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Una de las mil y una, por Juan Jesús Amo Ochoa
(de su libro Cuentos masticables de todos los sabores)

martes 21 de septiembre de 2021
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Juan Jesús Amo Ochoa
Juan Jesús Amo Ochoa (Cuenca, España, 1966).

¡En el nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo! ¡En el nombre de Aquel que habló en su nombre, bendito sea por los siglos de los siglos! ¡Prestad atención, pues en verdad que este es un cuento admirable, digno de ser grabado con letras de oro en un libro, para deleite de futuras generaciones!

Cuenta una historia que ya era vieja en tiempos de nuestros abuelos que vivía una vez en Bagdad un hombre llamado Jisán, honrado y por ello tan sumamente pobre que apenas podía mantenerse con lo que ganaba vendiendo agua por las calles de la ciudad. No tenía siquiera un borrico. Él mismo acarreaba una enorme tinaja hasta una fuente situada en un lugar escondido, lejos de la muralla de la ciudad. Allí la llenaba del agua más pura y volvía, temprano, antes de que el sol apretara, para ser el primero en venderla por las calles. Pregonaba su agua con una voz bella y agradable. Como pese a sus andrajos, era un hombre de hermosa presencia, con un rostro igual de brillante que la luna llena, unas pestañas negras y largas como la sombra de las palmeras y una sonrisa dulce, no tardaba en verse rodeado de mujeres que le pagaban su agua con agrado, usándola para preparar sus afeites y cosméticos, pues decían que no había aguador igual entre los que corrían por Bagdad, que vendiese un agua tan cristalina y pura.

Sucedió pues una mañana que Jisán salió temprano de la ciudad y emprendió el camino que le conducía hasta la fuente secreta en la que se abastecía. Recorría cavilando el sendero de regreso cuando le pareció escuchar cómo, entre unos matorrales, una voz se quejaba amargamente, maldiciendo su suerte y pidiendo, por caridad, socorro.

“Cuentos masticables de todos los sabores —para adultos de todas las edades—”, de Juan Jesús Amo Ochoa
Cuentos masticables de todos los sabores —para adultos de todas las edades—, de Juan Jesús Amo Ochoa (2021). Disponible en Amazon

Cuentos masticables de todos los sabores
—para adultos de todas las edades—

Juan Jesús Amo Ochoa
Cuentos
España, 2021
ISBN: 9798505976838
166 páginas

Al acercarse, pudo ver entre la maleza a un anciano que yacía en el suelo, molido, apaleado y al borde de la muerte.

—¡Ay! ¡Por el amor de Dios, aguador, ayuda a este pobre desgraciado! —dijo el hombre al ver a Jisán—. ¡Ayuda a este pobre caminante a quien unos bandidos han reducido a esta mísera condición! ¡Ay, ayúdame, honrado entre los aguadores, pues temo que sin tu ayuda, jamás volveré a ver a mi familia, ni regresaré a mi palacio, ni mis sirvientes volverán a tener noticias de su señor!

Al escuchar estas razones viniendo de un anciano andrajoso, Jisán lo tuvo por loco o trastornado, pero, sin embargo, se acercó a él, llenó un tazón de agua y le dio de beber, usando también cuanta agua fue necesaria para lavar las heridas del hombre y adecentar su aspecto, de manera que apenas le quedó en su cántaro ni una gota para vender en la ciudad.

Viendo esto, Jisán se lamentó para sus adentros, maldiciendo la hora, pensando que tendría que regresar a la fuente y que, tras hacer doble trabajo aquella jornada apenas ganaría para comprar algo de pan, puesto que entraría en la ciudad demasiado tarde para poder hacer negocio. En estos sombríos pensamientos andaba cuando el anciano, recuperando el sentido, le dijo lo siguiente:

—¡Gracias te sean dadas, hijo de nobles padres, por tu generosa ayuda! ¡No maldigas el momento en el que me has encontrado, pues has de saber que yo soy hombre agradecido y sabré recompensar tu ayuda como mereces! ¡Ay, temo que estos bandidos que me han robado mis riquezas me hayan arrebatado también la vida, pues siento que me muero! ¡Y sin embargo, antes de morir quisiera, noble aguador, que me hicieras una promesa, a cambio de la cual te haré partícipe de un secreto que puede cambiar para siempre tu vida!

