea desde la muerte de mi marido. Él me había dejado en muy buena posición económica, pero a cargo de una agencia sustentada mayormente en su singular carisma e inquebrantable reputación. Él había sido, además, un caballero refinado y discreto que supo manejar bien los caprichos y el frágil ego de las celebridades; alguien que supo ganárselas sin perderse nunca en sus nimiedades. En mis manos, las grandes estrellas huyeron despavoridas de mi falta de tacto, de mi instinto bocón, de mi propio rebosante ego. Las tareas que mi esposo había realizado con harta naturalidad eran para mí un monumental esfuerzo. Pronto la plantilla de la empresa se contrajo y ésta disminuyó en categoría, y mi trabajo se convirtió en una melosa farsa de mutua adulación donde, dentro de un tácito acuerdo entre el manojo de “artistas” que permanecieron en la agencia y yo, ellas me dicen siempre que soy exitosa, y yo procuro halagarlas constantemente y hablarles de la supuesta singularidad de su talento.

 

*

 

La primera noche en que estuvo en casa el balsero no dormí nada. Estaba demasiado preocupada pensando en cómo iba a disimular a este joven de mis conocidos, de los vecinos, y de toda la gente que habla tanto. Estaba muy nerviosa. Pero semanas después le confesaría a Manuel que nunca antes le había dado mejor uso a aquella casa.

Al día siguiente él me contó cómo había dormido aquella primera noche en la cama de agua de la habitación de visitas, sintiendo como si aún estuviese flotando en el mar Caribe.

Eventualmente flotaría hacia mí.

 

*

 

Debí haberle hecho más preguntas, tener mejor idea de cómo se sentía él. No le di tiempo, o quizá hablé demasiado. Quizá lo ofusqué, le lancé demasiadas cosas al mismo tiempo. Quizá debí haberme quedado más tiempo callada. Pero un día se me salió en un susurro. Y como dice Walter, susurrar es como pedir un deseo.

Y es que es tan difícil conseguir macho aquí… Y más aún mantenerlo. Es que el verano de la Florida lo parte todo por la mitad. Hasta la relación de pareja más estable del invierno se vuelve, en este mayúsculo verano, un matrimonio abierto.

 

*

 

¿Recuerdan el verano de amar latino… Ricky Martin y demás? Pues por ahí fue que caí por el balsero. Sentí un deseo de guardarlo para siempre, sólo mío. Me parecía que no había brillo como el brillo de su cabello, ni esmalte como el esmalte de sus dientes. Pensaba que si me hubiese encontrado un diente como los suyos dentro de una ostra quizá me hubiese bastado. Aquellas encías por cuya textura mi lengua volviese inquisitiva… Se me estremecía la piel, esa piel en la que yo había estado durmiendo sola e incómoda por quince largos años, de sólo pensar en él. Quizá los gringos tienen razón después de todo, quizá una cae en el amor, quizá una cae y nunca se levanta. Quizá el amor es un hueco.

 

*

 

Le enseñé todo lo que yo creí que él debía saber sobre este país: que todo es dinero, que nadie es tu amigo, que nada te pertenece. Comunismo con comida, mucho papel de baño y buena televisión.

Lo vestí con las mejores ropas, le puse un instructor de inglés que venía a casa tres veces por semana, lo llevé conmigo a compromisos de trabajo. Lo presenté inicialmente como mi sobrino, después de un tiempo como un amigo, y eventualmente como mi boyfriend. Él se veía fenomenal. La gente decía que yo había adoptado a un cubanito. ¡Envidiosos maniseros!

Un día lo empecé a llevar al estudio, pues pasaba días enteros en casa, y eventualmente comencé a meterlo en el negocio, a probarlo en el micrófono, a grabar una cancioncita.

Hice de él un artista. Teníamos todos los ingredientes: estábamos en el momento adecuado en el sitio justo. Él lo tenía todo a su favor: era carismático, estaba bueno y repleto de energía, y aprendía rápido. Hasta no tenía ni tan mala voz.

Empleé todos los recursos que tenía a mano: las viejas conexiones de mi marido que aún me hablaban, los profesionales que me debían favores, mi antiguo cuadernito de canciones. La fama vino. Viejas amistades comenzaron a llamarme de nuevo y a invitarme a sus fiestas, atraídas al chisme como las moscas a la mierda.

Intenté usar los servicios de un abogado amigo de mi esposo para legalizar su situación, pero resultaba ser que Manuel no calificaba ni siquiera como un exiliado político.

