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Augusto Tolentino

jueves 13 de mayo de 2021
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No se puede juzgar así, nomás por no dejar, como si fuera muy simple, a Augusto Tolentino. Y no se puede hacer eso porque todos tenemos derecho a jugar alguna vez con nuestra propia vida. ¿Quién no quiere, hablando en serio, ser recordado para siempre? Es muy humano. Uno a veces hace las cosas pensando: ¿y qué dirán que hice cuando me muera? ¿Quién dirán que fui? Entonces nos entra como un miedo de ser olvidados; de que la tierra se trague todas nuestras esperanzas, mientras los otros le abren la boca con la pala y tiran nuestro cuerpo allí, en un agujero que todos van llenando de bendiciones y de puñados tan negros y tan húmedos.

Yo no puedo hablar por las tierras de más arriba, donde sacar una gota de agua cuesta tantos sudores; pero lo que es aquí, desde que me crié hasta que me fui a estudiar, el agua nunca nos abandonó. Pero no estoy hablando de agua. Quiero decir, no estoy hablando sólo de agua. Todos nosotros conocimos al padre de Augusto, que en paz descanse. Era un viejo de esos de hierro que dejan veinte mujeres por ahí tiradas en la vida y vuelven ya maduros a su pueblo, como a rumiar el pasado entre azadonazo y azadonazo.

Yo estaba platicando con don José Tolentino cuando conoció a la niña Azucena. Le brillaban los ojos nomás de verla, pero en buen plan. ¿No hasta don Justo el alcalde fue padrino de la boda? Don José la quería en serio, como para borrar el recuerdo de las otras.

Le entró la obsesión por las máscaras, luego por los zopilotes, y luego por hacer máscaras de zopilotes.

Yo fui el padrino del nacimiento de Augusto. No vayan a creer que por eso estoy aquí, hablando por hablar. Hablo porque de veras creo que esto que pasó merece más atención.

Augusto tendría como nueve años cuando murió don José; o quién sabe si murió. La cosa es que salió un día de su casa sin avisarle a nadie, se fue camino al Norte y no apareció más.

Luego nos dijeron que había aparecido un cuerpo todo macheteado en el río, que ni la cara se le veía. Todos dijeron que era don José.

La pobre de doña Azucena no paraba el llanto. Ella también lo quería de veras. Pero así como a veces uno tiene que echarse unos tragos cuando le llegan las penas, así la señora empezó a hacer un montón de cosas raras, dizque brujerías. Yo no lo sé de cierto, porque no andaba por aquí en esos días. Las mujeres eso tienen, como no le pueden al trago, se van consumiendo por dentro poco a poco, como si no tuvieran necesidad de tomar ni una gota.

Otros dicen que lo de bruja le venía a la señora de familia. Yo no sé, nomás lo digo. Quesque su madre curaba a los moribundos, o a los que ya no tenían resuello, o a los que se les iba el sentido, como a Prudencio, que todavía vive. Total, doña Azucena puso a Augusto a trabajar la tierra y se pasaba todo el santo día queriendo hacer regresar a su José. Le entró la obsesión por las máscaras, luego por los zopilotes, y luego por hacer máscaras de zopilotes. No es por adularla, que en paz descanse, pero le salían muy bien; tan bien que nada más le quedaron dos: una la colgó en la pared para que la miraran las visitas y la otra se la regaló a Augusto.

La señora todo el día estaba hablando de zopilotes y de que se comían a los muertos; de que don José vivía en el llano, pero que no podía moverse y que entonces los zopilotes iban todas las tardes a ver si ya estaba bueno para comérselo. Por las noches doña Azucena iba al llano a tirar gordas para que don José no pasara hambres.