Intrigado, accedió Jisán a prometer al anciano lo que desease, tratando de calmarle, tras lo cual, el anciano le dijo lo que, a continuación, oiréis:

—¡Escúchame, noble aguador, pues he de contarte una historia que te asombrará!, pero antes has de prometerme que, si muero, pondrás mi cuerpo a salvo de las fieras del desierto e irás a la ciudad de Basora, donde avisarás a mi familia para que me dé sepultura digna y transmitirás mi bendición al mayor de mis hijos, Jamal, a quien quiero por encima de todas las cosas de este mundo salvo a Dios…

Jisán trató de calmar las funestas palabras del anciano, pero éste, agitado, prosiguió de la siguiente forma:

—Has de saber, ¡oh, aguador de rostro como la luna!, que mi nombre es Kamal y que nací en Mosul, hijo de hijos de pastores. Nada tenía mi familia por lo que, ya desde muy niño, no supe de juegos y otras ternezas de la infancia, sino que, desde el amanecer hasta la caída de la noche, trabajé como las bestias al servicio de cuantos amos quisieron contratarme para así poder aportar un mendrugo de pan a mi pobre padre y a mis doce hermanos pequeños. Te cuento esto para que no pienses que mi dicha posterior pudo ser inmerecida en forma alguna, sino que Dios, en su infinita misericordia, tuvo a bien recompensar una larga vida de privaciones y esfuerzos en la forma en que ahora verás.

Un buen día, cuando trabajaba para un leñador, me encontraba en un bosque espeso pues mi amo me había enviado hacia el pueblo con una carga de ramas, cuando me pareció escuchar una voz de mujer que pedía auxilio. Intrigado, miré en torno mío dando vueltas hasta que descubrí, oculto en una maraña de zarzas, el brocal de un antiguo pozo. Me acerqué comprobando que la voz que tan lastimeramente pedía ayuda procedía de sus profundidades. Esto es lo que me dijo:

—¡Oh, leñador de profunda misericordia (sólo la misericordia de Dios es más grande)! ¡Escucha mi súplica y apiádate de mí! Estoy aquí en el pozo cautiva de un poderoso efrit que me raptó y me hizo su esposa hace ya diez años. Languidezco de añoranza por mi familia, pero mi esposo es muy celoso y no me permite visitarles, sino que me encierra en este pozo cada vez que viaja por el mundo para atender sus asuntos de efrit. ¡Oh leñador cuya compasión iguala a la de los ángeles del paraíso! Arrójame por ventura una cuerda o escala y ayúdame a salir de esta prisión en la que me consumo.

—Escucho y obedezco —respondí. Y desatando el haz de ramas que llevaba, me hice con una cuerda que descolgué por el brocal. Y de esa forma ¡oh, aguador! Hice subir a una muchacha cuya piel era como el alabastro y sus ojos como el mar en una noche profunda y sin estrellas, de muslos como playas cálidas, que me dijo:

—Has hecho bien, leñador, al ayudarme, pues soy agradecida. Te miro y te encuentro bello y agraciado. Quiero yacer contigo para desquitarme del celoso efrit que es mi marido a quien Eblís, su califa, condene a la más profunda mazmorra del infierno. Si me encuentras deseable, abrázame, que no te arrepentirás, pues cuando terminemos nuestras efusiones he de revelarte un secreto que hará tu fortuna.

—Es cierto que te encuentro deseable —respondí—. Pero tendrás que enseñarme lo que he de hacer pues soy un hombre pobre y virgen y nunca he yacido con mujer alguna y temo obrar con torpeza.

—¡Demos humildemente gracias a Dios Misericordioso por estos pequeños favores! —respondió la mujer—. ¡Joven, agraciado y virgen! ¡Sin duda quiere Dios recompensarme por tantos años de padecimiento y penuria!

De modo que se desnudó cual su madre la trajo al mundo e hizo lo propio conmigo y allí mismo, en la floresta, me enseñó cuanto es dado a un hombre darle a una mujer y cuanto a una mujer es dado darle a un hombre. Y si has conocido esos placeres, ¡oh, aguador!, sabrás de lo que te estoy hablando. Y si no, no entenderás lo que te digo pero ¡ojalá Dios ponga pronto remedio a tu ignorancia y te de ocasión de probar esas delicias, antesala del paraíso en la tierra!

Muskajfar deberá ponerse a tu servicio y te concederá lo que desees. Podrás pedirle un deseo cada noche.

