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Un equilibrista valenciano y su luciérnaga, de Diego Denora
(primer capítulo)

viernes 30 de julio de 2021
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Diego Denora
Diego Denora (Tivoli, 1988).

Un chico italiano se muda con su familia a Valencia, España, y se apresta a vivir nuevas aventuras: se une a un grupo de skaters a pesar de sufrir de vértigo, aprende el valor de la amistad y el amor y se reafirma en el cobijo de la familia, todo con la compañía de una luciérnaga que le dará luz sobre aspectos muy puntuales. Un equilibrista valenciano y su luciérnaga es la primera novela en español del escritor italiano Diego Denora y hoy ofrecemos aquí sus primeras páginas.

 

“Un equilibrista valenciano y su luciérnaga”, de Diego Denora
Un equilibrista valenciano y su luciérnaga, de Diego Denora (2021). Disponible en Amazon

Un equilibrista valenciano y su luciérnaga
Diego Denora
Novela
2021
66 páginas

La luciérnaga perdida

Libero paseaba por el Parc Central cuando sintió el primer cosquilleo de su nueva vida en Valencia y sus piernas se hicieron de papel. No pudo marchar más. El vértigo era tan intenso que hacer cualquier movimiento le habría sido imposible sin caer y caer no era deseable en frente de todo el mundo en su nuevo barrio. Los vértigos solían pasar en pocos minutos, pero Libero tenía que encontrar una misión improrrogable que le ayudara a superar el encadenamiento de temblores, por ejemplo, volver a casa por la comida o salir por los encargos de su madre. Esta vez el Sol, que estaba por ponerse, le avisó que quedaban apenas unos minutos para el cierre del parque. No podía tardar más. Tenía tantas ganas de mirar las flores de loto que, por supuesto, los vértigos cesaron.

Había en el parque un río artificial que llevaba a los paseadores de la entrada hasta los estanques con las flores de loto. Por el miedo de ver sus pies derretirse en el agua como hojas de diario, Libero marchó prudentemente por el lado de la ribera derecha, luego saltó sobre la primera isla piramidal y al final superó el largo portón de hierro vigilado por el guardián más gordo del parque.

—¡Mira que el río no te va a comer! —dijo el guardián por encima de su tripa redonda y a través de sus bigotes blancos, pero Libero no le entendió y siguió adelante.

Corrió a través del túnel, dribló personas sin zapatos, patinetes rápidos, niños en cochecitos y, finalmente, llegó a donde estaban las flores flotantes. Le encantaba mirar aquellas hojas largas, verdes como el pistacho y diseñadas con compás, sobre todo le gustaban sus pedazos, como si un niño hubiera empezado a recortarlos y enseguida se hubiera arrepentido. Las flores no le interesaban, porque su mamá en Italia tenía muchas flores raras, más hermosas y alegres que esas perezosas, que se quedaban todo el día tomando un baño.

Una vez Libero y su mamá se despertaron juntos al amanecer para mirar un cactus florecer. Es una cosa muy rara de ver. La flor blanca y blanda del cactus parecía hecha del azúcar que su papá ponía en el café. Su mamá era mágica, se llamaba Anna y seguramente conocía el nombre científico de aquellas flores perezosas, cuándo y cómo salen del agua.

Libero se acercó: debajo de un pétalo rosa aparecieron dos alas naranjas y la espalda de un bicho con una pequeña luz amarilla que se encendía y se apagaba.

Pero por las tardes Libero siempre estaba solo. Por eso iba al Parc Central. Al mirar las flores y a los perros lanzarse en los estanques, el tiempo corría más rápido que en casa. Había muchos niños, sin embargo, no los entendía y nunca se acercaba a ellos. Una vez llevó una pelota con el escudo de la Roma, pero todos la miraban sin hablar y decidió no llevarla más.

Ese día Libero estaba observando una hoja redonda de loto cuando el Sol decidió desaparecer y en una flor que tenía cerca empezó a notar un brillo amarillo. La luz parecía la misma de su televisión, pero se iba y volvía, como si alguien estuviese jugando con el control remoto. Libero se acercó: debajo de un pétalo rosa aparecieron dos alas naranjas y la espalda de un bicho con una pequeña luz amarilla que se encendía y se apagaba.

