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Luciérnagas azules en Camarones

martes 20 de abril de 2021
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Durante 45 años María Concepción Brito convivió con su esposo Adaulfo Robles en la misma casa sin hablarle. En las noches, cada uno en su extremo de la cama contemplaba en silencio la inmortalidad de los años envenenados de vitalidad inamovible y la insignificancia de los mismos aspectos cotidianos que antes habían sido importantes para los dos. Obstinada en su razón, María Concepción empleó los métodos más formidables para eludirse el uno al otro en la misma rutina.

Evitó coincidir en la mesa a la hora de las comidas e instaló horarios contundentes para administrar hasta la más mínima frivolidad que de manera imprevista se le pudiese ocurrir. Vivían en Camarones, un pueblo de playas doradas y acantilados majestuosos donde la gente podía morirse de felicidad y en las noches voces de náufragos perdidos en otros mares arribaban a la costa buscando reposo para su delirio. Se casaron en la iglesia principal un veinticinco de diciembre cuando María Concepción cumplió dieciocho años.

Predestinada a la benevolencia de la providencia, la noche de su nacimiento, al igual que sucedió en el día de su matrimonio, centenares de luciérnagas azules agobiaron de resplandor la enorme casona frente al mar. Se agolpaban en las ventanas sin abrir y en los pasillos menos frecuentados, sobre el tejado inmolado por la crueldad de la intemperie y el extenso patio donde la brisa del mar se quedaba a vivir en diciembre.

Adaulfo se armó de valor en lo que llevan colgando los hombres abajo y se presentó en la casa de María Concepción para pedir su mano una tarde de mayo.

El esplendor de las luciérnagas azules hundió al recóndito pueblo de geografía inescrutable en la emancipación misma de cualquier tipo de superstición que pudiese atribuirse a su aparición. Fue cuando decenas de flamencos blancos, que habían desaparecido por causas desconocidas en época de guerra, regresaron a las playas doradas cubiertos con un suntuoso plumaje rosado y patas renovadas, y los más veteranos pensaron que Dios nuevamente se había acordado de ellos.

María Concepción era una mestiza de ojos azules prominentes y había heredado de su padre una voluntad indoblegable como el metal. En cambio, Adaulfo poseía un espíritu afable y la tenacidad de un hombre acostumbrado a vivir toda su vida dentro de sí mismo. Atraído por la leyenda de los flamencos con plumaje de oro apareció en Camarones un abril incesante con la súbita idea de hacerse millonario. Luego de múltiples expediciones fallidas en islas saqueadas por piratas y bucaneros europeos y parajes inhabitables en toda la península guajira, decidió abandonar su empresa y se dedicó a resolver enigmas matemáticos y otros acertijos algebraicos en la única escuela del pueblo.

Nadie supo ni cómo ni cuándo se conocieron los dos. Pero una semana antes del día de la Virgen del Carmen, después de tres años de amores clandestinos, Adaulfo se armó de valor en lo que llevan colgando los hombres abajo y se presentó en la casa de María Concepción para pedir su mano una tarde de mayo. Cuando se apareció en la casa, vestido con pantalón y camisa de olán y sombrero de panamá, encontró al padre de María Concepción limpiando con minuciosidad las dos carabinas Winchester y el revólver Colt que había usado en la Guerra de los mil días. Estaba en camisilla, empapado de sudor en su pequeña oficina improvisada que funcionaba las noches de los viernes y los sábados como salón de juego en las eternas partidas de dominó. Llevaba puestas unas botas de cuero recién lustradas y una cadena de oro con la imagen de la Virgen del Carmen.

Era un negro monumental de dos metros y veinte centímetros, de ojos verdes e incondicional partidario de la campaña política de Luis Antonio “El Negro” Robles. Después de la Guerra de los mil días se exilió en el lugar más impensable del Caribe y construyó una enorme casa de doce habitaciones, cinco salas, diez baños y tres comedores frente al mar.

Contrajo matrimonio con Clementina Pushaina, una majayura espléndida que conoció en Uribía cuando militaba para el gobierno liberal y con quien finalmente tuvo tres hijas. De ahí en adelante, dedicaría el resto de su vida a tratar de exorcizar los mismos fantasmas que lo habían perseguido desde niño y los otros fantasmas que había obtenido en la guerra.

—Te diré esto una sola vez —le dijo antes que Adaulfo tuviera tiempo de reaccionar—, si mi hija sufre por tu culpa te parto en dos con mis propias manos. Pero si mi hija es feliz, ni el mismo san Pedro podrá impedirte la entrada al cielo, te lo juro.

Después un silencio inquebrantable instaló su dominio entre ambos. Adaulfo no supo si reír o quedarse o salir corriendo. Pero desde ese día procuró por su propio bienestar que a su futura esposa le faltase todo menos felicidad. Los primeros años el derroche de amartelamiento despertaba en los lugares más impensables de la casa.

