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Papá

domingo 13 de junio de 2021
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Esta crónica obtuvo en 2018 mención de honor en el Premio de Cuento de la Policlínica Metropolitana, en Caracas.

A comienzos del mes de marzo a Papá le diagnosticaron cáncer en Maracaibo y todos se lo hemos ocultado. El oncólogo colaboró con el secreto. Se acordó por unanimidad no revelarlo sino al estricto círculo familiar: pulmón izquierdo con tejido diezmado debido a tumores malignos que empezaron a hacer metástasis en el hígado y los riñones. Hace un mes la fibrosis de las paredes pulmonares dio el aviso correspondiente mediante una dificultad para respirar que provocó la hospitalización de emergencia y nebulización inmediata. Y ahora yo lo sé, gracias a las distancias que acorta WhatsApp. Nunca falta alguien que se adelanta al resto y revela todos los pormenores: tía Nena en mi caso. Esta mañana gélida, como son casi todas las mañanas de Bogotá, no ayuda a recibir una noticia así. Creo que el frío no debe de ser tanto por la hora del día como por mi temor a una partida inminente. También estoy gélido, como encerrado en una burbuja de hielo que he ideado para inmunizarme ante las noticias provenientes de Venezuela, pero más que todo estoy pasmado de pensar que en pocos meses él se convierta en una nebulosa que me toque reconstruir en la memoria al punto de idealizarlo con virtudes que no tuvo y hasta forjar anécdotas que no vivimos juntos. Así es la memoria, benigna con la grata recordación, creativa a falta de antecedentes. El plazo que dio el especialista me trastornó: tres meses, quizás un poquito más. Algo etéreo predomina en el optimismo que pretenden transmitir los galenos aun cuando dan una noticia de cruel pronóstico. De lo contrario, no habría justificación para decir que el tiempo de vida depende de cuánto colabore el paciente y que sus ganas de vivir son determinantes para que sean minimizadas las probabilidades de una agonía larga y dolorosa. ¿Qué significa eso proviniendo de alguien que debe sus dictámenes a lo que el método científico puede determinar? ¿Acaso insinúa que Papá podría desarrollar la capacidad de dar órdenes directas a sus células para que neutralicen a las otras malditas que se lo están comiendo por dentro?

Por años supuse que también se había divorciado de mí y que nuestra relación se debía más al deber que al afecto.

Los seres amados son espejismos cuando se encuentran a la distancia, materializados por la nostalgia, y una vez que se van, eternizados por una fuerza que quién sabe si se debe más a la terquedad que a otra cosa. Pero a lo que no me termino de acostumbrar es a la finitud del amor, porque lo asocio con algo tangible como un espaldarazo o una caricia en la cabeza, porque se me antoja que venerar a un espejismo encierra un masoquismo acaso injustificable. Traer a un finado a colación a través del recuerdo es tan cómodo como doloroso. Por más inmenso que sea el sentimiento que nos une con el que se fue debo aceptar que hay que dejar ir a alguien cuando le toca. Lo que se siente luego de la partida del ser amado no puede ser amor, es algo bello, sublime, pero se me antoja parecido a la nostalgia. El amor es una acción. Es patente en cada hecho que lo demuestra. ¿Un recuerdo se ama? ¿O simplemente se sufre la melancolía de que aquello que se fue no podrá volver a ser experimentado con los sentidos? Di por sentado que Papá siempre estaría allí, aunque fuese a cientos o miles de kilómetros de mí, animándome con su gracia congénita para contar chistes, comentando sus recientes hallazgos musicales, llenando su iPod de tanta música (por el mero afán de colección) que hasta ha llegado a incluir la que no le gusta sólo por el placer de alardear que nada se le escapa de su sabiduría de melómano. Él saca una ocurrencia jocosa de todo, disfruta como nadie el café negro por la mañana, aguanta sesiones de bebezón de whisky con sus amigotes, respeta la memoria santa de sus padres ya fallecidos, almuerza puntual a las doce del mediodía con su infaltable ración de plátano maduro horneado con nata, y ahora que su cabello es blanco y ha perdido la masa muscular que tuvo en sus treintas, se ha vuelto más cariñoso y me dice “Te quiero, hijo con mayor frecuencia. Nuestras diferencias, que a veces nos han llevado a dejar de hablarnos por meses, se han disipado. Muchas veces fue por dinero, porque siempre faltaba en mi casa, porque me lo debía o porque él lo gastaba en cosas aparentemente más prioritarias que yo, porque se justificaba con tener que mantener dos casas dado su carácter de divorciado. Mi escasez de juicio para sopesar toda razón me hizo juzgarlo inmisericordemente. Durante aquella época, al momento de la ducha fui tan soberbio como él lo es cuando alguien se atreve a reprocharle una pifia. Inventé monólogos para espetarlos en su cara recriminando su ausencia y su talante tacaño, pero al fin la solitaria ponzoña terminó yéndose por el desagüe cada vez que yo cerraba el grifo. Sin embargo, esos desahogos no fueron tan estériles del todo. Me ahorraron decirle mis inquietudes frente a frente y agrandar la brecha de la distancia espacial y espiritual que nos separaba. Apenas dos veces me atreví a asomar algo de mi malestar. Mi discurso fue tan comedido que perdió contundencia y le dio pie para defenderse con sus argumentos de siempre, y aunque ambos terminábamos botando una que otra lagrimita las cosas no cambiaban: él seguía visitando mi casa cada quince días, durante veinte minutos, dejaba plata desglosada en varios ítems anotados en un papelito y se iba dándome un abrazo y regalándome un caramelo Halls de los negros, los que provocan más picor. Y mientras tanto, amistades diversas le decían a mamá que habían visto a Papá llegar de Coro (donde vivía con la segunda familia que formó) para meterse a beber sin mesura en casa de no sé quién hasta no sé qué hora y por mi casa no pasaba ni para dejarme el caramelo de menta picante. Por años supuse que también se había divorciado de mí y que nuestra relación se debía más al deber que al afecto. Pero hoy comprendo que a Papá simplemente lo dominó siempre la imposibilidad para expresar el cariño, como si corriese algún peligro mostrando su alma en total diafanidad. A eso debimos acostumbrarnos sus dolientes. Y por ello no descarto que yo también padezca de tal síndrome. Más de una ex novia me lo criticó.

