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Dexter y otros felinos en la narrativa venezolana

jueves 27 de mayo de 2021
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Dexter y otros felinos en la narrativa venezolana, por Mario Morenza
Con sus patas en el aire maulló en señal de aprobación, pensé. Fotografía: Ángela Bonadies

La fiesta se extendió hasta las cuatro de la mañana del sábado. Cervezas, tequilas, música, margaritas y buenas conversaciones catequizaban el inicio de los diez días de asueto de Semana Santa. Todos bebimos con la disciplina de quienes rezan un rosario al caletre.

El Cochazo, como les decimos a las fiestas dadas en casa, fue de un claro aspecto memorioso. Pero me refiero a esos recuerdos políticos y musicales que bien le corresponden a generaciones anteriores y se han endosado en nuestras vidas como un préstamo empírico. Comprobamos que personajes como Gonzalo Habla Claro o Trino Mora habitan en una dimensión atemporal.

El momento retro se produjo cuando escuchamos “Curanderos”, tema de Sergio Pérez que dominó por varias semanas el hit parade de su tiempo: sin duda, minutos felices envueltos por una nostalgia ajena: aquella que uno descubre en la música de hace décadas, sobre todo si esta música no pertenece a la generación de uno, como les adelantaba, pero sí a la de aquellos que nos llevan veinte o más años y se la adjudican con claro fervor de pertenencia. Constatamos el orgullo y la militancia de aquellos nacidos en los setenta en esta frase: “Este grupo es de mi generación”.

Corrí y saqué al gato de allí antes de que el portón completara su recorrido. Lo salvé de morir destripado.

La elección fue hecha por Juan Pablo Gómez. Al finalizar la canción, José Daniel Cuevas y yo recordamos la intervención de Sergio Pérez en un mítico vídeo de RCTV para subir la autoestima de los venezolanos. El cantante y nieto de Rómulo Betancourt ha recitado el verso más famoso de la historia de la lucha ecológica en el país: “Conservar la flora y fauna es enseñarte a crecer”.

Seguidamente, Vanessa Sánchez le dio un toque equilibrado a la música: se alineó con la moda ochentosa. Puso a sonar a Karina. Los ochenta se instalaron oficialmente en El Cochazo.

Horas más tarde, bajé a despedir a José Daniel y Juan Pablo. Ellos, a bordo de sus vehículos, alzaron sus manos en señal de hasta pronto como una prolongación del ritual de Curanderos. Yo alcé la mía y dejé caer el control remoto sobre la punta de mis botas. Recuperé el aparato del suelo. Lo apunté hacia el portón del estacionamiento. Oprimí el botón verde. Me erguí y observé que un menudo gato se escabullía en el abismo que para él podría haber sido el carril por donde se desplazaba el portón. Un abismo que probablemente era su consuelo y refugio.

Corrí y saqué al gato de allí antes de que el portón completara su recorrido. Lo salvé de morir destripado. Se trató de una escena que bien pudiera ser dramatizada con el poema “Un gato en un piso vacío” de Wislawa Szymborska, sólo que era precisamente a este gato al que no debía dejar morir: “Eso no se le hace a un gato”, escribe la poeta, dejarlo a merced de la frialdad mecánica del portón del estacionamiento.

El animal era mínimo y la palma de mi mano, para su universo felino, tenía la escala de una tabla de surf. Aguantó, crispado, una ola de brisa. Sobre la palma de mi mano surfeó el aire helado. Tenía años sin sostener a un gato entre mis dedos. Sin sentir la vibración monocorde y delirante de sus pulmones. Era un motor orgánico que ronroneaba.

Evidentemente contaba con unas pocas semanas de nacido. Su pelambre blanca estaba compuesta por estelas agrisadas en formato tigre siberiano y un poco teñido de grasas de carros y smog. Él era un escalofrío peludo lleno de angustia y temblores. Maullaba con hambrienta furia.

Por aquellos días, antes de asearlo por primera vez, se podía apreciar el nervioso y hostil movimiento de batallones de pulgas. Supuse que le hacían al gato lo que los boyscouts al Ávila: lo humanamente posible para no conservar la flora y la fauna.