Más tarde, cuando yacíamos juntos sobre la fragante hierba, me dijo:

—Hora es, leñador, de mostrarte mi agradecimiento. Voy a revelarte un secreto que puede ser la fuente de tu fortuna. Presta atención: mi marido es un poderoso efrit que se llama Muskajfar. Es un efrit de carácter horrible y pendenciero, alto como una montaña y con una gran barba negra que le da un aspecto terrible, junto con sus espesas cejas oscuras. Recorre el mundo a las órdenes de su califa Eblís haciendo maldades y fechorías. Pero te diré que por sus quejas averigüé un día que, merced a su naturaleza de efrit, está obligado a visitar cada noche un palacio abandonado que se encuentra a muy poca distancia de aquí. Y también se su maldición le obliga a ponerse al servicio de aquella persona que se atreva a pasar la noche solo en el palacio. Para eludir esta ingrata tarea, Muskajfar ha llenado el recinto de ilusiones terroríficas y de imágenes horrendas que pueden hacer que pierda el valor el hombre más osado. Pero sé, porque él me lo ha dicho (se le suelta la lengua cuando le acaricio la espalda en su lecho) que las tales ilusiones son inofensivas y nada pueden dañar a la gente. De modo que, si logras pasar la noche en el palacio, Muskajfar deberá ponerse a tu servicio y te concederá lo que desees. Podrás pedirle un deseo cada noche. Pero ¡se cauto, hermoso leñador! Porque Muskajfar odia el tener que servir a ningún hijo de Adán de modo que subvertirá tu deseo procurando que se vuelva contra ti de tal forma que pienses que tu deseo es una maldición y te ocasionará desgracia o algo peor.

—¿Y cómo, desventurada mujer, podría hacer mi fortuna semejante secreto? —le dije—. Todo cuanto dices me convence de que nada debo hacer más urgente que alejarme cuanto mis piernas puedan de semejante lugar. Y, ahora que he yacido contigo, pienso que si el tal Muskajfar me encuentra, sin duda me matará o alguna cosa peor que le dictará su naturaleza efrit.

—No seas tonto, mi adorado leñador —me dijo—. Todo cuanto has de hacer es pasar allí la noche y pensar juiciosamente el deseo que necesites y luego despedirle con tu siguiente deseo. De esta manera, conseguirás fortuna y vivir en paz.

Con estas y otras mil razones y zalemas me convenció. Así que partimos al amparo del día deseando poner cuanta más distancia mejor entre nosotros y el celoso y terrible Muskajfar. Viajamos a pie durante dos días y dos noches, sin padecer ni hambre ni sed y deleitándonos en el amor con cada caída del sol, hasta que por fin llegamos a las puertas de un enorme palacio edificado junto a un río. Estaba rodeado de amenos jardines salpicados con fuentecillas silenciosas. Tenía muros blancos con ventanas inaccesibles y grandes torres de tejados picudos, pero no se veía en torno suyo señal alguna de vida. Ni siquiera se escuchaba el canto de los pajarillos entre los árboles.

—Aquí es, leñador —me dijo mi hermosa acompañante—. Tan sólo has de pasar la noche y Muskajfar tendrá que ponerse a tu servicio y concederte cuanta cosa anheles o desees. Como ya te he dicho, será tu fortuna si eres cabal y juicioso.

Sin más palabras se dio la vuelta y me dejó solo ante la puerta de aquel palacio encantado. Muerto de miedo, crucé el umbral y me encontré en un lugar muy agradable, aunque abandonado. Los arcos del zaguán daban paso a un patio interior lleno de naranjos y con profusión de estanques y albercas. Paredes y techos estaban adornados con filigranas de extraordinaria hermosura, doradas y con innumerables piedras preciosas y esmaltes de indudable valor. Boquiabierto, contemplé todas aquellas maravillas olvidado del tiempo hasta que, de pronto, me di cuenta de que estaba cayendo la noche. Busqué un lugar cómodo donde pasarla y así encontré un dormitorio preparado con una cama con dosel y blandos almohadones de plumón y, allí mismo, me quedé dormido.

No sé cuánto tiempo después me despertó de pronto un aullido que ponía los pelos de punta. Sobresaltado, me incorporé en la cama en el instante en que una vieja horrible, desnuda como un cuervo, entró en la habitación profiriendo alaridos. Sus uñas eran largas y negras como las de un pollo y su boca era un agujero negro en mitad de la telaraña de arrugas pálidas que era su rostro. Hizo ademán de saltar sobre mí, como si quisiese saltarme los ojos. No me cabía el alma en el cuerpo y un sudor frío me invadía cuando me acordé de las palabras de mi hermosa amiga y no me moví, porque la imagen nada podría hacerme.

Y así sucedió. Al ver que no salía corriendo con el rabo entre las piernas, la vieja se detuvo, sonrió con picardía, me ofreció sus pechos marchitos con un seductor contoneo de caderas y un gesto burlón y se desvaneció en el aire.