A la altura de la calle 100 camino por un puente peatonal atestado de gente que no aprendió a caminar por su derecha (¿quién es responsable por no inculcar desde la niñez que ese es el lado natural para transitar en nuestros países tercermundistas?). No son los únicos a los que debo esquivar, sino también a los vendedores que se han apoderado de los escasos tres metros de ancho de la pasarela, el muchacho de los libros infantiles y de cocina, la muchacha trajeada formal de las galletas de mantequilla, la vieja de los sándwiches para los desayunos apurados, y hasta el barrendero que arrumba en la mitad del paso la tierra que ha reunido para pedir monedas. Todos ya han marcado su espacio, poseen un nicho que se supone es para circular mejor a pie, todos me hablan a los ojos con el anhelo de que les compre sus mercancías, pero no saben que mis pupilas sólo pueden reflejar cansancio y tensión, que es todo con lo que les respondo, porque, ajá, con dos días sin dormir pensando en papá dígame quién puede mantener un semblante fresco sin ojeras grises. Ya cuando termino el puente peatonal no me da la gana de prestarles atención a las chicas sonrientes y lozanas que reparten el ADN y el Publimetro, los diarios gratuitos con los que los transeúntes de la capital colombiana se informan de manera express. Doy clase de inglés a una señora adorable que es más buena que el pan recién horneado con mantequilla, bebo un tinto en una de las innumerables sedes de Juan Valdez Café, almuerzo en un corrientazo (un plato repleto de diversos carbohidratos con una mínima porción de proteína animal), y sigo pensando en la probabilidad de que en un corto plazo tenga que despedirme del papá-hombre y le dé la bienvenida al papá-recuerdo. Mis hermanos y mis tíos insisten en que yo debería visitarlo porque mi presencia junto a él le sentaría tan bien que podría ser factor que catalice esa suerte de curación milagrosa e inexplicable para la ciencia con la que sueñan los parientes del canceroso. Y entonces me sobrecoge la idea de que yo sea importante para mi padre, de que una visita sorpresa a sus aposentos en el hospital Coromoto de Maracaibo provocará una reacción en cadena que recomponga el tejido diezmado de sus pulmones y, como la metástasis pero al revés, se esparciriá hasta su hígado y riñones, y quién sabe si hasta le librará también de las amibas del estómago, llegará a remozar el pigmento de su cabello y éste pasará de blanco a negro y lo rejuvenecerá para continuar viviendo por muchos años. Pero no quiero mentirme. Todo parece indicar que morirá al corto plazo. La mayoría de la familia lo ha aceptado, a pesar de que algunos miembros no han perdido por completo la esperanza del efecto de tanto rezo, trabajo de santería y limpieza espiritual, en el cuerpo de Papá, que ahora se torna escuálido, de hombros estrechos, óseo como nunca según las fotos que recibo de tía Nena. Mi hermano mayor le llevó una lata grande de Ensure y el batido ha surtido efecto, le ha devuelto a papá un apetito de adolescente que ni yo tuve en mis años más voraces. A pesar de su voracidad, todavía no recupera el peso de antes. En las notas de voz que me ha enviado no termina de definirse estabilidad alguna en la fuerza de su voz. A veces suena ronco y fatigado al respirar, otras veces suena un envión gutural que a veces me ha confundido porque lo mismo podría ser una señal de mejoría que el último uso de sus cuerdas vocales antes del estertor final. Sin embargo, me alivia que me haya comentado que dejó de usar el respirador artificial, lo cual le debe de haber devuelto el optimismo por la total recuperación. Me gusta y me entristece a la vez esa actitud que vaticina una vuelta a la normalidad. Quizás sea mejor no saber nunca cuándo será el último despertar, y que los enfermos terminales se vayan para siempre sin despedirse, como si dieran por sentado que mañana, o un día de estos, retomarán la vida normal, los asuntos que dejaron pendientes. No me gustan las despedidas, y mucho menos si son para siempre.

Se ha sometido a exámenes de todo tipo para descartar cualquier otro mal funcionamiento en su organismo hasta el extremo de que ya lo toma con guasa.

En el seguimiento de una enfermedad a distancia también se sufre porque las imágenes que uno se figura pueden ser peores que la situación real. Debe de ser feo ver al padre quejarse de malestares pero no deja de mortificar la sarta de situaciones con que el cerebro juega malas pasadas al angustiado. He imaginado a Papá conectado a cables, postrado en un lecho de donde no se despega ni para ir al baño, con la motricidad perdida y la cadencia para hablar diezmada por la falta de aliento. No quiero saber cómo en estas condiciones un chiste podría sonar gracioso en sus labios. Es fácil suponer que su bajón de ánimo ya empezó a hacerse evidente para quienes lidian con él en casa de mi tía Nena, quien adecuó un cuarto en su casa grande para que Papá tuviese allí su morada fija desde que le dieron de alta del hospital Coromoto. Y ya lleva casi tres semanas instalado en aquellos aposentos, esperando que el tratamiento respiratorio lo devuelva a la normalidad. Se le ha dicho que debe tener paciencia, y él ha comprendido que no se va a devolver a su casa de Coro tan pronto como pensaba al inicio de su ingreso a la sala de urgencias. Se ha sometido a exámenes de todo tipo para descartar cualquier otro mal funcionamiento en su organismo hasta el extremo de que ya lo toma con guasa. “Hasta tuve que soportar que un doctor me metiera el dedo en el culo para detectar si tengo problemas en mi próstata”, me dijo por teléfono. Nos tiene a todos contentos el buen talante con que ha seguido las instrucciones de los especialistas ahora que ya salió de aquel lúgubre cuarto de hospital. Tan estable me dicen que está que he decidido viajar a Maracaibo a verlo, confiando en que lo veré repuesto, con más peso y quizás con ánimo de contar algún chistecito. Quién sabe si ya empezó a obrarse un milagro en él y está en camino de ser el mismo de antes.

 

***

 