 

Dexter duerme, juega y espera en casa. Ha sobrevivido peleas de gatos, una le dejó una cicatriz en una oreja con gusanera incluida; dos relaciones amorosas y ha aniquilado a cuanta ave se ha atrevido a usurpar sus comarcas, un gavilán fue su batalla interespecie más célebre. Así se mueven sus días, su tiempo de curiosidad montaraz, su doctrina silvestre. Dormir y esperar. Día y noche duerme, come, juega y espera en casa. Cuando menos se le espera, se precipita sobre mis brazos, sobre el teclado, sobre la laptop como un torbellino que sugiere la locura y la embriaguez: es su manera de comunicarme que necesitaba más dosis de gatarina, cariño o que reemplace su agua, emponzoñada por un hirsuto radioactivo chinche de monte.

 

Aquella fría madrugada de Semana Santa de 2014, dejé al gato en la entrada del edificio. No lo subí conmigo y aún la reunión no terminaba. Así lo indicaban el volumen de la música y los nuevos tragos preparados por Vanessa y B, que por ese entonces estábamos a mitad de relación y sería mi novia durante cinco años, justo lo que recomienda el detective a destajo y protagonista de El caso de la araña de cinco patas, novela de mi amigo y maestro Otrova Gomas: “No más de cinco años, un período presidencial”. Bueno, esto sólo aplicable antes de la llegada del chavismo.

Las chicas prepararon muchas margaritas: pasé de un estado sobrio a uno levemente etílico con el favor de unos cuantos tragos. Al regresar a casa, busqué leche en polvo y la preparé. No me quedó tan bien como los tragos que me había servido.

“¿A dónde vas?”, preguntó B.

“Le bajaré leche a mi gato”, le dije y la besé para borrar un poco ese gesto de extrañeza. Tal vez había pensado que ya estaba bueno de tanto alcohol y debía irme a descansar, pues imaginaba gatos y, por si fuera poco, me disponía a alimentarlos en medio de la madrugada. Una madrugada llena de olas de frío, cosa rara en Semana Santa.

El tono de sus lamentos vencía cualquier decibel o también el gato contaba con un megáfono.

El gato bebió la leche como un náufrago recién llegado a Tierra Firme, o al firme planeta Tierra. Al principio, sus sorbos los daba con una pulsión extraña. Su lengua rosada apenas lamía la superficie de la leche y me miraba con desconfiada acritud. Deduje que, en su corta existencia, el animal ya se habría acostumbrado a disputar, cazar o mendigar trozos de alimentos a otros gatos y a otras especies enemigas. En ese mundo salvaje cualquiera que no sea gato, o cualquiera que no haya sido él, era enemigo.

Ya muchos de mis amigos que se quedarían a dormir colonizaban cojines, sillas y el sofá para pasar el resto de la noche en posición de descanso.

Alberto Bueno se proclamó dueño y señor de la música. Tenía la certeza de que en su disciplinado oído selectivo no se estipulaba la posibilidad de escuchar más canciones venezolanas pop de los ochenta. En las manos de Alberto Bueno migramos a King Crimson, Pink Floyd, Genesis y, como buen DJ, animó el resto de la velada.

 

A la mañana siguiente, abrí los ojos a golpe de diez. Todos mis amigos se habían marchado. Nada quedaba de King Crimson ni de margaritas. Escuché, entre la algarabía mecánica de autobuses, motos y la voz amplificada por parlantes de un vendedor de plátanos y huevos, el maullido afónico del gato.

El tono de sus lamentos vencía cualquier decibel o también el gato contaba con un megáfono.

Intenté dormir un poco más.

Logré dormir un poco más a pesar de la bulla. Soñé con un vía crucis en La Candelaria que, de pronto, se convertía en una manifestación estudiantil: todos los que vestían de morado para rendirle sus promesas al Nazareno se despojaban de sus indumentarias religiosas y se mostraban —¡oh sorpresa!— vestidos con franelas alusivas a la UCV. La Candelaria pertenece al municipio Libertador y en este territorio de la capital las manifestaciones están prohibidas, por lo que estudiantes y demás feligreses, en lugar de letanías, empezaron a gritar consignas. Uno que cargaba una cruz gigantesca se la arrojó a una tanqueta. Otro, de lo que parecía ser un ramillete de ramos, sacó una molotov que nunca llegó a explotar. La procesión se disolvió y la protesta pasó a ser una forma de la fe.

Dormí un poco más, y dormir un poco más los sábados significa cuatro horas. Esta vez mis oídos seguían escuchando el maullido ronco del gato, su manifestación trepaba por las paredes del edificio y llegaba al cuarto. La fe del gato se localizaba en sus cuerdas vocales. ¡Era un tenor nato y gato! Y yo tenía un oído selectivo para sus frecuencias felinas.

