XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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Tres microrrelatos de Francisco Rodríguez Sotomayor

martes 1 de junio de 2021

La caricatura

Los primeros borradores siempre los resguardaba en mi frente; como podía, cada noche antes de dormir perfeccionaba trazos que me parecían bastante feos; el resultado de aquellas mejoras fue de la escala de una figura de acción, similar físicamente a Peter Pan, pero con la inteligencia que tendría Bruce Wayne. Pese a esto la genial caricatura duró poco: se trastornó, mordía el papel, intentaba robarme el lápiz, me golpeaba los ojos a horas inconvenientes, se traspapelaba con facilidad. No tardé en cansarme de estos comportamientos. La deseché y opté por agrandar la hoja, y para esto tuve que rediseñarlo en un papel bond de un metro de altura. Esta nueva imaginación era de forma humanoide, con rasgos de licántropo, además de una voz de donde a veces emanaba un fino inglés arcaizado. Solía mostrar una imagen hostil y paradójicamente sensible, con altos modales. No disfrutaba de paseos, se rehusaba a la luz del sol y le incomodaba que lo llevase doblado. Su pelaje, sus dientes y su cultura hacían que el susceptible se asombrara y quien intentara intimidarme saliera despavorido. También se dio cuenta de esto, y empezó a ser más flexible para salir. Era todo un espectáculo cuando se rodeaba de personas, y prontamente empezó a exigirme libertad. Se hizo un nombre; en cuestión de semanas era un fenómeno. Incluso concedía entrevistas. Dejó de andar desnudo, se cortó el pelo, olvidó el castellano y con prisa me olvidó a mí. Debo decir que me gustó escuchar una charla que protagonizó en la biblioteca, pero no dejé de ver que falló en quitarse la falsedad que colgaba de sus pies. Una furia sutil creció en mi interior al verlo tan ridículo. Durante varios días dejé de dibujar aterrado por lo que podía crear. Para sacudírmelo tuve una idea irreversible: yo nunca había fumado, y fui a la cafetería próxima al parque Miranda y compré dos cigarrillos; luego fui a sentarme en solitario a una vereda del parque. Allí lo esperé, pues era obligatorio que pasara por esa parte de regreso a su apartamento; cuando se hicieron las 8 de la noche encendí mi cigarrillo, chupé, y torpemente tosí un poco. Cuando noté que se acercaba, saqué el otro de mi bolsillo. Justo antes de que pasara por el frente, lancé el que estaba fumando a la punta de su bota. En segundos era fuego; después encendí el otro cigarrillo. Terminé de fumar y sentí un pánico fugaz.

 

El ausente

Me planté alguna vez en el bullicio, a una distancia de tacto como si fuese bengala que nadie lanzó; ahora noto que mi aspereza es más cruel que una bofetada. Sin presumir tuve oportunidades, ventanas al mundo, pero considero óptima mi estadía en medio de todos los océanos. Carezco de la audacia suficiente para hacerme aparecer con artificios. Cualquier malabar termina siendo inútil: varias noches he rayado paredes buscando distinción; deprisa me he quebrado ante la posibilidad de ser perseguido. Falsamente he creído que estoy traspuesto, la realidad es que no estoy.

 

El enemigo

Por hoy se ha ido. En los pomos ha dejado huellas, también en las ventanas y en el techo. Fue puntual, siempre lo es. Llega cuando menos lo espero, se queda cuando es indeseado. Tiene un jocoso sentido del humor. Suelo distraerme con sus tenebrosas historias, ya que es de imaginación volátil, macabra, pero no por eso menos fantástica. Ya no le invito café porque me lo vuelca en la cara; hay días que creo adivinar sus patrones, piruetas y muecas, pero me sale con algo nuevo. Es asombrosamente creativo. Sus entretenimientos son variados: cocinar sin camisa, bañarse descalzo, golpear mis nudillos mientras manejo, el cine más mórbido, gritar improperios sin razón alguna, cruzar la calle sin ver a los lados, caminar por las cornisas, esconderme las llaves, abrir las puertas una vez que ya me dormí, llevarse mi auto cuando estoy trabajando (le ha espichado los cauchos un par de ocasiones), entre otras diversiones. Este compañero es mi tormento más fiel, la mugre de mis veinte uñas. Debo decir que lamento nunca poder ver su rostro, ni escuchar su voz amenazante.

Francisco Rodríguez Sotomayor
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