¡Ay, Maracaibo, te me pareciste tanto a Papá aquellos días! No entiendes que todo tu potencial es la misma razón de tu desmedro. Tus aguerridos habitantes sobreviven entre la anomia y la esperanza, entre la queja y la viveza criolla. Cada vez que te visito te veo más arrugas, tus tejados están pelados y descoloridos de tanto sol que han recibido pero no hay mano que quiera repararlos. Ignoraba que las ciudades se enfermaban, que sufrían achaques de anciano, y entre finales de marzo y principios de abril no supe distinguir quién estaba peor entre Papá y tú. Llegar a ti fue todo un ejemplo de que uno hace ciertas cosas por amor, y punto. Creo que es la más sublime razón que justifica tomar un avión de Bogotá a Riohacha (¡semejante cambio brusco de temperatura!), tomar un taxi hasta un paradero de carritos por puesto en la calle, llegar a Maicao una hora después y cambiar pesos a bolívares con un cambista sentado en medio de una acera y a la vista de todos los transeúntes de un caótico downtown, abordar un carrito por puesto destartalado y que te toque junto a un gordo que ocupa un asiento y medio pero que solamente pagó uno, tres horas y media de camino por un paisaje desértico aderezado con los cuentos del conductor sobre los atracos y chivos en medio de la carretera y demás riesgos del camino, aguantar el hambre porque quisiste no perder tiempo sentándote a almorzar, hacer innumerables paradas para que los militares revisen el equipaje y te hagan preguntas sobre tu destino y razón de viaje, el calor seco a la intemperie, la fila para sellar el pasaporte al salir de Colombia y entrar a Venezuela, el mototaxi que hay que tomar desde el puesto fronterizo hasta el punto donde te recoge de nuevo el carro al salir de la trocha de tierra regentada por guajiros, soportar un aire acondicionado encendido que parecía estar instalado al revés porque echaba el calor al interior del automóvil, llegar a tu feo terminal terrestre casi al final de la tarde con hambre y cansancio y asombro de tantas imágenes del desbarajuste institucionalizado que se apoderó de la frontera. Radamés, uno de tus más ocurrentes y leales hijos que se convirtió en mi hermano del alma, me recogió en la fachada del terminal, como casi siempre que te visito, acompañado de su mujer y sus dos niños. ¡Qué fiel es Radamés! No lo cambio ni por un affair secreto con Sofía Loren en sus mejores tiempos. Tu actual condición, adorada mía, me fue mostrada tan pronto me monté en el carro de mi amigo. A pesar del calor y del aire acondicionado dañado, me recomendó mantener mi ventanilla casi cerrada como medida de precaución ante el riesgo de que algún ratero me quitara el celular de la mano de un solo tirón. “Son capaces de cortarte la mano con un machete con tal de llevarse lo que quieren”, agregó, entre la broma y la advertencia. Y recorriendo las calles de los Haticos, de la avenida El Libertador y de la avenida El Milagro te vi sucia, oscura ante la inminente puesta del sol, marginada y sin un real, como reza la vieja canción. Percibí que me miraste avergonzada y cabizbaja, como si admitieses un grave error cometido, pero también me sonreíste con cierto rictus de pesadumbre en tus pupilas que seguí viendo hasta cuando cerré los párpados a la hora de dormir. Quise ponerte la mano en el hombro o abrazarte, pero algo me dijo que quizás era yo quien iba a necesitar un espaldarazo a corto plazo. La lástima la inspiraba yo, huérfano en preaviso, azorado en mi afán de aprovechar un trozo de las semanas finales de mi progenitor, arrepentido de todas las veces que no le expresé mi afecto, avergonzado de la soberbia con que dejé de hablarle durante meses siete años atrás. Faltaban apenas horas para darle la sorpresa a mi viejo. Mamá y parientes me hicieron el favor de guardar el secreto de mi llegada. Ya me tocaría inventar una excusa para no decirle a Papá que había llegado de Bogotá sólo para verlo por última vez. Porque yo, a diferencia de otros esperanzados del clan familiar, me hice a la idea de que aquel sería su último marzo, su último abril, y de que todos los chistes que me contase y todos los abrazos que nos diésemos no volverían a repetirse sino gracias al agridulce bálsamo de la remembranza.

Por años creí que Mamá moriría primero que Papá, intoxicada sin querer a punta de barbitúricos o a causa de un sofocón mortal manejando su carro.

A Mamá la vi igual que siempre en esta etapa de su existencia en la que no puede concebir calma alguna sin tomar pastillas para sus diversos achaques, que me parecen muchos, pero más numerosos me parecen los medicamentos que ingiere con una disciplina religiosa que quizás haría el mismo efecto si sólo fuesen placebos. La mente tiene el control de todo, dicen, y la de mi madre le juega malas pasadas con tanta frecuencia que ya en la familia hacen bromas sobre sus malestares porque a veces no pueden ser localizados en ningún órgano. Al parecer, son síntomas de nervios incontrolables, fruto de la soledad de sexagenaria divorciada y peluquera jubilada, admite ella misma, de manera que en cada visita que le prodigo suelo encontrarla de buen talante y a veces rejuvenecida, mas no falta el momento en que me refiere con rostro quejumbroso que le duele el cuello o la boca del estómago, que la psoriasis llegó de nuevo para resecar sus codos, y vuelve al pastillero, cuenta las pepas de diversos colores y tamaños, y no siente alivio hasta que las ha engullido con fruición como si hubiera pasado horas de hambre y se encontrase frente a una hogaza de pan caliente para saciarse. Bueno, amada, tú lo sabes mejor que yo, para qué te lo cuento. Has sido testigo de cada episodio, de cada susto que nos hace pasar con sus morideras, como le decimos mamando gallo. Pero en general está bien. Por años creí que Mamá moriría primero que Papá, intoxicada sin querer a punta de barbitúricos o a causa de un sofocón mortal manejando su carro. El respeto que ella le guarda a la muerte se equipara al miedo, con bordes irreconocibles. Por ello ha llevado al extremo el consumo de alimentos sanos. Pero en general el aburrimiento de su retiro ha logrado paliarlo leyendo y pintando mucho, visitando a mi abuela y mis tías, atendiendo en casa su vieja clientela del salón de belleza.

A Papá le llegué de sorpresa el sábado por la tarde, luego de entrar a casa de tía Nena por detrás, mientras hablaba con tío Nerio en el patio lateral, que antes fue un estacionamiento pero que ahora estaba cerrado y contaba con un potente aire acondicionado que hacía del área mi sitio preferido de toda la casa. De una vez entré y le pedí la bendición, sin demasiado aspaviento, como si lo hubiese visto ayer. Su rictus confundido y asombrado duró un par de segundos, placenteros, lo que tardó para asimilar mi repentina llegada. Y su sonrisa justificó toda la incomodidad e incertidumbre de mi trayecto hasta ti, terruño de mis nostalgias. Su sonrisa me lo dijo todo y sus pupilas se iluminaron como jamás había visto en un mortal. Eran los ojos verdes más bellos del mundo a pocos palmos de mí dándome la bienvenida. Pocas veces le vi a Papá una reacción tan alborozada, o así quiero recordarlo. Pero el primer abrazo, a pesar del cariño que transmitía, me dio mala espina. La delgadez galopante apocaba su anatomía, siempre fornida en antaño, y me vi cercando con los brazos un tórax de adolescente mal nutrido, casi un esqueleto de esos de plástico usados para explicar la osamenta humana. A pesar de su condición, su buen humor y su repentismo eran los mismos. El cáncer no había minado su sagacidad para hacer comentarios chistosos sobre cualquier tema. Acusaba mala vista en su ojo izquierdo, una pierna no tenía la movilidad de días atrás, pero se mantenía esperanzado en que su tratamiento comenzaría a hacer efecto y pronto asistiría a cuanta juerga lo invitaran. Me comentó, como quien se libera de una apretada corbata, que ya no necesitaba el respirador artificial, que dormía bien, y que se había negado para siempre a tocar un cigarrillo: estaba convencido de que su afección pulmonar solamente estaba relacionada con sus casi cincuenta años de fumador. Estaba intacto su talante juvenil, su optimismo ignorante me partía el alma a la vez que me hacía suspirar de alivio porque él mismo le negaba a la muerte el gusto de verlo agonizando por una larga temporada. Así no era Papá. De haber sabido desde el primer día que padecía cáncer su actuar habría sido el mismo: nada de quejidos constantes ni de días enteros echado en cama. Pero, por si acaso, todos decidimos ocultarle su real estado. La ignorancia era el mejor coadyuvante. Y Papá, hasta el momento, colaboraba con sus chistes continuos, entretenido con las visitas que recibía a toda hora, y su buen apetito. Al fin y al cabo, los doctores habían recomendado complacerlo en todo. “Si le provoca un trago de whisky, no se lo nieguen”, le dijo uno de ellos a tía Nena tras un chequeo, a solas. Sin embargo, la debilidad general apenas le permitía sostener los cubiertos a la hora de comer y los libros que leía por las tardes. Había perdido no menos de diez kilos en los últimos tres meses. Y nadie a ciencia cierta podía saber qué dolores él se callaba para no atormentarnos. Sabía que no queríamos verlo de regreso en el hospital Coromoto. Algo combinado entre el orgullo y la dignidad le impedía permitir que se le considerase un bulto de difícil carga. Papá se tomó ciertas cosas a la ligera, nadie lo niega, pero jamás consentiría ser el motivo del sufrimiento continuo de sus seres queridos por culpa de las vicisitudes de su cuerpo. Si alguien no hubiese soportado ser paralítico o estar en estado vegetal por un día era él.