Pasado el mediodía, no aguantaba el calor y tenía mucha sed. Mis amigos no se habían ido, seguían allí, acurrucados entre los muebles.

 

Miguel Hidalgo Prince me visitó el martes de Semana Santa. Fuimos a Ciudad Cantón, local chino y muy posmoderno, cuya especialidad es la pizza primavera y oferta una buena variedad de helados. Se ubica en la Avenida Intercomunal de El Valle, justo al lado de la mítica panadería La Trinidad y la bomba de gasolina, famosa cuando el paro petrolero pues, a juzgar por las colas que se hicieron, era la única del sur de Caracas que aún disponía de combustible en sus reservas.

Las luces de neón de Ciudad Cantón iluminan las aceras cuando los vecinos ya se han ido a dormir. Si la cruz ilumina el Ávila en Navidad, Ciudad Cantón ilumina Coche todo el año: uno se persigna cuando pasa frente al local. Aunque no hallamos ninguna cruz, uno puede imaginarse que los ideogramas chinos son muchas cruces sobre otras. Cuando ya de regreso atravesábamos la vereda de Bloque 4, vi de nuevo al gato, quizá buscaba a su salvador.

El gato caminaba con parsimonia y seguridad, sin importarle la presencia de unos cuantos perros que hacían sus locuras en el parque del edificio. Le dije a Miguel: “Ahí viene mi gato”.

Lo subimos a casa.

 

“Mira cómo lo explora todo”, dije.

“Es una gata muy curiosa. Ya la veré caminando por el borde del balcón, como una pantera, como un equilibrista, así”, dijo Miguel e hizo una mímica de movimientos felinos.

“Sí, es una gata”, lo confirmé al darle vueltas.

La gata, a manera de represalia, escaló por mi brazo y se subió a mis hombros con la destreza del loro de un pirata.

B nos trajo un par de cervezas y comentó: “¿Pero dónde pondrás a ese gato?”.

Marilyn, por primera vez nombrada, por primera vez incluida y visibilizada en el universo humano, existía oficialmente.

“Gata”, corregimos Miguel y yo al unísono.

“Salud”, estrellamos nuestras birras y corregimos el día, tan seco y tórrido, como son naturalmente los días en Semana Santa.

La primera opción fue llamarla Liquelí: por Lykke Li, el grupo musical que sonaba justo en ese momento.

La segunda opción fue llamarla Skyler, en tributo a una de las protagonistas de la serie Breaking Bad. A Miguel le gustó esta opción. A B no le gustó ese nombre. A mí me gustaba el nombre, aunque ciertamente había odiado el personaje de Skyler.

La tercera opción la sugirió B. “Llamémosla Marilyn”, indicó mientras la sostenía con sus manos y la alzaba sobre nuestras cabezas. Sí, como en la escena de El rey león.

Marilyn, por primera vez nombrada, por primera vez incluida y visibilizada en el universo humano, existía oficialmente. Se hacía literatura. Se hacía gata y se hacía verbo. Con sus patas en el aire maulló en señal de aprobación, pensé.

Se llamó Marilyn por un mes aproximadamente.

Una tarde Fabiola, amiga e inquilina, la llevó al veterinario.

Cuando regresé en la noche, B me recibió con parquedad, la típica parquedad de quien da un tubazo definitivo: “Hay noticias sobre Marilyn”.

Puse o me imaginé que puse cara de angustia: quizá la misma cara que habría puesto B cuando le dije que le serviría leche a un gato. Se me clavaron estas preguntas en la mente con el mismo ahínco con que Marilyn entierra sus uñas en el tronco que le situé en el balcón o en mis brazos y piernas: ¿qué habrá pasado con la gata? ¿Se habrá lanzado desde el balcón? ¿Habrá escapado? ¿Habría muerto por tragarse algún pequeño objeto que descubrió debajo de un mueble?

“No es gata, es gato”, dijo B.

“Con razón es tan rebelde”, añadí, sin saber muy bien qué decir.

“Al menos ya dejarán de recordarte que te llenará la casa de gatos por ser gata”.

“Sí, y que debo esterilizarla. Al menos ya sabemos a qué se debe su mala conducta”.

“¿Sí?, ¿a qué?”.

“A su crisis de identidad”, dije.

“Bueno, igual hay que castrarlo. Si no, te llenará la casa de orines”, advirtió, y volvió a su ensayo sobre redes sociales para la maestría en Comunicación.