Un buen día, de repente, la gente ya no pensaba que yo era una has-been, una sombra de lo que una vez había sido, sino una mujer reinventada. Para entonces Manuel y yo ya compartíamos cama. Volví a cuidarme el cuerpo, a hacer dieta y ejercicio. Regresé al yoga y al yogurt.

En cuanto a su estatus, no había nada legal, simplemente yo lo había empezado a representar, todo bajo la mesa, una mesa que de por sí ya estaba apoyada en suelos fangosos. Pero nadie sospechaba nada. Era un cubano más en Miami, una gota más en la bahía de Biscayne.

Intenté usar los servicios de un abogado amigo de mi esposo para legalizar su situación, pero resultaba ser que Manuel no calificaba ni siquiera como un exiliado político, era más bien un joven que la justicia americana tendría interés en deportar, si no juzgar. Era alguien con un oscuro pasado familiar, en el que había sido víctima de abuso, y que eventualmente se había convertido, aunque renuentemente, en victimario, en un instrumento del régimen para hostigar y torturar a disidentes. Alguien que detestaba y renegaba de sus dos imborrables pasados. El abogado recomendó que nos fuésemos del país, que cruzáramos ilegalmente a México, a Canadá o Las Bahamas.

Pero… ¿bromeaba? Si su carrera artística estaba apenas alzando vuelo. Seguimos para adelante, mal que bien. La historia de siempre: el espectáculo, a pesar de todo, debía continuar.

Tan sólo unos meses después “Manny” comenzó a brillar en el escenario como una verdadera estrella, mientras que Manuel era un mundo de oscuros secretos.

Había noches en que se ponía a llorar en completo silencio.

—Comunícate, Manuel, comunícate. No te asustes, colibrí —le decía yo.

Él negaba con la cabeza. Tomó un mes entero para que me contase lo de la madrastra que había abusado de él sexualmente. Manuel era hermético y de alma lastimada; todo un pájaro herido. Pero más enredado era el hilo, más quería yo coserme a él.

Llegué a comprender aquel arrebato de la canción de Albita que dice: “¡Qué manera de quererte, qué manera!”. Pero discutíamos muy a menudo, y, sin embargo, ocurrían tantos cambios tan precipitados en nuestras vidas que me formé esperanzas de que en uno de esos cambios él se acoplaría de pleno a ser mi amor otoñal, y que en cierta forma se conformaría con sacrificar su primavera en mi otoño.

Aquel día en que estábamos en la oficina de abogados, mientras esperábamos en la sala de espera para entrar a firmar con la disquera, él se quejaba sin cesar. Me dijo que se sentía como una papaya, como algo exótico, no como una persona. Yo no estaba de humor. Me había gastado un buen dinero en procurarle una tarjeta de identidad falsa y otros tantos documentos más.

Le dije:

—Tú no eres una persona, Manuel, eres un artista. Eres una superestrella, eso es lo que tú eres.

Yo sabía que, si yo no lo protegía, él sería sangre fresca en el plato de un ejecutivo de disquera. Pero mirando atrás, cómo me gustaría no haber discutido tanto. Como me gustaría no haberme peleado nunca con él.

Nos paseábamos por todas partes en unos fabulosos Cadillacs. En cuestión de meses pasamos a un autobús de lujo sin notarlo apenas, embullados en un tour nacional. Tengo algunos recuerdos magníficos, a pesar de nuestras peleas.

¡Él sí tenía agallas! Cuando paramos en una oficina de correos en Carolina del Norte para que mandase un paquete a unos tíos en Cuba y el empleado de correos hispano le preguntó cuál era el contenido de la caja, él le respondió:

—Es una sierra de arco para el niño Elián González. Para que corte las cadenas que lo tienen aprisionado.

¡Había que verle la cara al tipo aquel!

Con eso y con los comentarios que hizo en una entrevista sobre el derecho al aborto terminamos saliendo disparados como bastardos fuera de las Carolinas.

 

*

 

Cinco días después de su desaparición, sonó finalmente el teléfono, pero era Cecille.

A la mitad del tour estaba su crisis existencial, como una parada más.

—¿Qué estoy haciendo yo aquí? —me preguntó con sus ojos tristes, que era lo único que aún podía reconocer en él—. Es que para entonces ya lo habíamos convertido en otra persona. Llevaba ajustados pantalones de cuero y gomina en el cabello. Pero habíamos llenado todas las salas. Un éxito total en Nueva York.

Igual así me dijo durante una parada de reabastecimiento:

—Me siento como una rata enjaulada.