Almorzamos juntos, hablamos de libros y de música, me echó chistes con los que todavía mostraba histrionismo y entereza para terminarlos con gracia.

No sé si todo tiempo pasado fue mejor. La noción que tengo del mismo apenas abarca unas pocas décadas, que son nada en comparación con la evolución del mundo, pero tu desmedro y el de Papá me hacían entender que el tiempo no se mueve en espiral ni de forma circular, como los analistas de los países subdesarrollados que repiten sus errores vez tras vez, sino que es una línea recta e indolente en la que se pierde toda posibilidad de desandar caminos y borrar huellas. Cada recuerdo es la puntada de esa aguja que cosió la tela del existir constante y que descoser sería tan abominable como es de imposible. Nada puede traerse al hoy, apenas hacemos intentos por perpetuar ratos felices. Un recuerdo por naturaleza es frágil (no así quien lo trae a la superficie), pero no por eso menos necio, y más le vale al nostálgico poner los pies en la tierra o se diluirá su esencia en el presente igual que el puñado de sal que cae por error en un pozo. Por eso dejé de recordar a Papá en sus días de cabello y negro y espalda ancha, cuando era capaz de aguantar una noche entera empinando el codo con tragos de whisky y entonando canciones de Alí Primera con su cuatro, instrumento que aprendió a tocar de oído. Ése no necesitaba mi presencia, mi espaldarazo, mi buena vibra silenciosa. Ése era una nebulosa irrepetible, hermosa, de diversos matices, pero de una consistencia imposible de tocar. Era mi pasado, ni más ni menos. Por el contrario, quien requería toda mi atención era ese sesentón desmedrado de cabello blanco que tosía seco y guapeaba por mantener su dignidad a pesar de que ya ni siquiera le provocaba beber licor ni fumar. Entonces me dediqué a hacerlo casi exclusivamente mío durante las visitas que hice a casa de tía Nena, como si yo fuese su única descendencia. Almorzamos juntos, hablamos de libros y de música, me echó chistes con los que todavía mostraba histrionismo y entereza para terminarlos con gracia. Sin embargo, debí compartir el tiempo con los visitantes que a cada rato llegaban a verlo por ratos. En un día la casa de tía Nena le abría las puertas a seis o siete personas (a veces más), viejas amistades que se quedaban a conversar y reír a carcajadas con los cuentos de Papá. Le dejaban dulces, comida preparada, y hasta la bombona nueva de oxígeno para su respirador artificial, por si acaso. Así pude reencontrarme con gente a quien no veía desde hacía años, incluso desde la niñez. En la segunda visita me pidió que llevara a reparar la montura de sus gafas porque tenía rota una de las patas que se apoyan en el tabique, e hice que Mamá me llevara en su carro hasta el centro comercial Galerías para hacerle el favor. “Te respondo hasta por trescientos bolívares”, me dijo con sorna. Costaron seis mil, que Mamá tuvo a bien pagar sin refunfuñar porque la piecita en cuestión costaba lo mismo que una carrera en taxi hasta el aeropuerto por aquellos días. Me sorprendió verlo engullir durante los almuerzos casi las mismas cantidades que normalmente consumía en sus años de mejor salud. Creía que la efectividad del Ensure había sido un infundio optimista de tía Nena por WhatsApp. Pero con cada bocado Papá simulaba una vitalidad renovada que a todas luces se desvanecía al soltar los cubiertos pues no subía de peso y de vez en cuando lanzaba al aire un ¡Ay! que hacía temer lo peor. Se le cocinaba a su antojo y se hacía el desentendido. Ponía a tía Nena y a mis primas en apuros para conseguir los ingredientes a contrarreloj: siempre almorzaba a las doce en punto del mediodía, creo haberlo dicho. Ese tipo de complacencias debían de levantar suspicacias en él. Sabía que su salud no era la de siempre pero la abnegada atención de rey que recibía daba lugar a sospechas, sin duda.

En la tercera visita me di cuenta de que era más que obvio que la ceguera súbita de su ojo izquierdo y la inmovilidad de su pierna izquierda no eran condiciones pasajeras que se aliviarían con una pastilla o la inyección de un fármaco potente. Esta vez decidió pasar más tiempo acostado en su alcoba de huésped especial. Casi todo el tiempo compartido lo pasamos allí, haciendo zapping entre la mediocre programación de la televisión nacional y conversando de cuanta trivialidad viniera a cuento. Esos eran los momentos que valían oro a su lado. Papá no era dado a conversaciones solemnes ni derroches de filosofía con fines didácticos. La seriedad prolongada de las tertulias se le daba por tramos cortos. A él le entusiasmaba más que a nadie sopesar la experiencia humana a través del prisma esperanzador de la música y de la evocación de Cabimas, su suelo natal. No por nada había sido cantante profesional de gaitas zulianas por más de quince años. Cada charla en la que participaba desembocaba en un buen disco o un buen libro o en alguna andada de su juventud. Su memoria sobre álbumes y cronologías de cantantes y agrupaciones lo convertía en el centro de atención entre melómanos y aficionados de las buenas anécdotas como yo. Por iniciativa propia, en uno de los ratos a solas que tuvimos, me preguntó cómo iba mi proyecto literario sobre The Beatles, un ambicioso libro del que le había hablado desde al año anterior. “Solamente llevo 45 páginas escritas”, respondí mientras encogía los hombros, “la historia que quiero contar se ha ramificado mucho en mis notas”. La justificación de mi lento avance fue comprendida por él. Me dijo que confiaba en mi sentido común para armar un relato coherente y que mi intención de hablar sobre el misterio que envolvía al cuarteto británico podía darme buenas críticas y convertirse en un hit de ventas si mi pluma maduraba y contaba con buena promoción. “Hacelo todo con cuidado, ¿sabéis? En la novela vas a hablar de gente que aún vive”, remató con tono imperativo, “Tenéis que documentarte bien, no te vayáis a ganar el odio de sus fanáticos”. Y disertó sobre los rumores que ya circulaban en los años sesenta sobre que la banda consumía drogas y que la psicodelia del flower power les hizo perder algo de la identidad cohesionada de los primeros años, pues más que un grupo parecían cuatro tipos reunidos en una misma grabación por meros fines comerciales. “Sin embargo, sin esas sustancias que se metían no hubiesen grabado los tremendos discos que publicaron en los cinco años antes de su separación”, arguyó con un tono realista que distaba de hacer apología del consumo de drogas. Era realista. Lucy in the Sky with Diamonds o Tomorrow Never Knows no hubiesen existido como las conocemos de no haber contado con el estado de alienación que produce el LSD. En los silencios frente al televisor me sentí cómodo. Hoy reafirmo que no me siento mejor con nadie como cuando estoy en silencio con esa persona y no tengo ganas de irme o de decir cualquier pendejada sólo por no hacer más insufrible el instante. Papá me daba esos momentos que lo mismo podían durar media hora que de repente ser interrumpidos con algún chiste o pregunta sobre alguna fruslería. Aquella tarde, como era de esperar, el silenció lo terminó la llegada de otro visitante.

