Ya no queda señuelo que indique su reposo. Sobran hojas caídas en nuestro calendario desde aquel otro octubre, pero aún lo encontraría allá donde el barranco que se abre al pino gordo, bajo las viejas zarzas que se garzan repletas de endrinas y villomas, bailadas por los soplos de los crudos otoños, caracoles de quintos que anuncian su partida, y presagian llegada de los próximos hielos.
Sabedor de su gracia burlando espanamientos, sobrevive asomado al balcón del recuerdo meneando su rabo, de la forma que rema todo aquel perro pobre, de diestras a siniestras, de siniestras a diestras, por una y otra vez, soltando entre vaivenes un fugaz latigazo, por si alguna moscarda se atreviera a flanquear sus nobles zonas bajas.
Me placía observarlo zarpeando cucharetas donde el agua remansa, en el abrevadero de la fuente La Peña, mientras que de reojo vigilaba al ganado, por si se distrajera algún borrego joven, o si se rezagara la parda, oveja vieja.
Llegué a pensar por tiempos que el clapir no era un verbo que entonara Zarotes, pues sólo con gemidos y algún gruñido suelto emitía su habla.
Zarotes no era un perro que pudiera decirse brillara en su belleza, era más bien feote, peludo entre lanoso, más negro que la noche, aunque eso sí, con luna, calcetín mancha blanca en su pata derecha con la que removía el café de los charcos, con la que socavaba rascando en viejos cados, metiendo la cabeza tras su hocico chatudo.
Pues no tenía raza o era un poco de todas a la vez que ninguna, más bien un perro borde, como todos del monte. De padre ni se sabe, pero era ya el tercero de la saga Zarotes que habitaron la cambra, aunque de sus ancestros ya no albergo memorias.
Llegué a pensar por tiempos que el clapir no era un verbo que entonara Zarotes, pues sólo con gemidos y algún gruñido suelto emitía su habla. Hasta aquella mañana de camino a la cueva que entechaba al rebaño, siendo aún perro chicuto, cuando detrás de un canto surgió el amigo zorro enfrentando con dientes, al sentir la amenaza de perder al torcazo que esplumaba de almuerzo. Y de pronto Zarotes entonó su ladrido junto a un aullido agudo, y clapía y clapía como nunca había hecho. Tan sólo tuve tiempo de ver el rabo escoboso del raposo huidizo, que corría batido en noble retirada con el pichón en boca, camuflando su trote entre riscos y pinos. Zarotes expresaba su gesto de victoria gimiendo agradecido, saltando entre las plumas que dejó de recuerdo el cazador huido.
El día de tal fecha, Zarotes trasegaba con su guante blanquillo y su morro peludo empujando mi mano. Casi ni me dejaba espolsar agujas secas caídas de los pinos, que ocultaban la vista de codiciada seta, rebollón aún bañado en su caldo amniótico, que lo meció en la cuna del vientre de la tierra, hasta que fue parido aquel amanecer. Acompañaba el ritmo del baile de sus patas, con el gemir de cantos del chucho que venera donde pisa su amo; el mirar imagino alegre y bondadoso, bajo la pelambrera que ocultaba su rostro, y algún que otro gruñido que emitía entre tanto, de lo que en su momento no hice casi ni caso. Juraría sin verlo que hozaba con el morro rebuscando a mi vera, gruñendo amenazante a la seta de cardo, hasta que de repente un gemido angustioso se escapó de su canto, al sentir el mordisco, hiriente picotazo, como un hierro rusiente quemándole en el labio. Sólo segundos antes, pero fue suficiente para librar mi mano de lanzarse a talar el tallo culinario que cegaba mi vista, sin percatarme en nada del guardián que amagado defendía su sombra, escurzón venenoso que entre el hongo y el cardo seguía en pose erecta, al que en acto reflejo, la suela de mi albarca le aplastó la cabeza.
Y gemía y gemía, lagrimando dolor, a la vez que su pata le rascaba el morrillo. En un visto y no visto la punta del hocico se transformó en tomate con ruboroso brillo. Mientras yo le acunaba, Zarotes me miraba con sus ojos vidriosos, visionando mi mente al viajero que aguarda en su última estación, a punto de partir. La navaja de padre se le hincó con destreza en prominente habón, desesperado intento de drenar como fuera la muerte inoculada, mientras yo le estrujaba fuerte contra mi pecho, en inútil esfuerzo de compartir dolor fundiendo corazones.
Poco a poco el pum-pum, percusión de su banda, se fue haciendo más sordo, sus gemidos más leves, y sus tristes luceros se fueron apagando al compás de su cola, como endeble batuta que refrena la orquesta al final del concierto, en un lento vaivén hasta que se paró, llorando un dulce adiós.
Entre flores de mayo, un corro de cagarrias negras como el carbón escoltan a una seta que reina en su blancor, como asomando pata.
Envuelto en un sudario hecho con saco viejo lo devolví a la tierra, bajo esas mismas zarzas que ya parían bayas, junto a la piedra de agua, donde mi padre en tiempos esmeraba la dalla y amolaba segures.
Por señal una cruz que trencé con mis manos, entre dos leños secos y una cuerda jareta, orientada a los cantos, hacia donde los soles que despuntan al alba regalarán las gebras en lento despertar, y al pie de la gran torre, Peñarroya imponente con su manto verdoso trenzado en pino moro, que de forma perenne escoltará el clapir, marcador del raposo de su otro paraíso, parapetando cierzos y ventiscas traidoras que burlan chaparrales.
Después de tantos lustros no adivino el señuelo que muestre su reposo, pero curiosamente, entre flores de mayo, un corro de cagarrias negras como el carbón escoltan a una seta que reina en su blancor, como asomando pata. Y yo me lo imagino entre media sonrisa, meneando su rabo de diestras a siniestras, de siniestras a diestras, por una y otra vez, a mi amigo Zarotes.
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