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Carne de madriguera

sábado 29 de mayo de 2021
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Comenzaron a vivir con él un par de meses después de haber llegado a la capital. Antes de eso estaban solas. La niña andaba descalza por la ciudad. La madre todos los días la dejaba en una banca del centro, mientras entraba a comer a restaurantes con hombres desconocidos que se interesaban rápidamente. La carne pegada a los huesos, el acento del sur y la juventud rebosándole las mejillas. El interés se acababa cuando señalaba a la pequeña estatua del otro lado de la calle.

Sólo empacó dos mudas de ropa para cada una, una navaja inservible, y aquel misterioso armadillo que le había regalado su madre y que estaba petrificado desde hacía tantos años, pero que tenía la mirada de un animal que acaba de ser consciente de su propia mortalidad.

Él era mucho mayor que ella, con un grado bajo en las filas del ejército, trabajaba en el rastro, usaba la única camisa sin manchas de sangre que tenía el día que la conoció. Acababa de escapar de un matrimonio, la dejó plantada en el altar, no le gustaba lo suficiente, buscaba una mujer joven, le decía, mientras su desvelado corazón enloquecía al recordarla.

La madre en la habitación grande, junto a él, por supuesto, y la niña en un pequeño sótano con una colchoneta en el suelo.

Conmigo no te va a faltar nada, tú tráete a tu chamaca y la acomodamos por ahí, le compro un par de zapatitos y un vestido, pero tienes que vivir conmigo, porque si no voy a pensar que eso mismo haces con otros hombres, ándale, yo necesito una mujer que me atienda, y ahora no solamente voy a tener una, sino dos.

Al llegar a la casa comenzaron a instalarse. La madre en la habitación grande, junto a él, por supuesto, y la niña en un pequeño sótano con una colchoneta en el suelo, la puerta pesada de madera sin una de las bisagras que la hacía rechinar cuando se cerraba, y un montón de periódicos y revistas; chatarra que recogía de la calle: tapones de auto, zapatos desgastados, tornillos, clavos, alambres y utensilios de carnicería: ganchos para colgar reses, aplanadoras sucias, una máquina para picar carne que nunca pudo reparar.

Era más de lo que podían pedir, la suerte les estaba cambiando. Todos los días lo esperaba con la comida hecha y el baño limpio. Un vestido de flores que nunca se quitaba, y se colocaba un alcatraz casi marchito en la oreja, porque así le habían enseñado desde pequeña.

Al principio todo fue candor de noche, gemidos que salían de la habitación para ensuciar el aire, luciérnagas sin alas, nubes de arenisca, olor a muerte, a sal y a tiempo. Si el tiempo tuviera un olor, si la muerte tuviera…

Ignoraron por más de seis meses a la niña, quien se entretenía mirando revistas, sin saber qué significaban esos símbolos, jugando con carritos sin llantas dentro de una cubeta, y no metiendo de nuevo la mano en la máquina picadora, para que no se le volviera a atascar, pero, sobre todo, escapando todas las noches de aquel infernal armadillo.

Le había arruinado la vida a la madre, a su corta edad era consciente de estorbar lo menos posible, y ahora, a ella, se la estaba arruinando un armadillo. Lo acomodaron en la sala, encima de un librero, donde no hacía daño a nadie, y en donde su presencia era apenas perceptible por el largo hocico que, dependiendo de la hora, podía marcar las 3, las 6 o las 9.

Pero en la noche, cuando cerraba la puerta de su pequeña madriguera, el sonido no se hacía esperar, los pasos en la sala que se encontraba justo encima, un galope de madera apenas perceptible que el corazón sincronizaba. Una rueda que giraba y giraba y giraba hasta que se topaba con algún objeto sólido que la hacía rebotar y caer en un círculo que parecía no tener fin. Hasta que entonces, el sonido cesaba, y otro ruido más lejano, pero inconfundible se escuchaba desde la cocina, la alacena, la estufa.

Al otro día el jalón de cabello, de oreja, la bofetada. Esas galletas no eran tuyas, por qué te las comiste, se va a enojar conmigo, qué vamos a hacer, ya sé, por unas a la tienda corriendo antes de que se despierte, pinche chamaca, vas a ver cuando vuelva, las sandalias siempre puestas y correr y correr para encontrarlo en el sillón, con el ceño fruncido, ya sin hambre, saliendo rumbo al trabajo.