Se nos dijo desde chamitos que estábamos en crisis pero que el país se adecuaba a la clasificación académica de aquellos que estaban en vías de desarrollo.

No te creas, Maracaibo de mi desencanto, que la atención sobre Papá me obnubiló al grado de no percatarme de tu situación. Estás adormecida justo en la hora en que deberías estar en pie de guerra. Das la impresión de haber tomado una larga siesta luego del almuerzo. Tus dirigentes, tus honestos y tus pillos se han mancomunado para eternizar el cruel statu quo del malvivir, que pone a prueba toda paciencia, que hace de la vida un concepto laxo que admite mil y un padecimientos. Los que sufren se acostumbraron al marasmo. ¿Qué te pasó, que el clamor de un pueblo menesteroso se desdibuja cada año con el inicio de la nueva temporada de la liga profesional de béisbol? Con la temporada gaitera de fin de año se mandan los pesares al carajo, admirable tendencia a la alegría que ya hace daño porque siendo un bálsamo ha mutado hacia una negligente evasión. Apenas llega la Feria de La Chinita la gente se emparranda y soporta cuanta salpicadura de mierda le llega por cualquier flanco. La historia y los indicadores actuales revelan que eternamente tendrás un pueblo esperanzado, todo se le niega, todas las puertas se han cerrado. Y así el círculo vicioso del refunfuño y la distracción se institucionaliza hasta convertirse en la única noción de estabilidad concebible. Me he saciado de escuchar el descargo de la “necesaria válvula de escape”, del “pero uno no se puede amargar la vida para siempre”, y del “mientras se pueda pagar por la distracción, ¿por qué no hacerlo?”, lo cual me hace replantarme el concepto de crisis. Se nos dijo desde chamitos que estábamos en crisis pero que el país se adecuaba a la clasificación académica de aquellos que estaban en vías de desarrollo. Evidentemente, algo nos truncó el destino. No me atrevo a propalar qué nos impulsó más a llegar a este estado de inobservancia de la ley e irrespeto a la vida, pero creo que al fin y al cabo fuimos nosotros mismos. Lo que mis ojos atestiguaron de la vida cotidiana maracaibera me provocó un respingo en el corazón. Volví a ver las filas de gente a las puertas de algunos supermercados en espera de algún producto de precio regulado, volví a pagar un exagerado monto por almorzar con Mamá en Lago Mall, volví a sucumbir al miedo de detener el carro ante un semáforo en rojo, volví a ver los policías y militares mirando con desdén a los transeúntes, volví a mirar hacia atrás a menudo mientras apretaba con la mano el bolsillo donde guardaba la billetera, volví a escuchar la retahíla de quejas de parientes y amigos sobre el alto costo de la vida, volví a saber de cuentos de robos a mano armada por doquier y a las horas menos pensadas, volví a tener ganas de irme. Te jodiste, tierra del sol amada. ¿Qué cambió, qué mejoró respecto a mi vista anterior, quince meses atrás? En tu caso el tiempo no parecer ser lineal: es un estadio estancado, un trozo de hielo invariable dentro del congelador. Todos conocemos el diagnóstico de tus pesares pero carecemos del tesón para aplicar la cura. Hace tiempo dejé de creer en políticos y en autoridades religiosas. De ellos no vendrá nada que no sean rentables verdades acomodaticias para su propia conveniencia. Pero de la masa pisoteada tendrá que renacer la conciencia y el liderazgo que te reconstruirá. Cada casa tendrá que forzarse a ser un hogar, cada familia tendrá que inculcar valores aunque no cuente con la pedagogía necesaria, o seguiremos envejeciendo y muriendo y multiplicándonos y dejando mustias trazas durante décadas macerando la esperanza en gobiernos eficientes. Toda la rabia de la involución maracaibera se me abalanzó sobre los hombros la mañana en que quise comer en Pasteles Edward de la avenida Universidad. Mamá me llevó pero no quiso comer ni un pastel, tan acostumbrada ella a la frugalidad de sus desayunos. Yo fui por cinco o seis piezas más una botella de malta, como debe hacer todo maracucho que se considere tal: la explosión de sazón casera potenciada por la grasa de la masa frita, el amargor suave de la bebida que te prepara para el otro envión, la salsa tártara que amenaza con salpicar tu propia cara en cada mordisco. No hay hábitos alimenticios más idóneos para una saturación arterial que los de Maracaibo. De inmediato noté la presencia de cuatro o cinco chiquillos que no pasaban de los diez años pero cuyo lenguaje corporal y vocabulario soez me hizo pensar que estaban tan o más curtidos en la vida que un adulto. A cada cliente que llegaba al mostrador le pedían dinero o un pastelito para paliar el hambre. Quise ignorarlos pero no lo logré. La escena de la mendicidad me había tocado en primera fila, repetida a cada minuto. Así apuré tres pastelitos de papa con queso hasta que llegué al de carne y dejaba la mandoca para el final. Y se me acercó uno de los carajitos. Mi mirada asqueada fue la única respuesta que le di. “Ya gastamos la plata, chamo”, intervino Mamá, y lo alejó. El desdén que la dependiente y quienes despachaban los pastelitos prodigaban a los clientes me avinagraron los últimos bocados. A cada quien le hablaban como buscando una excusa para insultarlo, impacientes, prevenidos para un impasse y entonces vomitar un poco de su frustración. Los entiendo, pero no me compadezco de ninguno. Lo contrario sería convalidad cualquier excusa para el maltrato contra extraños. Ya me quería ir, encerrarme en el apartamento de Mamá y ver televisión hasta que los ojos se me pusiesen cuadrados y que llegara el dos de abril, domingo, para partir a Bogotá. Al devolvernos al carro parqueado en la acera de enfrente un tipo salido de no sé dónde le pidió a Mamá una colaboración dizque por haberle cuidado el carro. Su aire sobrado, que nos decía que ejercía su oficio de la manera más alevosa, daba a entender que era mejor extenderle un billete o dos, por más bagatelas que fueran, o nos meteríamos en problemas. “Hay coñoemadres que te rayan el carro con una llave si no les pasáis plata”, me dijo Mamá apenas cerró su puerta. Y entonces empecé a esperar ansioso la llegada del domingo. Me quedaban dos días en la ciudad y ya estaba harto de ella. ¡Todo se ve tan límpido e inocuo desde las ventanas del apartamento de Mamá! Podría pasar entre sus paredes semanas enteras sin salir. Es una fortaleza donde me gusta arrellanarme y desconectarme del mundo de fuera. Si hubieran llevado a Papá hasta allí no hubiese vuelto a la calle sino para tomar el camino de regreso a Bogotá. A cada visita te sufro cual si fueses un trocito de vidrio incrustado en la planta del pie que me hiere a cada paso. No hay aliviadero sino apenas la opción de dejar de andar, detenerse a sufrir cada pulsación del dolor. El aliciente que elegí fue huir y retratarte en la mente mintiéndome con una versión moderna y respirable de la ciudad que me parió.