Saludé a la gata, o a la ex gata, ahora gato. Me acomodé en el puf y lo sostuve entre mis brazos. Apoyado a la pared de la sala, justo al lado del puf, tengo un espejo circular y biselado. Me vino como un fogonazo aquella imagen que leí en un cuento estando ya en los primeros semestres en Letras: “La gata, el espejo y yo”, de Nelson Himiob. Sólo tuve ánimos de deshacerme del cariño gatuno cuando percibí el olor de la arepa. Dexter, con su sentido del olfato HD, habría visto la silueta del olor de la harina cocida como una imagen impresa en una lámina de aire.

 

Hoy me ha dado por pensar en gatos de ficción y, quién sabe, quizá me anime a escribir un relato en el que Dexter sea protagonista, o me dedique a reunir en una antología los mejores relatos sobre gatos de la narrativa venezolana y escribir una crónica-ensayo-cuento que funcione como prólogo; me ha dado por pensar en todo esto mientras le lanzo, una y otra vez, una mínima pelota de fútbol con hexágonos naranja que para él, proporcionalmente, debe tener el tamaño de un balón medicinal. En él todos los objetos se redimensionan: el fregadero de la batea es una bahía tropical y húmeda, la nevera es un rascacielos en el que se depositan las extrañas y olorosas “gatarinas” que consume el sujeto que le da de comer, las ventanas son abismos inescrutables por los que trajinan lejanos objetos de escalas gigantescas.

Pero antes de todo esto, antes de hablar sobre gatos de ficción, comencemos por un gato real. Un gato que fue la excusa o el chivo expiatorio de mi primera mentira, de mi primera ficción. Cuando era niño y apenas sabía expresarme, visitaba a mi abuela materna y a mi madre los fines de semana, generalmente. O más bien, mi abuelo, Oscar Morenza, me llevaba hasta Montalbán. Visitar es un verbo del que uno puede hacer uso después de los cinco años. Antes de esa edad a uno lo llevan a tal sitio o lo traen.

El gato, sin escrúpulos, lengüeteaba los granos de sal en el piso, muy cerca de la pasta acre de mi materia biliosa.

Mi abuela materna, Lita, coleccionaba gatos. Tenía tantos gatos como pulgas Dexter. Calculo que unos veinte gatos, por lo que uno pudiera concluir que las verdaderas mascotas allí eran los humanos. Uno de esos fines de semana, después de cenar, Lita había dejado un pote de azúcar en la sala, encima de la mesa del comedor. Sin que nadie me viera, hundí mi mano en la masa arcillosa, la extendí como una tabla de surf y atrapé mil millones de granos de azúcar en mi palma. La hundí un poco más y reapareció cubierta de arena blanca y me la llevé a la boca sin decoro, como lo hubiera hecho un Polifemo cualquiera. Desde pequeño mis conocimientos de biología o química han sido escasos. Si este año no pude diferenciar a un gato de una gata, a esa edad primitiva, cuando apenas hablaba, no era capaz de saber a simple vista cuál era el azúcar y cuál la sal.

Me sobrevino el vómito más lejano en el tiempo que recuerdo; le siguió mi primera mentira, mi primera ficción. Le eché la culpa al gato. Al primer gato que noté más cercano a la mesa. El gato había vomitado. Lo señalé como el que ha asesinado y alguien, incauto, ha tomado por instinto el puñal homicida. El gato, sin escrúpulos, lengüeteaba los granos de sal en el piso, muy cerca de la pasta acre de mi materia biliosa. El gato era el animal incauto: el sospechoso habitual. Había vomitado y aún así reincidía en la consumición de lo que le había originado el vómito.

No fue difícil determinar quién había sido el de la gracia. Desde esa edad remota y sin lenguaje, odié la sal y la procuro lo justo posible.

La lámpara de la casa de Lita quedaba muy abajo y me daba directo en el rostro. “¿Fue el gato el que vomitó o fuiste tú?”, preguntaba mi mamá con insistencia típica de escena de interrogatorio que años más tarde vería en películas policiales o en superproducciones como Dexter o The Killing.

Una greguería de Ramón Gómez de la Serna dice: “El gran conflicto del gato es poder dar carrera a esos seis gatitos que salen al mundo de una vez”. Dexter, me dicen mis vecinos, es uno de los seis hijos de una gata que parió en el boquete donde se ubica una terminal eléctrica que surte de energía al edificio. Después del parto, el condominio sugirió sacarlos de allí, no fueran a electrocutarse y, a su vez, ocasionar un corto circuito. Algunos vecinos conocían amigos interesados en llevarse a los gatitos. Todo parece indicar que Dexter huyó y se salvó de someterse a ese programa de adopción. Tal vez su refugio más instintivo fue la cueva vertical por donde se desplaza la puerta automática del estacionamiento. Allí encontró su forma de independizarse del mundo. Además, estaba cerca de circuitos eléctricos.