Llegó el primer embarazo, las labores no cesaron. El piso bien limpio, el desayuno, la comida, la cena, le faltó sal, cada día estás más gorda, ya no me sirves de nada, para qué te traje, y tu escuincla dónde anda, ya volvió a asaltar la alacena, ya volvió a hacer de las suyas, poco falta para que te corra, hijadeputa, poco, y qué vas a hacer con dos chamacos en la calle, muchacha pendeja, crees que va a haber alguien más pendejo que uno para que te acepte…

Labor de parto sin asistencia, sólo la niña parada en una esquina, viendo a su madre multiplicarse, convertir el espacio reducido de la habitación en un espacio más pequeño, con menos oxígeno, para ambas, con una presencia aún más valiosa por ser nueva… Y ella, desplazada, como una muñequita a la que se le ha quitado el vestido, y se le ha dejado desnuda para limpiarla de tanta mierda.

La vida despertándolas al otro día, la vida con un llanto primitivo, incesante. La vida llamando a la vida. Y el cabrón encabronado. Saliendo a trabajar, dejándolas sin un quinto. Ándale, cámbiale el pañal, que ya se hizo, calienta las tortillas que ya casi llega, no me mires así porque te volteo la cara de una cachetada.

Lo bueno del armadillo es que no se aparecía más que en las noches. Había adoptado la manía de meterse en el canasto de la ropa sucia, y al otro día la ropa hecha jirones en el baño. Pinche escuincla, qué quieres, que nos corran, eh, quieres que nos vayamos a la calle de nuevo, que no ves que él es bueno con nosotras, sólo llega con hambre y sueño, y ganas de mujer, él necesita mujer, me necesita a mí. No, basta, quítate de ahí, yo la recojo, ve a cargar a tu hermano que ya empezó a llorar de nuevo.

Tranquila, no te preocupes, yo te creo, también lo escucho en las noches.

Cuando venía de visita la familia de él, la pequeña se escondía y no hacía ruido, se quedaba viendo las manchas de humedad en el techo. Nadie sabía de su existencia, y le estaba prohibido subir. Le dejaban una cubeta apenas más chica que ella para que hiciera sus necesidades. No le importaba quedarse todo el fin de semana encerrada, ya había acostumbrado al estómago a guardar alimento. Su preocupación más grande era que el armadillo se pudiera aparecer en alguna habitación de los invitados. Aunque quizá sería un alivio, quizá si la gente lo pudiera ver le creerían, pero ellos no sabían que existía, ni el armadillo ni ella, así que prefería esperar.

Todas las noches el armadillo. Enroscado, dando vueltas, subiendo y bajando. Todos los días la golpiza, el regaño. Su mundo reducido a un animal nocturno. Supo que en algún momento sería ella o él. No había más.

La última noche de su infancia, cuando su madre y el bebé dormían, ella sabía que el armadillo estaba a punto de despertar, así que se armó de valor, tomó la pequeña navaja que su madre guardaba y un palo de escoba, y subió lentamente por esas escaleras en forma de caracol que parecían infinitas.

Lo encontró a él con la camisa desabrochada, bebiendo en la sala, sudando por todas partes, y con la misma mirada que tenía aquel animal cuando le daba hambre, No hizo ningún ruido, pero él ya la había visto. Ven, acércate, te necesito. Tu madre ya se durmió y yo ocupo quien me atienda.

La tomó de la mano y la condujo por las escaleras, ella vio correr algo en la sala, aquella joroba en movimiento, lo señaló, él solamente sonrió y asintió con la cabeza. Tranquila, no te preocupes, yo te creo, también lo escucho en las noches. A partir de hoy tu madre no te volverá a poner una mano encima.

Chamaca pendeja, te escuché toda la noche, es que acaso me quieres quitar a mi marido, como yo ya no le sirvo, ahora tú… Tú quieres quitarme a mi marido. No le eches la culpa a él, porque no te creo nada, tú no me lo vas a quitar, primero te mato, escuincla, primero me vas a tener que ver muerta antes de quedarte con él. Ahí ustedes se arreglan, dijo él, mientras terminaba de abrocharse las agujetas para salir a trabajar. La golpeó hasta que no pudo más, y después la encerró.

Sabía que ese encierro duraría para siempre. Pero no le importaba. Bajo el fragor del llanto, y la ruptura de un tiempo que terminaba de ser para siempre suyo, se dio cuenta, finalmente, mientras se hacía diminuta y se enroscaba, hasta que una coraza de estrellas le cubría la espalda, en esa madriguera sin nombre, de que ella fue siempre el pequeño armadillo.

Carlos Medina
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