Fue lo último que me dijo en persona. Son recuerdos que huelen a gasolina.

 

*

 

A las cuatro de la tarde de un día húmedo y vacío de fin de verano me llamé a mí misma. Fui hasta la esquina en bata y llamé a mi casa patéticamente, para ver si no era mi teléfono que estaba dañado. Hasta me dejé un mensaje. Sólo lloraba.

Cinco días después de su desaparición, sonó finalmente el teléfono, pero era Cecille.

—¿Cómo está tu Pedro Pan? —me preguntó la caradura. ¡Si ella y la mitad de su familia son unos marielitos! Igual la invité a venir a consolarme.

Ella oyó mi lado de la conversación cuando finalmente él llamó esa misma noche.

—Luz de mis ojos, dime la verdad, ¿dónde dormiste anoche? ¿Alabama? ¡Alabado! ¡Aguárdate un poquito! Dame tu dirección. Yo salgo para el aeropuerto y tomo el primer vuelo y te voy a buscar…

Ella también me vio dejar caer el teléfono cuando él cortó sin darme una respuesta.

 

*

 

No lo supe hasta mucho después. Manuel se había escapado con un luminista de Nueva York de nombre Jorge. El Jorge disfrutaba del dinero de Manuel como si fuese maná caído del cielo. Pero no quise tampoco cortarle las alas ni las tarjetas de crédito, pues no quería que a Manuel le faltase nada.

—¡Soy bisexual! —me dijo en nuestra segunda y última conversación de larga distancia. Y yo pensé: ¡Voraces insectos! ¡Se lo van a comer vivo! Si la mitad de la gente de este país quiere un pedazo de él. ¡Hombres y mujeres!

Le dije:

—Aún peor. Eso significa que también vas a pulir hebilla con unas gringas insípidas.

Pero la verdad era que yo se lo hubiese tolerado todo.

No me llamó más. Desapareció otra vez. Por un tiempo no supe nada de él.

Un par de semanas después, empleé a un detective que averiguó que Manuel vivía en Minnesota. Pensé que bromeaba.

Todo había sucedido tan rápido. ¿Qué nos había pasado? Como dicen los americanos, me sentía magullada pero no sabía siquiera qué era lo que me había golpeado.

Ya no estábamos ni en la misma página de mi pequeño atlas americano. Me pregunté por un instante hasta si se podían tener sentimientos en un lugar como Minnesota. ¡Soy tan ignorante a veces!

Los reporteros especulaban sobre la desaparición de la ascendente estrella. Su disco se vendía como pan y sonaba a cada rato en la radio. Estaba perdido, pero pegao.

 

*

 

Insinuó que Manuelito había muerto de sida, y que la historia del accidente en moto había sido fabricada para encubrir su homosexualidad.

Era sábado en la noche y, como todos los sábados en la noche, tenía cita con el recuerdo. Estaba sola, y apoyada en la barra de un triste bar brindaba por él. Tenía un mal presentimiento.

A la mañana siguiente leería en una breve reseña del periódico: “Muere en accidente de moto tras caer de un barranco en tal sitio en Minnesota el desaparecido…”.

Me pregunté mil veces en los días que siguieron: después de él, ¿qué? Y me respondí otras mil veces: después de él no hay nada.

Yo también, quién sabe si por solidaridad, comencé a caer barranca abajo y sin freno. Se me irritó un oído; eran mis defensas bajas, o bien algo que me había dicho él. Y los ataques que siguieron me empujaron más abajo: me buscaban los de inmigración, la agencia federal de impuestos, y un sinnúmero de organizaciones de exiliados cubanos… Mi carrera como representante estaba arruinada.

A Ana Viridi le pasó como a la de Mecano, se inyectó mucho la boca y le quedó terrible.

A Cecille no la quise representar más, ni hablar más nunca con ella. Un día había venido a mi casa a “reconfortarme”, y entre la conversación insinuó que Manuelito había muerto de sida, y que la historia del accidente en moto había sido fabricada para encubrir su homosexualidad. La eché de mi casa al instante. Hace meses que no hablamos. ¿Para qué quiero yo una querida amiga que nada me quiere?

Extraño los días tristes en que no sabía dónde estaba Manuel, o los días en que yo sufría de celos cuando él estaba vivo escondido con Jorge.

Recuerdo que en aquellos días yo había ido a ver a Walter. Él me dijo que no entendía por qué yo seguía tan obsesionada con Manuel. Me preguntó que cuál sería mi recompensa si él regresaba a Miami a esas alturas, si ya era obvio que nunca volvería a cantar, si ya estábamos hasta el cuello en problemas legales, si ya probablemente yo ni le sería atractiva.