Hoy, al volver del trabajo, le he dado de comer una vez más su gatarina. “El gato sólo admira al hombre cuando echa un leño más a la chimenea” es otra greguería de Gómez de la Serna. Es posible que Dexter haya vuelto a confiar en la humanidad cuando yo lo salvé de la calle y, junto a B y Miguel, le dimos un nombre, o varios nombres, para que exista, para que sea ficción y sea realidad; y, de manera obvia, confía mucho más en la humanidad cuando vertemos granos de gatarina en su platico naranja transparente.

Dexter chilla en su lenguaje tan abstracto como milenario. Un idioma que ha servido de excusa para la venta de millones de libros con títulos como estos: El lenguaje de los gatos, Conozca cómo se comunica un gato, y cada vez más desvergonzados: ¿Qué dice mi gato? o Gatos para dummies o Gatos: animales interdimensionales, en los que se asevera, con desparpajo seudocientífico, que los gatos absorben energías negativas, que cuando sales de casa ellos te acompañan astralmente y que por esa razón duermen hasta que llegas de nuevo a casa porque vuelven a su cuerpo, que también son capaces de ver seres que se desplazan en dimensiones que no pueden ser captadas por el ojo humano, y un largo etcétera. En los últimos años la edición de libros de “gatomaquia” supera cómodamente a los diccionarios español-cualquierotroidioma. En este sentido, prefiero alinearme con lo argumentado por mi vecino Luis Alberto, mejor conocido como El Oso. Él, quizá desde su opinión humana, dicharachera y de oso, me ha dicho que lo único que hace un gato es “jugar, dormir y cagar”.

Sólo me bastó una semana y media de conversaciones con El Oso para saber todo lo que debemos saber sobre gatos.

 

Ayer en la noche, Dexter no me ha dejado responder el cuestionario que me envió Hensli Rahn. Me di por vencido. Me limité a hacer lo que el gato quisiera que yo hiciese: jugué con él, cagué y me fui a dormir.

No obstante, el gato quería continuar haciendo deportes, jugando a la pelota, ir tras ella y que se la pateara de nuevo, hasta el infinito, o que lo pateara suavemente a él para revolcarlo, para volver a enderezarse una vez más con la ágil ayuda de sus cuatro patas, como desafiándome con su suprema habilidad física.

Ya en mi cama, estaba tan cansado que no me fue fácil conciliar el sueño. Entonces, inspirado por Dexter pero con mucha molicie, me dispuse a arrastrar el puf desde la sala hasta mi estudio, donde decidí emprender la búsqueda de aquellos cuentos venezolanos que había leído en los que los gatos tenían una participación protagónica.

A veces le sostengo la mirada y, mientras hago picadillo mínimos trozos de cebolla y no aguanto las lágrimas, pienso en aquel tenebroso relato de Cortázar, “Axolotl”.

¿Qué pensará Dexter en su mundo? ¿Qué pensará Dexter de nosotros, los humanos, sus alimentadores? En ocasiones se me queda mirando. Me maúlla directamente a la cara, es más, viéndome a los ojos, sosteniéndome la mirada: quiere comunicarse conmigo, o decirme, reclamarme, quizá, por qué no le permito subirse a la mesa donde pico el ajo, el pimentón y la cebolla con los que adobaré la carne. A veces le sostengo la mirada y le lanzo algún trozo que devora al instante.

A veces le sostengo la mirada y, mientras hago picadillo mínimos trozos de cebolla y no aguanto las lágrimas, pienso en aquel tenebroso relato de Cortázar, “Axolotl”, y temo que Dexter logre, con un truco que nada más los gatos conocen, absorber mi alma y transportarse (o intercambiar) cuerpos: adoptar mis mañas, mis vicios y obsesiones y ser yo; mientras que yo, en su cuerpo, me limitaría a comer gatarina por el resto de mi vida, confinado a la anatomía de un gato, muy ágil, claro, y a ser atacado por pulgas de tarde en tarde. No podré hablar. La gente dirá: ¡qué inteligente es tu gato!, parece indicarnos que le demos comida, o peor: ¡qué inteligente es tu gato!, se contentó porque la Vinotinto ha marcado un gol a Ecuador, dirán todo esto y más, sin imaginarse siquiera que yo estoy encerrado en el cuerpo de Dexter y que Dexter ha ocupado el mío gracias a sus insondables poderes de gato que tanto comentan los youtubers del misterio.