¿Qué distingue a un cáncer de un gobernante opresor, de una arruga imborrable en el rostro, de la prevalencia de la gravedad?

La última visita que le hice a Papá fue algo más corta que las anteriores. Él estaba cansado y apenas eran las once de la mañana. Sus zancadas tardaban más y su semblante no dejaba de acusar la impaciencia de no sentir mejoría ni en el ojo ni en la pierna. Pero mantenía el buen apetito y con el ojo que aún le servía estaba devorándose Inferno, el best-seller de Dan Brown de más de quinientas páginas, que ya llevaba por la mitad. Al notar el gordo ejemplar reposando en su mesa de noche no pude evitar preguntarme si la vida le alcanzaría para llegar a la página final de la novela, que ya yo había terminado un año antes. ¿Llegaría a descubrir que Siena Brooks traicionaría a Robert Langdon? ¿Llegaría al punto en que se diera cuenta de que el virus buscado no tenía como objetivo matar gente sino hacerla estéril para así reducir gradualmente la población mundial con el paso de los años? Papá ya no estaba para darse el lujo de completar nada sino para disfrutar en lo posible la experiencia de cada día que el cáncer le daba de propina, como si su existencia no fuese propia sino la dádiva desdeñosa de un conjunto de leyes o de una autoridad indolente que ni siquiera tendrían la deferencia de avisarle la llegada de su último día o del zarpazo indolente que lo simplificaría todo a un fardo de piel y huesos que embutir en ropa y enterrar en una caja rectangular de madera. Quizás ya no existía alguna diferencia sustancial entre él y yo, entre él y el resto del mundo. Todos estamos sometidos a normas de las que denigramos. ¿Qué distingue a un cáncer de un gobernante opresor, de una arruga imborrable en el rostro, de la prevalencia de la gravedad? No hay libertad sino la que ofrecen la imaginación y la memoria: una se forja, la otra se adorna, todo por nuestro bien. A él se le acababa el tiempo, a mí se me acababa él, y era inevitable. De esto no se escapa uno despertando de repente, con la consecuente sensación de alivio. Es la configuración misma de la experiencia carnal lo que la hace tan inefable, terrible y espléndida al tiempo, pero la única que se nos dio experimentar. Acordé con Papá enviarle un libro que ahondaba sobre el halo de misterio que rodeaba a The Beatles, quizás enviarle las primeras páginas del manuscrito, y confirmarle la fecha de lanzamiento de un libro de relatos que estaría en librerías para la segunda mitad del año. Almorzamos pasta con salsa de carne molida preparada por la tía Nena, como siempre. Para el adiós final no quise un abrazo efusivo que denotara mi temor a no repetirlo. Aquella despedida debía lucir como tantas otras de otros asuetos en los que sabíamos que solamente dejaríamos de vernos por un lapso de meses. Papá vestía shorts azules, o así lo recuerdo, y una camiseta de esas de estar en casa, sus cotizas de goma, sus gafas de montura recién reparada, su aire jovial de todos los encuentros familiares, y quedamos, como siempre, con algo pendiente por compartir. Es la mejor manera de no hacerse a la idea del fin cercano: que siempre exista una excusa que motive el siguiente encuentro o la siguiente llamada telefónica, pronto o tarde. Tragué gruesa y agria saliva al darle la espalda y caminar hasta el carro de Mamá. Puede que ella también intuyese que sería la última vez que lo vería respirando. Por el resto del día me dediqué a empacar de nuevo mis cosas en la maleta (incluido un cuadro abstracto pintado por Mamá que cupo de puro milagro) y ver televisión sin ponerle demasiada atención. Un rato de silencio o de introspección era lo que menos necesitaba porque me derrumbaría en excesivo llanto y aparecería la jaqueca y el moco hasta el extremo de la congestión nasal. Vi dos o tres películas consecutivas por HBO sin entender qué había pasado en ellas. La última era protagonizada por Tom Hardy, hacía un doble papel: un par de gemelos mafiosos y sus avatares llenos de violencia y negocios turbios en el glamuroso Londres de los años 60. No recuerdo el título del filme, pero me entretuvo. Faltaban pocas horas para irme a dormir y levantarme temprano a iniciar el mismo periplo de una semana antes, pero al revés. Radamés me dejaría en tu horrible terminal terrestre y en adelante me tocaría valerme de mis instintos y cruzar los dedos por mi buena suerte. ¡Esa desagradable sensación de que se acaba el paseo! Nada más deprimente que la seguridad de que sólo faltan horas para la vuelta si el viaje ha valido la pena.

Me despedí de ti en silencio en la cama, mientras me cubría con el edredón, te deseé la mejor de las venturas, mas no logré aplacar el amargor que tu agonía me produjo en el paladar. También estabas muriendo, lentamente, como para darnos a todos tus hijos tiempo de vivirte por unas últimas veces. Cuando pasen las eras y de esto que hemos experimentado sólo quede una polvorienta reseña eternizada en tinta (y quizás ni eso) ojalá alguien tenga la oportunidad de transmitirle a otro que una vez la palabra Maracaibo tuvo un significado, que nació y gozó de una apoteosis ya remota, pero que también sus mismos moradores la asesinaron no sin antes acabar con la gaita zuliana, los patacones rellenos, el puente sobre el lago Coquivacoa, el petróleo del subsuelo y hasta la tablita con la imagen de la Virgen de Chiquinquirá, porque en vez de ciudadanos se habrán transformado en sombras carentes de discernimiento para distinguir lo correcto de lo conveniente, su dignidad será como un material maleable que desconocerá los principios que lo rigen, la bota del poder los aplastará con su hedionda suela y entonces muchas cosas valiosas habrán perdido su significado por no poderse canjear con dinero. En consecuencia, aquello que definía la identidad maracaibera será una trivialidad fútil con la que no se podrá comer ni tomar un boleto aéreo para huir. Se habrá consumado tu exterminio, amada, aunque sigan edificios en pie y automóviles crucen tus esquinas.