—¿Quién eres tú? —desde la flor salió una voz de mujer. Libero no se giró ni pensó que pudiera dirigirse a otra persona más que a él, porque la voz hablaba en italiano.

—Me llamo Libero. ¿Eres italiana?

—No, yo soy de donde me quedo. Soy una luciérnaga.

—¿Y por qué hablas en italiano?

—Porque aún no entiendes el castellano. ¿Has visto a alguien con una luz roja?

—Sí, a los que andan en bici.

—¿Y con alas?

—Nadie.

Estoy buscando a mi hermano mayor, porque nos tenemos que ir al norte. Aquí es demasiado peligroso. Las chispas negras están por todos los lados.

—¿Qué son las chispas negras?

—¿Cómo no las ves? Están por todas partes. Son pequeñas cosas negras que flotan en el aire.

—¿Y qué hacen?

—¡Son muy dañinas! Un amigo de mi hermano comió una por error y se quedó dormido durante toda una semana. Cuando despertó, no podía volar más.

—¿Y ahora cómo anda?

—Vuela sobre una hoja de laurel, pero cuando no hay viento tenemos que esperarlo. ¿Tú también esperas a alguien?

—No, yo estoy solo. ¿Dónde crees que está tu hermano?

—Escuché a un niño hablar de luces de colores en el río, por donde las personas saltan en bicicleta y patinetes. Seguro está por allí. ¿Sabes dónde es?

—Sí, pero nunca he llegado hasta allá solo.

—¡Bien! Ahora no estás solo. Vamos juntos.

—Sí, pero el sol se está poniendo y no puedo estar fuera de casa cuando es de noche.

—¿No te funciona la luz? —preguntó riendo la luciérnaga.

—No tengo una luz como la tuya y, si la tengo, creo que no funciona bien.

—¡Ah, qué mal! Pues voy sola. Pero te espero mañana temprano en el río para que me ayudes.

—¡De acuerdo! ¿Cómo te llamas?

—Soy una luciérnaga y no tengo nombre, pero llámame Luz. Ahora me tengo que ir. ¡Hasta mañana!

Ciao!

Luz hizo brillar fuerte su bombilla amarilla y, con las alas abiertas, voló por el aire desapareciendo enseguida. Libero escuchó la voz del guardián gordo que alertaba a todos para que abandonaran el parque. Las estrellas titilaban claras en el cielo azul obscuro. Era tarde y Papá Nando ya habría empezado a contar sus historias del día.

Se tumbó en la cama pensando en Luz, que buscaba a su hermano sola por Valencia, y también en la noche solitaria.

Cuando llegó a casa, encontró a su padre leyendo el diario y acariciándose los bigotes negros, mientras Mamá Anna colocaba platos y vasos en la mesa. Libero entró por la cocina y de repente su padre gritó en italiano:

Bello di papá!

—¡Hola, papá!

—¿Qué has hecho hoy? ¿Has encontrado nuevos amigos?

—Sí, conocí a una amiga.

—Muy bien… ¿Y cómo se llama la muchacha?

—Luz —dijo Libero, omitiendo aclarar que Luz no era una niña, sino una luciérnaga.

—¡Genial, tenemos que festejar!

Papá Fernando siempre tenía ganas de comer, reír y festejar por cada cosa nueva que pasaba en casa. Ya fuera por el peinado de su mujer o por un trabajo en la carpintería, gritaba y reía como si fuera Noche Vieja.

—Amor, hoy Libero tiene hambre: dos mozzarellas para él y tres para mí.

—Nando, para ti no, que ya pareces palomita.

—Siempre la misma, ¡aguafiestas! Tranquilo, bello di papá, que en mi casa nunca te morirás de hambre.

—Lo sé, papá.

Terminada la cena y las historias sobre el nuevo armario del señor José, las maderas recién llegadas de Argentina y el golpe en el dedo con el martillo de Felipe el Mozo, Libero se fue a su cuarto. Se tumbó en la cama pensando en Luz, que buscaba a su hermano sola por Valencia, y también en la noche solitaria. Pensó que eran muy parecidos, aunque él no tuviera una luz en su espalda. Pensó en muchas otras cosas más y cayó dormido.

Diego Denora
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