En la cocina sobre el mesón de granito rústico, detrás de la puerta, en los rincones olvidados por la costumbre, encima del tejado y trepados en los mangos milenarios del patio. Sin embargo, todo cambió cuando Adaulfo conoció a una sirena persa que tenía la facultad de convertirse en mujer todas las noches. De apetito voraz para los resquicios del amor y hábil para enloquecer la cordura de los más escépticos, llegó al pueblo un noviembre como la atracción principal de un circo europeo e inmediatamente embriagó de deseo el corazón de Adaulfo. Tomaba una cerveza de cebada en el bar del viudo Ruppert Saucedo cuando el jolgorio de las carrozas, bailarines de piernas largas, carretas de animales fantásticos y el bullicio insostenible quebraron el silencio en el marasmo de las 2:30.

Al final del desfile, a través de los vidrios polvorientos, como una revelación de la providencia, vio una cápsula de vidrio polar repleta de agua y dentro de ella apreció con fulgor en el alma a la sirena más hermosa que había visto en su vida. Para entonces, Adaulfo y María Concepción habían cumplido cinco años de matrimonio y tenían dos hijos.

Desde entonces, buscando acercarse a la exquisita mujer de manos suaves y fragor dormido, asistió al circo y repitió las mismas funciones en el mismo horario por varias semanas. En ese trasegar de noctámbulo, se aprendió de memoria el canto triste del Minotauro anciano que tocaba el acordeón y bailaba al mismo tiempo. Contempló con nostalgia la decrepitud de las gárgolas añorando sus años más jóvenes y al grupo de hermafroditas vigorosas danzando a ritmo del cancán.

Lo vio escabullirse entre los leones ciegos de la India, los tigres de Bengala y los rinocerontes enfermos de vejez.

Preocupada por el nuevo hábito de su marido, una noche, María Concepción no se durmió temprano como acostumbraba y lo esperó sentada en la cama con la luz apagada. Eran las 11:00 pm y Adaulfo entró a tientas a la habitación con los zapatos en las manos.

—Que no sea lo que me estoy imaginando —le dijo sin inmutarse—. Si me llego a enterar de algo de lo que no quiero enterarme, te juro por mis hijos que dejo de hablarte.

Un frío metálico recorrió el cuerpo de Adaulfo y como un relámpago de conciencia prolongó un breve espanto en su corazón. No dijo nada. Se desvistió en silencio. Luego se metió en la cama y se arropó de pies a cabeza.

—A veces pareciera que me hubiese casado con tu padre —le dijo de espaldas y luego cerró los ojos.

Insatisfecha por el derroche de idilio que antes sobraba bajo las sábanas, cinco noches después María Concepción siguió a Adaulfo después que terminó la última función del circo. Con el corazón en la garganta, lo vio desaparecer entre la muchedumbre de personas que regresaban a sus casas y los niños huérfanos que lanzaban desperdicios a los animales enjaulados. Lo vio escabullirse entre los leones ciegos de la India, los tigres de Bengala y los rinocerontes enfermos de vejez.

Finalmente, muy a lo lejos, detrás de los animales, en los últimos rescoldos polvorientos del circo, lo vio entrar en una pequeña carpa que tenía la luz encendida. Esperó con angustias varios minutos y luego irrumpió sigilosamente. Asomó la cabeza bajo el telón pesado y contempló con dolor por varios segundos sin derramar una sola lágrima. Adaulfo y la sirena que se convertía en mujer retozaban plácidamente sobre una alfombra mágica que flotaba en el aire mientras escuchaban un disco olvidado de Calixto Ochoa. María Concepción no dijo ni una palabra.

Cuando Adaulfo la advirtió en el umbral de la carpa sintió un terror en los huesos que no había experimentado desde el día que su suegro le dijo que lo partiría en dos si por algún motivo su hija llegaba a ser infeliz con él.

—No quería enterarme de lo que ya me imaginaba —le dijo, con un profundo dolor en el alma—, te lo dije.

Desde ese mismo día María Concepción cumplió su palabra.

Adaulfo buscó por todos los métodos la manera de cubrir su falta. Dejó de asistir al circo y de jugar dominó todos los viernes hasta la madrugada, de frecuentar los amores clandestinos de la sirena que se convertía en mujer y las venezolanas exquisitas de vientre cálido que se alquilaban para amar en el puerto. Envió girasoles, rosas, tulipanes, lirios, claveles y flores de todo tipo a la casa, pero ella nunca las recibió. Semanas después, antes de partir, la sirena que se convertía en mujer le pidió a Adaulfo que se fueran juntos con la comitiva del circo, pero él se rehusó a abandonar a su esposa.