No es el insomnio lo peor sino la ausencia de una expresión artística que lo justifique.

Aquella noche anterior al regreso dormí bien, pese a las emociones de las horas recientes. Ha sido una constante mía dormir con placidez la noche antes de una jornada que prejuzgo importante. ¿Será síntoma de una inconsciente indiferencia o un recurso para estancar el pánico que me produce vivir? La noche antes del nacimiento de mi hija, la noche antes de mi primera cirugía ocular, la noche antes de mi matrimonio, la noche antes de mi mudanza a Bogotá, la noche antes de mi graduación universitaria fueron precedidas por sesiones de sueño largas y reparadoras en las que no se presentó la ansiedad que acompaña el insomnio. En todo caso, no es el insomnio lo peor sino la ausencia de una expresión artística que lo justifique, un buen libro, una buena película, una buena canción.

 

***

 

La naturaleza de cada afecto atañe a su origen pero también a su terminación. Si se deja de juzgar su génesis no queda otra conclusión que valorarlos asido de la esperanza en la longeva duración, en que esa despedida ineluctable luzca tan distante que nos engañe con la probabilidad de su no ocurrencia. Y esa es la belleza de ciertas quimeras: hacernos fantasear con presentes alternativos, virtuales, aunque siempre terminamos reconociendo que la realidad se los traga cual depredador que engulle su presa. La salud de Papá no podía ser la excepción. Pero lo tangible, lo que se puede oler y palpar, nos distrae de lo que en verdad amamos (o deberíamos amar). Debe de ser ése el motivo por el que rendimos tanta pleitesía al cuerpo. Siempre asocié el amor a lo palpable, a aquello que los sentidos pueden percibir y que enriquecen la nostalgia desde diversos ángulos. Mas hoy reconozco que el envoltorio, de suyo, no puede tener la misma esencia que lo envuelto, o de lo contrario sería su extensión. ¿Entonces por qué en lo referente al cuerpo logran fundirse? Papá no puede ser tanto la estructura de órganos y huesos como la influencia que ejerció en mí, para bien o para mal. Aún suelo leer los reportes que mi tía me enviaba mediante cortos textos de WhatsApp en los que me detallaba que la fuerza de Papá se iba alejando, y tras cada masoquista relectura me arrellano en un rincón, permito que el abatimiento me abofetee. Se me dificulta el llanto pero tampoco tengo un yunque en vez de un corazón en medio del pecho. Es efímero pero intenso. No es del todo negativa la cualidad humana de ceder al sufrimiento aunque sea para que quede constancia de que incluso entre los escombros del desencanto todavía nos atrevemos a sentir algo genuino. Desde la semana siguiente a mi vuelta a Colombia, Papá volvió a usar el respirador artificial y perdió el apetito a un nivel alarmante. Volvería a ser internado en la clínica, más temprano que tarde. Nadie tenía duda de ello, creo que ni él mismo. Su certeza de que le quedaban semanas de vida también era mi agonía. ¿Cómo pude ir a trabajar y sonreír y hacer el amor y experimentar un variado rango de emociones tan plácidas mientras en Maracaibo mi viejo pasaba los días sin comer ni hacer el esfuerzo por caminar? Era la quimera del milagro la que mantenía como algo eludible la noticia fatal del pronto deceso. Quizás haya sido la prevalencia del instinto que hace considerar la vida un bien que debe mantenerse nunca quieto, nunca inmóvil. El universo empezó con el movimiento, con el choque, y al parecer es el ejemplo más fehaciente de que la existencia es una constante agitación que sobrepasa toda ejecución de estados estacionarios como los producidos por la congoja. También un estímulo inesperado tuvo que ver. Una especialista, que hasta el momento no había participado del caso de Papá, revisó su historial médico reciente y se atrevió a decirles a mis tíos que aún se podía tener la esperanza en un tratamiento de quimioterapia que le extendiese la expectativa de vida unos pocos años pero comenzando lo más pronto posible y con la venia de un consentimiento general de los parientes. La noticia me confundió. Resultó, según ella, que el problema podía atacarse desde el punto de vista hematológico y los medicamentos necesarios que prescribió en una larga lista no se conseguían en el país. Quizás alguna ONG u oficina gubernamental podía contar con ellas. Las ampollas además de costosas eran de difícil obtención. El canal regular, las farmacias, era inútil. El país del siglo XXI, o lo que quedaba de él (o en lo que se haya convertido), era apenas un lugar delimitado por las fronteras impuestas por el hombre donde convergían soñadores, pendejos, bribones y hasta gente honrada pero sin la fuerza ni la mancomunidad suficientes para que la normalidad de la vida adentro incluyese ir a una farmacia y conseguir sin dificultad el contenido de una receta médica, entendiendo por normalidad todo lo que ocurre a diario a nivel mundial y que no tiene por qué salir en un telenoticiero pues se da por tácito. La definición de normal había cambiado hasta volverse un término en desuso salvo para comparaciones entre esos días aciagos y los hábitos de la segunda mitad del siglo XX, cuando éramos felices y no lo sabíamos, suelen decir por ahí. No por muy repetida la frase deja de contener la pena de reconocer que el gentilicio de hoy es aceptar la condición de ser fantasmas de lo que una vez fue y se extravió cuando se suponía que lo preservaríamos con celo. Democracia, inocencia, solidaridad, puede tener cualquier nombre, pero en todo caso es un bien escaso, si no descontinuado ya.

Nunca fue más latente para mí sentirme extraño como esos especímenes que provocan asombro en un zoológico. Se puede ser extranjero en el suelo natal.