—Será su sonrisa —le respondí—, será ver su sonrisa…

Me resigné a que mis sentimientos por Manuel quedaran por siempre residenciados en aquellos puntos suspensivos, en aquel reencuentro nunca satisfecho. Pero igualmente quedaba la engorrosa tarea de ponerle punto final a sus restos en esta tierra. Mi idea era contratar para ello a una empresa que se encargase de cremar el cuerpo de Manuel y transportarlo de las tristes praderas de Minnesota a Miami, y a mí. Pero como no tenía potestad para decidir sobre el devenir de su cuerpo, primero contraté los servicios de un detective para encontrarle algún familiar en los Estados Unidos que diera el visto bueno. Tomó un par de semanas, pero tuvimos la suerte de encontrarle un primo en Opa-locka, un marielito con mucha necesidad de dinero que se dedicaba a pescar y que no le tenía miedo a nada. Le regalé quinientos pesos y firmó entusiasta todas las líneas punteadas.

Cuando le dije a Walter lo de la cremación me dio el visto bueno y agregó: “Perfecto, así lo esparces en el mar, igual para allá irás tú ultimadamente”.

A último minuto me decidí por una cremación parcial, en la que se creman la carne y los órganos, pero no los huesos. Fue una idea que me dio Ana Viridi, que se ha vuelto una exploradora espiritual, y que tiene una corista muy afanada que cree en todo. Ambas estaban inmersas entonces en una onda de todo lo que fuere indio americano. El Círculo de Miami recién había sido descubierto un año atrás, y la gente de la Nueva Era estaba alocada con eso y con mil teorías relacionadas con el mismo. Ana Viridi y La Corista insistieron en que, mientras el mar sería el mejor lugar para esparcir sus cenizas, los huesos de Manuel debían tener un hogar en tierra, cerca del Círculo.

Vinieron a verme a casa con esa circular idea en mente, y estaban muy embulladas. Yo apenas había oído hablar del Círculo en las noticias un par de veces, y no veía aún clara la relación con vida eterna o permanencia del alma que La Corista exponía, pero estaba segura de que no me nacía lanzarlo a él todo al viento desde una lancha anclada.

El Círculo tal es un cimiento circular tallado en piedra caliza que contiene y enmarca cientos de agujeros para postes. Como muy poco ha quedado de la extinguida tribu Tequesta, muy poco se sabe de la estructura para la cual el Círculo era base, pero mucho se especula al respecto, y Ana Viridi y La Corista parecen saber casi todo aquello que hay que saber, e intuir el resto.

Llegadas a Brickell, nos estacionamos a un par de cuadras del Círculo, extraje el largo bolso de lona del maletero del carro y caminamos al sitio arqueológico en cuestión.

Como cualquiera cosa, una mañana me llegó un paquete enorme de UPS. Era Manuel, las cenizas y los huesos en dos gruesas bolsas triplemente selladas. Una vez aquí, faltaba sólo tramitar el adiós, faltaba sólo enterrarlo y dejarlo ir.

Habíamos hablado mucho la teoría, y hasta ensayado los pasos, pero igual cuando llegó el día parecíamos tres mujeres al borde de un ataque de nervios, y el corazón nos latía a mil. Contraté a un discreto gringo capitán de lancha que no hiciera muchas preguntas. Partimos temprano en la mañana. Elegí que el lugar para esparcirlo y para esta primera parte de la ceremonia fuese un par de millas náuticas afuera del sitio donde yo lo había encontrado originalmente. Desde ahí la playa era un hilito suelto de la tierra.

Fue muy bonito todo, a pesar del nerviosismo. Abracé la bolsa de cenizas todo el tiempo, y cuando llegamos al sitio acordado el capitán puso a sonar en el estéreo de la lancha la canción que le habíamos provisto (“Sólo el tiempo”, de Enya), la cual Ana Viridi y La Corista tararearon a la par, y que dice, en parte, así:

¿Quién puede decir dónde va el camino,
dónde fluye el día? Sólo el tiempo.
¿Y quién puede decir si tu amor crece
como tu corazón eligió? Sólo el tiempo.

Al culminar la canción, corté la bolsa en una esquina sobre el agua, la volteé, y lo solté al viento. Entonces lloramos las tres algunos minutos. Manuel había hallado de nuevo su libertad en el mar.