Durante los próximos cochazos me sentiré como Pink Tomate, el gato de Amarilla de la novela El opio de las nubes. Yo me desesperaré y morderé a quien se me atraviese. Álvaro Mata, Miguel Hidalgo o Julieta Cordero le dirán a Dexter, que invade mi cuerpo y disfruta de las ventajas de(l) ser humano, que me lleven al veterinario: “Mira, chamo, tu gato parece tener rabia, no hace otra cosa que morder y morder como loco”. Yo escucharé todo esto con categórica resignación, saltando de la mesa al piso y deslizándome por él a cuatro patas para alcanzar las piernas de B y rasguñarlas en un intento por detenerla, para que ignore los consejos de mis amigos. Escucharé todo esto desde mi zanja vertical, desde mi abismo de cuatro patas, desde la esclavitud perentoria e inane de jugar, dormir y cagar. “Creo que deberías castrarlo ya”, alguien en algún momento se pondrá creativo y lanzará esta angustiante sugerencia. Eso, decisivamente, no se le debería hacer a un gato, pensaré desde mi punto de vista, en un estado de desahuciada fe y a cuatro patas.

En ese instante, Julieta Cordero les dirá a todos que ha leído en Internet un poema sin título de una joven poeta llamada Esther Cordero Navarrete. El poema, Julieta será firme en esto, le ha fascinado y presiente que todos deberían recitárselo a cuanto gato pudieran. Leerá:

También los gatos enferman de melancolía. Consumando el eclipse, el otro gato se ha desplomado. La inquieta cola yace inerte junto a las patas traseras. No reaccionan a las caricias, ni al frío, tampoco al fuego. Forman parte de un cuerpo devenido, adicto al sueño y aprendiz del olvido. Ha extraviado su brújula, desapareció el nerviosismo de sus bigotes. El tazón de comida parece interminable. Baila, dejándose seducir otra vez por la malentendida quietud del no-hacer. Se ahogan las auroras en un maullido desgarrador, invitación o suplicio dirigido hacia el dejar de ser. Un pintor presagió sobre acrílico el reencuentro de dos felinos en un espacio infinito, verde. El artista ha relegado al tercer gato. Como el sentido de la vida, escurridizo y minúsculo bajo el régimen del dolor.

He pensado todo esto y, quién sabe, tal vez se deba a una reminiscencia de aquel relato de Igor Delgado Senior: “Una vez quiso ser gato”. El primer relato que leí durante la noche del 4 de junio. En este cuento su protagonista tiene “treinta y ocho años y una sola vida” y quiso ser gato para, además de “arañar siete o más existencias”, dedicarse “simplemente [a] vivir como un gato y pensar como un gato”. Este personaje acaba con su vida gracias a su animoso afán por la muerte. Se aplica en una minuciosa investigación sobre las formas de suicidio: quiere elegir una forma novedosa de morir. A medida que avanza en la recopilación bibliográfica sobre tipos de suicidios, establece al menos unas catorce maneras para quitarse la vida. Cuando da por concluida la investigación, repasa con cuidado los resultados. Se percata de que no son más que variantes de los tradicionales hábitos. Sin dar su brazo a torcer, continúa testarudamente en su afán por conseguir un suicidio inédito, natural y sin prevaricaciones. Y lo consigue: “el olvido”. Comprende que olvidarse de todo y olvidarse de sí mismo es la fórmula de inmolación ideal y la lleva a cabo, no sin fatigoso esfuerzo, ya que para ello debe recordar cada instante de su vida, repasar su vida, e ir borrándola para borrarse, para desaparecer definitivamente. Un Funes a la inversa y autoconclusivo.

Otro personaje que quiere ser gato, pero sin llegar al extremo de querer morirse ni olvidarse, lo ubicamos en “La diversión de los gatos”, de Fedosy Santaella. Este es un relato de doméstica densidad. Su protagonista, desempleado y aburrido, pareciera confinado al mismo espacio casero de los gatos. Proclama su interés y la complejidad de la tarea: “Es tan difícil ser como Hugo y Anita, tan complicado actuar como unas mascotas (…) en medio de la crisis nacional, sin trabajo y sin dinero”. En un punto de la trama se llega a sentir gato, actúa como gato, ama como gato. Es gato. Comparto este fragmento: “Es el momento de llevar a cabo mi proyecto de transfiguración, de hacer lo que hacen los gatos y entrar de lleno a esa región sin caminos que quizás alguna vez el hombre primitivo y los gatos compartieron”.