Y empezó la brega por tener lo imposible en las manos. La familia publicó en cuanta red social había la petición de ayuda para encontrar las ampollas, se preguntó sobre su disponibilidad a cuanto especialista se conocía, se visitaron fundaciones y se consultaron websites para cotizar precios. El resultado infructuoso de las diligencias arrojó una desesperada conclusión para nosotros: había que mandar a traerlas del extranjero. Priscila, vieja amiga maracucha residente en España, me escribió tan pronto vio mi post en Instagram y me dijo: “Yo te averiguo todo eso y te comento los precios, y si puedo las compro y te las envío por courier. Luego vemos cómo me las pagas. Aquí en Barcelona no son costosas”. Resultó que apenas un día después visitó sólo una farmacia y de una vez me envió por WhatsApp la foto con un papelito que contenía el nombre de cada sustancia, la presentación disponible y el precio por unidad. Y entonces creí sentir una mano en el hombro que me brindaba el aliciente de tener derecho a volverme optimista sobre la salud de Papá. Él era lo único en lo que podía tener esperanza. A Maracaibo (a todo lo que quedaba del país) se lo había llevado la marabunta de nuestra depauperación ciudadana, al ralentí, como el hisopo que se introduce con cuidado para limpiar la oreja, sin más rimbombancia que la apreciación que cada cual tuviese del detrimento y las noticias públicas que no fuesen objeto de autocensura. Esa progresiva debacle, cual puñal afincándose sin premura milímetro a milímetro en el pecho de la patria, no terminaba de herirla de muerte y por ello daba lugar a ciertos respiros, escapes fugaces, oasis placenteros que distraían la constante sed en el desierto. Nunca fue más latente para mí sentirme extraño como esos especímenes que provocan asombro en un zoológico. Se puede ser extranjero en el suelo natal. Basta con que quieras mostrar sindéresis en medio de los polos que se repelen para que los demás (o tú mismo) te vean en cierta medida como un paria, como un exabrupto que incomoda y debe ser neutralizado. Nada ofusca tanto a la mayoría como esa piedrita en el zapato que representa aquel que se cuestiona todo exceso. El maniqueísmo defendido por el establishment nos quiere hacer creer que la realidad es simple, que todo se reduce a una lucha de virtuosos contra inicuos. La manipulación suprema se perfecciona con la creencia exclusiva en tales bandos. Nos mudamos de país porque nos sofoca la miopía del tercero, porque creemos poseer la verdad, esa convicción que no encaja para los otros. Hay demasiado ego en el emigrante que emprende la huida para librarse de una mayoría adoradora de la mentira. ¿No es la serenidad futura otra falacia con la que el emigrante se miente a sí mismo? Entonces ocurre la paradoja graciosa: una vez lejos del terruño, por la supervivencia hasta se reniega de un dios y se cuelga el orgullo en la pared oscura de una cueva. Sin embargo, mi querida Priscila mantuvo su don de gente (¿puede definirse esto con exactitud?) en España. Los estragos que procura el gentilicio en nuestra mentalidad no la desdibujaron. La nobleza que me demostró al comprar las medicinas y enviarlas a Maracaibo la hacen merecedora de cuantas loas le prodiguen.

Papá me envió una nota de voz por WhatsApp durante la segunda semana de mayo como respuesta a mi habitual Cómo te sientes de los últimos días. Sostuvo que no perdía la fe en la quimioterapia, y que el consenso familiar le daba el apoyo moral que necesitaba. Sólo le faltaba ganar fuerzas para empezar el tratamiento. Su cadencia para proferir cada sílaba ya no denotaba vejez ni fatiga. Eran las postrimerías de alguien asido del tallo de una flor al borde del desfiladero. Me era desconocido el timbre de voz. Él había vuelto al hospital Coromoto. Sus exiguas fuerzas no le permitían ni levantar la cabeza. De la estampa ancha de otros años quedaba una calavera cubierta por una tela delgada de descolorida epidermis. Se alimentaba de suero. A partir de entonces los partes de su deterioro me fueron referidos por la tía Nena a diario, con fotos incluidas, terribles todas. No volví a tener contacto directo con Papá. Eran los mismos días en que alrededor del mundo se veían por televisión imágenes de muchedumbres en Caracas, en Maracaibo, en Barquisimeto, en San Cristóbal protestando contra unas autoridades tan mediocres como opresoras cuyos verdugos en la calle (los que se supone debían protegernos) mostraban un pulso atinado al disparar contra los desarmados. Cientos de miles de Davides soportando arremetidas de los Goliats trajeados de verde. Hoy las imágenes están borrosas en mi mente. De la barbarie sobre el concreto recuerdo goterones de sangre, caídos con hoyos en la cabeza, llantos de impotencia y rabia, motorizados enseñoreados de las vías públicas derrapando con pistola en mano. Las pérdidas correspondían en su mayoría a jóvenes que ni siquiera tenían edad para votar cuando la tiranía se entronizó, muchos de ellos apenas chiquillos en brazos. Si bien su lucha parecía a veces no tener un foco definido y careció de un revulsivo que la robusteciera, su arrojo los llevó a la inmolación con que nos recordaron el error de nuestra generación, la que se desperdició. Recibí con estoicismo los rumores y partes de tonto optimismo que procuraban las protestas. Mi viejo era mi patria. Sólo de él esperaba el milagro o la debacle. Hasta ese punto se había simplificado mi patriotismo a distancia. A Papá no le alcanzó la vida prestada por la Providencia para decepcionarse del desenlace de meses de vana refriega. Un bando bajó la guardia; el otro ganó tiempo.

Me invadió la sensación de que él en su última hora supo del total impacto de su existencia en la mía.

Las medicinas que Priscila envió desde Barcelona llegaron tarde a Maracaibo, desde luego. Por mandato de ella hubieron de donarse a una fundación días después. El dieciséis de mayo a las nueve de la mañana la tía Nena me escribió que Papá había dejado de padecer y que se encontraba en el alto cielo convertido en nuestro nuevo ángel de la guarda, en presencia de Dios, o eso recuerdo de la redacción. Le agradecí en silencio la cuidada prosa para describir algo tan profano como la muerte. Por mayor adorno lingüístico aplicable era eso: haber dejado de respirar, el cuerpo vuelto una cosa que guardar bajo tierra, una elucubración con licencias poéticas sobre el destino del alma, una compañía y una ausencia a la vez, dolorosa y tierna. Me negué a asistir a su funeral. Lo tenía decidido desde antes de viajar a Maracaibo a finales de marzo. Las implicaciones emocionales y económicas de viajar a Venezuela sólo se justificaban por verlo vivo y con algo de esperanza en la mejoría. Aquel martes tuve que cancelar mi última clase del día y ser sincero con la estudiante con respecto al motivo. El caudal de lágrimas que represé por horas se desbordó por fin en la noche y luego me dejó dormir con cierto sosiego. Luego vendrían los sueños con él, echando chistes en una fiesta, o postrado desnudo en una cama y con avergonzado rictus, pero siempre presente, el centro de atención de la escena. La noción de perdonarlo por considerarme víctima de un padre ególatra con incapacidad para demostrar cariño se desvaneció como las colillas de los tantos cigarrillos que se fumó. Me invadió la sensación de que él en su última hora supo del total impacto de su existencia en la mía y reconoció, con la hidalguía que sólo el agonizante tiene, que pudo haber hecho todo distinto, mejor, y que su mayor lección para mí era la de inspirarme a superar con mis años futuros cada prejuicio, cada juicio exagerado y cada defecto que yo haya idealizado en él. Ese fue el gran acto de amor que siempre esperé recibir de su parte, justo al momento en que aceptó que no podía tomar otra bocanada de aire.

Hoy sé, a propósito de ser su descendencia, que el amor es indefinible porque es tan simple y profundo que colisiona con las intrincadas pulsiones de los humanos, viene de otro ámbito, en este mundo apenas vislumbramos algo de sus propiedades. Sólo podemos intentar sentirlo y demostrarlo. Aún con la comprobación de que es una dádiva divina o un artificio del hombre, es un concepto difuso que nos esforzamos por experimentar. Sólo una posibilidad. Un portal que quién sabe a dónde conduce. Un bálsamo del que echamos mano, de la forma más conveniente, para darle sentido a nuestro devenir. Y con esas falibles hipótesis me consuelo.

Heberto José Borjas
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