Al regresar, las llevé a un deli, pero apenas si pudimos probar bocado. Meditamos silentes sobre la muerte bebiendo enormes y aguados cafés. Luego nos fuimos cada una para su casa. A la noche nos aguardaba la segunda parte: la ilegal ceremonia de los huesos en el Miami Circle, que La Corista había planeado.

Las pasé buscando con el Lincoln de mi marido a eso de las diez. Llegadas a Brickell, nos estacionamos a un par de cuadras del Círculo, extraje el largo bolso de lona del maletero del carro y caminamos al sitio arqueológico en cuestión. Nos encontramos a un par de parejas caminando, y a un hombre paseando a su perro, pero al cruzar hacia la punta geográfica que contiene el parque que alberga al Círculo, no había ni un gato pardo en el recinto.

Me sentía fuera de lugar, y entumecida, pero tras saltar la leve talanquera que rodea el perímetro del parque, y ver una perfecta luna llena sobre la bahía iluminando espectacularmente el círculo de piedra, se despertaron mis sentidos, me sentí presente, y todo cobró sentido. Aquellos numerosos hoyos de postes, que en la foto aérea del terreno que me había mostrado La Corista me habían parecido heridas de indiscriminadas estocadas, en persona parecían una constelación oscura y lógica cuyo significado se había extraviado en el tiempo. Mis ojos, sin embargo, inexplicablemente, los escrutaban buscando algún patrón aparente.

La Corista y Ana Viridi debieron despertarme de aquel extraño trance para dar comienzo al ritual funerario. La Corista extrajo del bolsillo frontal del bolso de lona la corta pala de jardinería que me había indicado traer, y entonces advertí una mirada helada en Ana Viridi que no podía distinguir si era de ansias o de pánico. Además, el acentuado e impar relieve labial del bótox le prestaba a su tez un aire de permanente estupefacción. La Corista se arrodilló y empezó a cavar frenéticamente la superficie de un leve montículo interior del círculo. Al principio la observábamos nerviosamente. El sonido metálico de la pala raspando tierra y guijarros tampoco ayudaba, yo lo sentía hasta en los dientes, pero de repente una dulce brisa barrió el parque, y comencé a sentir que una paz milenaria nos envolvía.

La Corista dejó de cavar, y extrajo del bolso la enorme bolsa que contenía los huesos. La colocó delicadamente en el hoyo que había cavado y lo cubrió de tierra. Hasta ahí habíamos cumplido la totalidad de la ceremonia que habíamos planificado.

En eso, espontáneamente, las tres nos tomamos de las manos alrededor del sitio donde yacían los últimos restos de Manuel. Ana Viridi, a quien yo nunca había escuchado cantar en inglés, comenzó a cantar la canción aquella de Enya, y La Corista a secundarla. La interpretación que ambas rendían de la canción era de una belleza sublime. Lágrimas brotaban de mis ojos sin pausa, y en ese instante me percaté de que, tanto la ceremonia aquella como la aventura con Manuel, representaban, a pesar de todo, una celebración irrefutable del poder del amor.

Entonces me hice una promesa inquebrantable: empezaría de nuevo. Huiría a otra isla, República Dominicana, Jamaica o Dominica, y empezaría de cero. Me llevaría el viejo cuadernito de canciones y a quien me quisiera seguir: a Ana Viridi, a La Corista, o incluso a Cecille Las Vegas, de pedirme perdón. Haré las paces con ella, pensé, y con el amor, y con el éxito. Yo creo que al final Walter se equivoca a veces, y las predicciones meteorológicas también. Yo no me ahogaré, y mis amadas islas no se hundirán irremediablemente bajo el agua tampoco. La tierra y el agua, como la fama y el fracaso, es una cuestión de yin y yang. La Corista me lo ha estado explicando un poco. Me dijo que el yin y el yang forman un equilibrio cambiante pero perfecto: cuando uno aumenta, el otro disminuye y se contrae. Aquel desequilibrio aparente no es sino algo circunstancial, ya que cuando uno crece en exceso, fuerza al otro a concentrarse, lo que a la larga provoca un nuevo cambio, lo que promueve un constante balance universal. Pues entonces no me ahogaré, aguantaré el ir y venir del agua como una campeona. Igual que con la fama y el dinero, soportaré el viene y va. Los golpes serán sólo olas, sacudones, recordatorios, crudas muecas del destino. Los aguantaré como lo hace Manuel, dentro y fuera del círculo, dentro y fuera del mar. Tendremos eso en común por siempre mi balsero y yo.

Michael Ben
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