Es una historia en la que su autor instala una prosa que se desplaza como los gatos: enhebra verbos y frases que van y vuelven como estos felinos dentro de una casa.

La soledad de estos héroes la podemos medir con la experimentada por el protagonista de “La gata, el espejo y yo”, de Himiob, historia a la que me referí páginas atrás en la que un hombre atosigado por el aislamiento gestiona la adopción de un gato que le sirva de instrumento de caza para acabar, de una buena vez y para siempre, con los ratones y sus perturbadores “golpeteos y carreritas”. El primer gato al que acude es uno negro y de paticas blancas. Éste, tal vez por tratarse de un cachorro, huye de sus lógicas víctimas. La situación de este hombre solo y desesperado, obstinado e insomne, obliga a devolver el temeroso gato y buscarse otro; esta vez una gata, vieja, estropeada, gris, flaca y lenta, pero que al momento de cazar es una máquina asesina. Para Guillermo Meneses la gata de este relato representa “la ferocidad de un animal como centro de angustia”. Es una historia en la que su autor instala una prosa que se desplaza como los gatos: enhebra verbos y frases que van y vuelven como estos felinos dentro de una casa. He aquí un par de ejemplos. En ambos casos, el narrador se refiere a los ratones que lo agobian: “En la noche me acosté dispuesto a sufrir resignadamente los molestos ruidos, pero esperando que sería esa noche la última que los sufriría”. Y otro: “Aquella noche no perturbaron mi sueño los golpeteos y las carreritas [de los ratones]. Lo perturbaron el recuerdo de los cuerpecitos destrozados y la imagen de la gata asesina, con el hocico manchado de sangre y los verdes ojos, feamente amarillosos, chispeantes de complacencia, y con la boca semiabierta, retraída en las comisuras, mostrando el filo de sus agudos dientes, como si se estuviera riendo”. En la primera cita leemos la repetición de las palabras sufrir y sufriría. En la segunda cita, la palabra perturbaron, además de que a partir de y con la boca semiabierta… es una frase recurrente, reproducida unas cinco veces en el relato, lo que le inyecta a la historia esa molestia que aturde a su protagonista, que se siente desamparado y que sus días se repiten hasta la saciedad. Podemos inferir que eliminar a los ratones es su manera de combatir el tedio. Es su manera de esperar y no dormir.

El relato “Los gatos negros” es breve, sustancial, de lenguaje parco. Nos introducimos en los apartamentos donde se representan los espacios narrativos, al igual que los anteriores relatos, también domésticos. Pareciera que si en un relato hay un gato, también hay un espacio íntimo que es alterado por la presencia del animal. En este cuento de Roberto Martínez Bachrich no desfilan ni uno ni dos, más bien alrededor de ocho gatos que, con nombres de personalidades de la vida política del Imperio romano, parecen ser la excusa de Martha para, cuando se marcha, abandonarlos en las habitaciones de sus ex novios. Su lema pareciera también sacado del poema de Szymborska: “Eso no se le hace a un ex novio, dejarlo solo en un piso vacío, sin la compañía de gatos negros”.

Martha le dejó a Marcos dos gatos negros, Augusto y Tiberio; la relación de ellos data desde los años universitarios hasta el quinto párrafo del relato. Después de la ruptura, Martha pasó un año con el protagonista del cuento: tiempo traducido en unas tres páginas y cuarto. Martha le dejó a este último cinco gatos negros: Calígula, Claudio, Nerón, Vespasiano y Tito (sin contar el que le regaló su vecina sexy, a quien llamó Domiciano). Después de romper con su actual novio, Martha, presumiblemente, se irá a casa de Luigi. Unas preguntas que se me ocurren tipo test de razonamiento matemático: ¿cuántos gatos le dejará Martha a Luigi? ¿Cuántos gatos negros y cuántos con las paticas blancas hay en el relato de Martínez Bachrich?