La cosa es que Augusto ya tenía sus dieciocho años. A ver, pónganse a pensar en eso: un muchacho joven, todo lleno de vida; flaco, eso sí, ni quien se lo quite, pero ¡con una cabeza!… Si el pobre de Augusto se hubiera ido a estudiar de joven, yo creo que ahorita sería un sabio de esos que ya no hay. Pero el muchacho era pobre. Le sacaba jugo a su parcelita, porque se pasaba casi todo el día: que quitándoles los gusanos a las matas, que cuidando que no llegaran las tuzas, que abriendo canales; bueno, para no hacerla larga, lo único que lo distraía era mirar el cielo.

Aquí, ni de lejos conocemos las águilas, esas que sólo se ven los días de fiesta en la bandera. Aquí, sólo conocemos gavilanes y zopilotes. Pero a los gavilanes les tiene uno tanto odio, que qué se va a estar pensando en verlos; nomás los quiera uno ver de lejos bien muertos. Bueno, pues Augusto se quedaba viendo los zopilotes. Al trabajar con su azadón, miraba cómo daban vueltas y vueltas, como si quisieran marearlo a uno.

En el día Augusto veía a los zopilotes y por la noche veía la máscara de zopilote que le había regalado su madre; le daba vueltas y vueltas, recordando cómo volaban esos que nombran “pajaritos de la muerte”.

Aquí nadie me va a dejar mentir. Yo vine una o dos veces por esas fechas y veía al Augusto allá arriba.

Así andaban las cosas, cuando una vez Augusto se encontró monte adentro dos zopilotes muertos; todavía estaban calientitos los pobres. Así es la suerte de uno, que ni modo de sacarle la vuelta. Luego está la cosa del ingenio de Augusto. Desde esa vez se puso a armar unas alas muy grandes. Los que pasaban por su casa le decían “¿Qué haces, Augusto?”. Cuando les contestaba “estoy haciendo unas alas”, nomás se rajaban todos de risa.

¿Pues quieren saber qué hizo Augusto? No lo van a creer, pero se puso a pedirle a doña Azucena, su madre, que le guisara un caldo para sentirse ligero; y ahí lo veían muele que muele; que ya estaba cansado de pesar tanto, que quería flotar en el aire. Bueno, pues aquí viene la parte que no me van a creer. Doña Azucena se dejó convencer de su Augusto, cómo no lo iba a hacer, si era lo único que tenía. Y cómo quería al chamaco, verdad de Dios; pues le dio uno de esos caldos que le sacan a uno lumbre del cuerpo. El muchacho se lo tomó todo, nomás con los ojos bien abiertos. Bueno, así me lo contó doña Azucena antes de morirse de la pena. Que Augusto se suelta vomite y vomite, hasta que se sale de la casa riéndose como loco. Luego luego se puso su máscara y esas alotas que ya se imaginarán cuánto trabajo le costó hacer. ¡Y va pa’arriba!

Aquí nadie me va a dejar mentir. Yo vine una o dos veces por esas fechas y veía al Augusto allá arriba como zopilote, dando vueltas y vueltas como si fuera de a deveras.

La gente primero se pasaba viendo al Augusto hasta que bajaba, toda seria. Y luego luego los chismes: que nomás lo hacía por no trabajar, que se le estaba echando a perder la milpa, que qué andaría buscando. Pues ustedes ya saben lo que pasó hace como cinco días, pero tienen la cabeza llena de cuentos y chismes, y no han pensado por qué hizo lo que hizo.

