Soy un espectador; en las gradas hay escasos estudiantes y ninguno ve el juego que se nos presenta en la cancha. Soy privilegiado, el juego parece que se desarrolla para que yo lo capte. Es mucho más interesante ver un partido de baloncesto con estudiantes de octavo grado que uno donde juegan basquetbolistas profesionales; lo profesional podrá ser un buen removedor de ánimos, provocar griterías y girar países enteros, pero en el de estos, que cursan apenas su segundo año de bachillerato, sienten el deporte como un juego y no como un espectáculo, percibo un rastro autentico de una dimensión lúdica, inocente, despojada de auspiciantes, fanaticadas, televisoras y todo tipo de medios de comunicación. Aquí hay una entrega genuina por una cesta, las caídas se dan en un suelo rústico, el árbitro es asalariado, los reclamos a éste son hechos con palabras prudentes porque (al fin y al cabo) es el profesor y, a su vez, como no sucede en los partidos televisados por ESPN, Fox Sports, DirecTV, etc., los jugadores son de una altura menor que su “réferi”. No hay estrategia, se juega sin coach, el juego se hace jugando; el balón es un imán de jugadores, en una esquina (cuidándose de no pisar la línea) de un momento a otro se juntan los diez, unos a proteger el balón y otros a intentar robarlo; el resto de la cancha, mientras esto pasa, es un atajo para los que vienen de la otra mitad del liceo y no desean dar la vuelta completa, hay un instante de invasión, y la pelota rebota en uno de estos invasores, que instantáneamente es un inevitable jugador, un accidente fortuito para los de una mitad, terriblemente desafortunado para los otros. Pero sigue el juego, y suena el pito.
Las ramas de los mangos en la casa contigua al liceo se estremecen con no poca fuerza, el viento es un jugador, algunos estudiantes (que sospecho jubilados) ven hacia las nubes como yo, porque hay unas que están cerniéndose sobre el colegio, haciendo de pantalla a la luz del sol que caía sobre los asientos de las gradas. (Creo que va a llover). Tres pitazos seguidos y uno debe estar alerta de como el viento se escurre en rededor del balón, entre los dedos, del leve movimiento que hace la malla, porque el viento es un jugador más, incluso si se tratara de dados y no baloncesto. Dos de mis alumnos pasan por un lado y hago un saludo que vale por dos. Pero los ojos en el juego, es mejor que la NBA. No hay puntos, ningún equipo ha conseguido marcar. Y es comprensible; muchachos de catorce que miden 1,65 en promedio, un balón que pesa casi un kilogramo, un aro que mide poco más de dos metros y medio de altura, el calor, el equipo que (para nadie) hace nada, el desconocimiento de que hay que driblar, en fin, un juego de gigantes efectuado por —prácticamente— niños. Y está bien, pero ninguno de los dos equipos ha marcado, y hay que hacerlo, ineludiblemente, por la victoria, así los jugadores no recuerden este juego; pero yo lo haré. Ya el profesor (mirando el reloj) dice que el que haga el próximo punto ganará. (No sé cómo puede haber un próximo si no hay ninguno). El fervor, el apuro, la hora que pende sobre todos porque sonará el timbre y dos jugadores se caen. “He sonado más el pito de lo que ustedes han jugado”, dice el profesor, y me río de su sinceridad. Pero el juego está bueno. Suena el timbre, todos los salones están afuera, pero la cancha es una burbuja que estallará con el próximo (y único) punto. Así no quería que terminara, una falta le puede hacer más fácil la victoria a una de las mitades; no discierno a estas alturas de ninguna de las mitades, al final el juego es el juego, gane quien gane. El tiro de falta lo fallan; el árbitro hace caer la espada de Damocles y termina el juego. Empate a cero que nadie recordará, excepto yo.
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