En “Leerse los gatos” no tratamos con gatos negros, ni blancos, ni tricolores; son gatos de plástico y maúllan profecías en los lugares comunes donde la gente quiere sondear el destino: el amor, el dinero y la salud. Mucha falta le hubieran hecho a Martha para elegir sus relaciones. Tres gatos de plástico —los cuales se pueden adquirir en una tienda exotérica al otro lado de la calle del Instituto de Parasicología— sirven de oráculo para los aprendices de profetas que siguen los lineamientos de la disciplinada y ortodoxa instructora.

“Lugar común: el gato” es un cuento dentro de otro cuento: “Gato disperso”, escrito por José Balza. El supuesto autor de “Lugar común: el gato” es Juan Pedro Tovar, acaso un heterónimo de José Balza. En el relato se describe la aparición vertiginosa de un gato —un lugar común— en medio de una procesión en un cementerio: ha fallecido una hermosa quinceañera que apenas tenía tres días en la ciudad, a consecuencia de un disparo propinado por su primo quien, aparentemente, jugaba con la pistola. Se describe al animal como “un gato sano, negro seguramente (…), un gato elástico, desconocido, demasiado nutrido para vivir en las miserables proximidades del cementerio”. La joven fallecida era jovial, “[l]oquísima, compañera perfecta para salidas y bailes” y toda su vida, su corta vida, se la pasó acompañada por un gato. Este cuento tiene muchas interrogantes. Es un cuento extraño y nos deja un extraño estupor al concluir. Termina con una interrogante: ¿había venido esa muchacha a la ciudad para celebrar una cita discreta? La interrogante nos lleva a su resolución con un algoritmo simple: el primo, en un ataque de celos, pidió a su mejor amigo el arma prestada para descargar un balazo en su prima recién bañada. A la “plena y festiva” joven, ya muerta, la trasladan muy cerca de Bloque 4: el Hospital de Coche.

En “La gata negra” sus personajes se detienen a entender el destino.

Para finalizar, comentaré mi relato favorito de esta selección que he leído durante las últimas horas del 4 de junio y las primeras del 5. Con mis dedos arañados por Dexter separo dos láminas de la persiana para asomarme y darme cuenta de que tras ella se deja ver ya un cielo que aclara de a poco. Este cuento tiene un final tipo película de Pixar. Me refiero a “La gata negra”, de Arturo Uslar Pietri. Un relato que tiene mucho de destino y de pensadores romanos en lugar de emperadores. En una sobremesa le comenté a Carlos Sandoval sobre este cuento y lo calificó de juvenil. Y creo que es la mejor manera de leerlo. Es fresco y tiene su toque aventurero, su toque de gato. Uslar Pietri nos cuenta la amistad de Diaña, la gata negra (¡otra vez gatos negros!), y el niño de un matrimonio que viaja todos los fines de semana a su casa de playa a donde el animal vino a parar. En un momento de tensión e impaciencia, el padre acude a las genialidades filosóficas de Séneca “sobre la brevedad de la vida y la conveniencia de acomodarse a la idea de la muerte como una liberación”. Si en “Leerse los gatos” se habla del destino y de cómo éste se puede descifrar para consuelo de los inconformes humanos, en “La gata negra” sus personajes se detienen a entender el destino: desde el padre con sus lecturas, el niño con su berrinche por el posible final atroz de su gata, y hasta Pepe, asturiano, ex marino, ex buhonero y ex soldado republicano en la guerra civil española, sujeto que cuida la casa de playa y recibió a la gata y hasta le puso nombre.

 

Y ya casi son las seis de la mañana del 5 de junio. He releído siete relatos venezolanos donde los gatos tienen una participación rutilante: tantas historias como vidas se jactan de tener, o nosotros, los humanos, les jactamos a los gatos con tanto brinco inconcebible y tanto riesgo innecesario.

Me levanto del puf y noto que Dexter, con sus jugueteos de gato, me ha rayado con sus uñas afiladas. Las marcas se cruzan entre sí. Han dispuesto cruces en mis brazos y piernas. Un jeroglífico trazado en la piel. Un estigma, una realidad comunicacional en mis carnes insomnes. Me persigné. Las uñas son los escapularios religiosos de los gatos.

Busqué alcohol en el botiquín de la batea y no conseguí. Me eché simplemente ron. Recordé que en la última reunión en casa, el último cochazo, había quedado un fondito de ron en una pecho cuadrado. Trataré de dormir una hora antes de que Dexter se decida a llamarme para reclamar su ración de gatarina.

 

Antes de irme a acostar el gato vino de nuevo a trazarme una cruz. Se arrepintió cuando, al acercar su nariz, olfateó el áspero aroma del ron.

Mario Morenza
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