Ese día Augusto salió de su casa y le dijo a doña Azucena que tenía miedo, que cada vez pesaba menos, que ya hasta se dormía debajo de la cama para no caerse al cielo y que le daba miedo llegar hasta allá arriba, hasta el sol, no fuera a quemarse. Que les tenía miedo a las nubes. Por eso fue que se llevó la piedra. Tomó la más pesada que vio, no fuera cosa que no le sirviera de nada. Y ahí va volando, como siempre. Yo creo que al ir pasando por arriba del pueblo se le fueron las fuerzas, sólo así me cabe pensar que soltara la piedra. ¿Qué odio le iba a tener a don Justo?, que en paz descanse. Si ni lo había visto nunca. Desde que Augusto nació, don Justo era el alcalde, y lo siguió siendo hasta que el niño se hizo un muchacho y hasta que el muchacho se empezó a hacer un hombre. Todos los domingos se ponía en la plaza a hablar de la bandera. Que la Patria y que las obligaciones, y todos oyéndolo, y que la escuela y que la pavimentación de las calles, y todos oyéndolo. Nadie se fijó en Augusto hasta que la piedra le cayó en la mera cabeza al bueno de don Justo. Una cochina coincidencia, como dicen. Una casualidad. Mentira que Augusto sospechara, ni de lejos, que don Justo hubiera mandado machetear por celos a don José su padre, hace tantos años. Son supercherías de la gente de esa que habla porque no tiene otra cosa qué hacer. Y si fue cierto, pues qué bueno; aunque fuera sin querer.

Bueno, pues ya ni nombrar a todos los que se pusieron a buscar a Augusto de arriba para abajo, hasta que dizque se lo encontraron por el camino todavía con la máscara de zopilote y que lo meten en la cárcel sin quitarle siquiera la careta esa y sin oír lo que decía. Ahí fue a dar, incomunicado, y le pasaban la comida por debajito de la puerta, nomás por haberse tratado de la muerte del Presidente Municipal.

Bueno, señor Juez, yo he venido de lejos, donde andaba trabajando, nomás pa’dejar bien claras las cosas. Yo no seré abogado, pero sé algo de las leyes esas que usan ustedes. Como padrino de Augusto, soy el único que puede hablar por él, porque ya todos saben que ayer velaron a la santa de doña Azucena, toda quebrantada por lo de su hijo.

Vengo a pedir también que suelten a ese pobre muchacho que está en la cárcel, porque ni es culpable ni la máscara es suya.

Y vengo a decir nomás tres cosas:

Que de plano veo muy mal que, en vez de levantarle una estatua al muchacho por haber volado como ninguno, se le ande inculpando de haber matado a un señor que todos sabemos que nunca fue un santo. Ayer todos vimos al pintor chistoso ese que andaba preguntando que dónde vivía dizque “el ícaro mexicano”. Hoy, al venirme para acá, vi cómo unos señores muy humildes andaban preguntando por San Augusto Tolentino para pedirle que les salvara un moribundo. Yo nomás quisiera ver volar de aquí a uno, a ver quién es tan macho. Y no me salgan con que las brujerías de su mamá, porque el muchacho valía por sí solo. ¿Cuál fue su culpa? Hasta usted mismo, señor Juez, hizo su coraje cuando don Justo se raptó a su hija, no me diga que no. Todos aquí en el fondo lo andaban queriendo matar por arbitrario. ¿Cómo no quieren que un hombre malo muera de mala manera?

Vengo a pedir también que suelten a ese pobre muchacho que está en la cárcel, porque ni es culpable ni la máscara es suya. Es un pobre ranchero de las afueras que se la encontró tirada y que me lloró cuando lo fui a ver.

Porque sépanlo, señores: ese no es mi pobre ahijado.

Hace cosa de dos días, cuando me vine a ver cómo andaban por acá los asuntos, vi algo que no había querido decirles nomás por ver hasta dónde llegaba eso que dizque llaman justicia, algo que me andaba guardando nomás por verles la cara ahorita: yo vengo sólo a defender la memoria de Augusto Tolentino.

Al pasar por el Pico Colorado, viniendo de las tierras de Arriba, veo una voladera de zopilotes. Pues luego luego que me acerco. Y sí, ahí estaba, con las alas abiertas y la risa toda pelona, como si le hiciera mucha gracia toda la sangre suya que estaba pintando las peñas.

Ahí estaba, señores, que en paz descanse, Augusto Tolentino.

Morelos Torres
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