Se supo después que la sirena no volvió a convertirse en mujer, y confinada a la tristeza milenaria de las almas en pena, su corazón y su cuerpo se volvieron de piedra. Algunos dicen que reposa en algún lugar de Valledupar, y quienes han tenido la fortuna de verla recuerdan con nostalgia los amores contrariados que tuvo en Camarones y la dificultad que tienen los seres fantásticos para ser felices en un mundo sin imaginación.

Desesperado, una noche Adaulfo apareció en la terraza de la casa con Francisco el Hombre, el juglar Leandro Díaz y con un músico legendario que tocaba el acordeón con los pies. Sin embargo, ella nunca salió. Después de muchas tentativas fallidas y de treinta y seis meses, doce días y cuatro horas buscando un efímero acercamiento hacia ella, finalmente se dio por vencido.

Sin posibilidades, se acostumbró al desprecio silencioso de la única mujer que había amado en toda su vida y trató de seguirla amando en sus sueños, el único lugar existente donde podía poseerla sin restricciones como en los primeros años de pasión empedernida.

A pesar de su férrea determinación, María Concepción nunca desatendió sus deberes como esposa. Sin demostrar emoción alguna, se preocupaba por la ropa sin planchar de su marido, por las costuras de sus pantalones enmendados y por su comida servida en la mesa todos los días a la misma hora. Fue tanto el empeño en la empresa, que ni siquiera los hijos advirtieron algún cambio en el comportamiento de sus padres mientras crecían vertiginosamente entre juegos de boliches, trompo y cometas que se elevaban hasta la luna.

En cada cumpleaños, Adaulfo acostumbró comprar un vestido de flores y lo dejaba en la cama con una caja de alegrías y caballitos de azúcar que él mismo preparaba. Pero María Concepción nunca dio su brazo a torcer, y cada tentativa de Adaulfo por demostrar arrepentimiento terminaba inundando de desdicha su corazón.

Después de muchos años, la nostalgia y la amargura hicieron de las suyas y Adaulfo se volvió un ser solitario que deambulaba por toda la casa buscando un oficio para ocuparse mientras que María Concepción se resquebrajaba de tristeza por dentro. Un día, empecinado en recuperar el amor de su esposa y finalmente redimir la culpa que lo agobiaba en las noches, nuevamente se armó de valor en lo que llevan colgando los hombres abajo y se puso frente a ella, cerrando su paso hacia la cocina.

Con la oreja pegada a la puerta, María Concepción escuchaba el tropel agitado por su esposo mientras movía aparatos inconcebibles y objetos extraños.

—Voy a devolver el tiempo —le dijo.

Ella no lo miró, lo esquivó y siguió su camino. Esa noche nuevamente aparecieron las luciérnagas azules afuera de la casa. Convencido de las limitaciones del universo y del buen presagio de las luciérnagas azules, Adaulfo escudriñó los libros sagrados de Nostradamus tratando de descubrir algún enigma que le pudiese ayudar en la construcción de la máquina del tiempo.

Fue tanto el empeño y su genial inventiva que meses después observó terminado un rústico prototipo que serviría para realizar algunas pruebas de traslados cortos y mediciones espaciales a mínima escala. Sin embargo, la jerarquía en las funciones numéricas y la dualidad en las teorías matemáticas no lograban encajar por completo en sus cálculos del tiempo, y después de meses sin avance alguno quiso desfallecer por ser tan inhóspito el terreno de la innovación.

Cuando la idea de resignarse maduraba en su cabeza, un relámpago de luz le atravesó las coyunturas y la revelación apareció por primera vez en el cuartito recóndito de la casa donde había construido su oficina. Organizó nuevamente sus ideas y ajustó algunos cálculos en el prototipo de la máquina.

Horas más tarde la maquina funcionó. Con la oreja pegada a la puerta, María Concepción escuchaba el tropel agitado por su esposo mientras movía aparatos inconcebibles y objetos extraños dentro del pequeño cuartito. Justo cuando empezaba a acostumbrarse, una luz hinchó la habitación y golpes de luminosidad salían a chorros por las grietas de la madera antigua y el umbral de los marcos. Espantada quiso huir, pero la explosión de energía terminó derrumbando la puerta y ella salió disparada por el aire.

Segundos después, Adaulfo apareció en el pasado justo cuando estaba sentado en el bar del viudo Ruppert tomándose una cerveza de cebada. De repente un jolgorio de carrozas coloridas, bailarines de piernas largas, acróbatas que expulsaban fuego con la boca, carretas de animales fantásticos y el bullicio insostenible quebraron el silencio en el marasmo de las 2:30.

Al final del desfile, a través de los vidrios polvorientos, como una revelación de la providencia, vio una cápsula de vidrio polar repleta de agua y dentro de ella apreció con fulgor en el alma a la sirena más hermosa que había visto en su vida. Se puso de pie y siguió con la mirada el rastro de las carrozas en medio del polvorín. Esa noche, aparecieron luciérnagas azules en todo el pueblo.

Deibis Amaya Pinedo
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