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La mordida, por Yaritza Belén Arteaga Islas

jueves 12 de agosto de 2021
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Lo más duro fue no poder cerrar los ojos. Si acaso, una mirada rápida hacia la izquierda. Sin pestañear y sin vomitar porque si no, no queda bien cerrado. ¿De dónde chingados sacaría una muerta de hambre como yo ocho mil pesos para la caja? Y luego que el pan de dulce, que el cafecito, que el atole porque la gente gorrona no deja pasar que nada más des café. Tienes que estar ofreciendo no una ronda sino las que te pidan, ¿no gusta un cafecito? Ándele un pancito, ¿alguien quiere más atole? Muchas gracias por venir, mañana también inician a las siete. No, no tenía más familia, sí, pensamos que se había curado pero ya ve. Y luego te preguntan todos los escabrosos detalles de cómo fue y qué sentí yo y cuánto lloré y hasta te inspeccionan por si se te sale otra lagrimita ahí mismo. Y todos con la misma risita de cómo fue a pasar esto, que a poco tan brutos fuimos de dejar pasar y pasar el tiempo.

Por eso es que estoy ahorita en esto, sin cerrar los ojos y aguantándome como las machas estas ganas que traigo de hacer pipí, porque eso sí, yo prefiero miarme a hacer esto a las carreras y malhecho. La verdad es que si hago algo lo tengo que hacer bien; bueno, dentro de mis posibilidades, porque nunca he sido de las chamacas ilusionadas, pero si puedo tomarme el tiempo en algo, no me importa tardarme hasta que quede bien hechecito. Y yo creo que desde chiquita fue así, porque cuando mi abuela me ponía a hacer servilletas bordadas, sí me esmeraba en que mis puntadas quedaran toditas del mismo tamaño, también en que no quedara todo picoteado de un lado, hasta deshacía las flores cuando veía que quedaban abultadas y apretujadas unas con otras. Ahí me pasaba las tardes, bordando y escuchando El Fonógrafo, música ligada a tu recuerdo.

Me da mucha rabia que por andar de pedo no se curara la herida, ya cuando llegó a la casa esa pierna la traía caliente.

Yo creí que esto sería más fácil. Pensé al fin y al cabo no es la primera vez que me toca cargarlo, si cuando llegaba pedo desde la puerta tenía que empujar una, dos y tres para que se parara y apoyarme en el marco porque se me dejaba venir bien recio. De ahí, lo tenía que agarrar del cinturón y aprovechaba pa darle un pellizco porque este cabrón ha de creer que es de aire, ya nada más llegando al sillón lo aventaba y me quitaba de su axila mojada. Y era quitarle los zapatos, apagar la luz y encerrarme en el cuarto. Todo al pie de la letra pero a veces sí me alcanzaba a agarrar una nalga. Ahí sí que valía madre, porque si me intentaba soltar, salía perdiendo yo. No podía pararse derecho pero su puntería para darme en la jeta seguía intacta. Por eso tenía que luego luego aventarlo en el sillón, quitarle los zapatos y apagar la luz. Eso era lo primerito, aunque luego por atarantada y a oscuras ni cerraba bien mi puerta y ahí lo escuchaba en la madrugada como perro callejero intentando meterse en las sábanas. Todo apestoso y orinado ensuciando la cama y queriendo meterme los dedos. Por eso tenía que cerrar bien, ya luego en la mañana me aguantaba sin pedos su palabrería, que cómo en su propia casa lo dejaba en ese mugroso sillón, que se iba a buscar a otra menos ufana y yo de patitas a la calle, que de dónde chingados venía ese puto olor y que no estuviera de respondona chingada madre.

Por eso el día que llegó todo mordido hasta risa me dio, es que hasta satisfacción sentí al imaginarme a semejante grandulón todo pendejo pisándole la cola a un perro banquetero. Es que ahorita que lo pienso sí sigue dando risa, pero ya no tanta porque yo creo que ni él ni yo ni el perro nos imaginamos que se iba a llevar a mi esposo a la sepultura, o bueno… al canal envuelto en bolsas. Me da mucha rabia que por andar de pedo no se curara la herida, ya cuando llegó a la casa esa pierna la traía caliente y al comer se le ponía bien dura la boca. Aunque más rabia y vergüenza me da a mí andar ahorita en estos pedos, de no haber sido tan dejada le hubiera contestado cuando él decía que se iba a ver bien chillón al ir al doctor por eso. Yo lloraba poquito cada vez que empezaba con la temblorina y luego cuando más feo se quejaba le tenía que pegar en la espalda porque ya ni alcanzaba a jalar aire. Hasta la piel se le puso descolorida y húmeda y un día comiendo empezó a tener otra vez esa falta de aire que no se le quitaba ni con agua ni con nada. El pobrecito nada más tosía sangre y se sobaba el pecho y en una de esas al desmayarse se empezó a enfriar. Yo más o menos me figuro qué perro habrá sido porque ahí en la pulcata siempre están echados los mismos del pueblo. No, ni quiero pensar qué le haría al perro, la neta. Él ahorita ha de sentirse igual de abandonado que yo, igual de muerto de hambre y de sin dueño.

Yaritza Belén Arteaga Islas
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