Volví a dormirme, mucho más calmado, para ser despertado al cabo de un rato por un horroroso cadáver descompuesto que se balanceaba de un lado a otro de la cámara, sonriendo con su boca hedionda y haciendo visajes aterradores con los ojos.

—¡Vuelve al mundo oscuro del que saliste, oh cadáver inquieto, pues de nada han de servir tus gestos y cucamonas! ¡Estoy decidido a pasar la noche en esta cama y ni tú ni ningún demonio oscuro de las fauces del infierno podrá disuadirme de mi propósito! —le grité, envalentonado.

A pesar de mi dolor, empecé a temblar de miedo porque, si mi amiga no había mentido, ahora aparecería el terrible Muskajfar, iracundo.

Nunca lo hubiera dicho, pues al punto, una nube de pequeños demonios alados, de agudos dientes y armados con pequeñas lanzas surgieron no sé de dónde y, volando a mi alrededor, me arrancaron las ropas y me dieron tal cantidad de palos y con tantas ganas que al poco tiempo, yo no era más que un puro verdugón dolorido.

—¡Ay, desagradecida, ay mentirosa mujer! ¡Necio de mí que fie de tus palabras falaces! ¿Que no podían dañar, dices? ¿Que sólo eran sombras e ilusiones sin sentido? ¡Pues bien que siento en mis costillas sus palos y pinchazos! —grité—. ¡Dejadme en paz, pequeños monstruos!

Pero las criaturas no me hicieron ningún caso, sino que siguieron dándome tormento hasta que las primeras luces del amanecer brillaron sobre las torres del palacio. Entonces se fueron riendo burlonamente y dejándome casi muerto sobre la cama.

A pesar de mi dolor, empecé a temblar de miedo porque, si mi amiga no había mentido, ahora aparecería el terrible Muskajfar, iracundo. Seguro de que sabría que había sido yo el que había ayudado a escapar a su esposa, sentí que un sudor frío me cubría las carnes, por lo que decidí esconderme bajo la cama. Dicho y hecho, estaba por meterme bajo ella, desnudo como un pez, cuando escuché una voz tronante que decía lo siguiente:

—¡Por Eblís, mi amo y señor, Hacedor de prodigios y Poderoso Guerrero! ¡He visto maravillas en mi larga vida de efrit, pero nunca creí posible una cosa como esta! ¿Quién podría imaginar que el héroe capaz de dormir una noche entera en mi palacio encantado tendría esa cara de culo blanquecino que asoma bajo la cama?

Avergonzado, respondí lo que oirás:

—¡No te burles, poderoso Muskajfar, del que ahora es tu señor y puede disponer de ti a su capricho! Pues si tan sólo ves mi culo es porque no deseo humillarte o aterrorizarte con la majestad de mi rostro.

—¡Oh, amo! —respondió el efrit—. Perdona la descortesía de este tu siervo y atiende: si en verdad tu rostro es tan hermoso como tu culo has de ser un muchacho de belleza inigualable, pues nunca había visto nalgas tan firmes, suaves y prietas como dos piedras de mármol cinceladas por la constante corriente de un río. Siento que te quiero y estoy tentado a favorecerte. Sal de bajo la cama y permite que te cuente un secreto que podrá hacer tu fortuna, más aún que mis servicios.

Temblando aún de miedo, salí de bajo la cama y me mostré ante el terrible Muskajfar. El efrit era alto como una torre. Su barba negra como una nube de tormenta y sus cejas se extendían, picudas, como montañas pardas. Su voz sonaba como piedras que caen desde lo alto de los montes. Aun así, tan pronto como me vio, dio muestras de gran deleite y admiración, palmoteando como un niño pequeño. Me hizo sentar a su lado manoseándome con alborozo y haciéndome mil carantoñas. Entonces entendí porqué había tenido tan abandonada a su pobre esposa.

—Has de saber ¡oh, hermoso joven de rostro como la luna!, que por una antigua maldición a la que los efrits no tenemos poder para oponernos, quedé atrapado en este palacio hace mil años. Y sólo pude liberarme en parte prometiendo que regresaría a él cada amanecer y que concedería, a quien hubiese sido capaz de dormir en él, un deseo cada noche durante el resto de su vida.

Pero esta promesa sólo es buena en apariencia, puesto que los deseos que concedo tienen la maldición de torcerse y salir mal, de forma que, si pides un tesoro, casi seguro alguien te asesinará para robártelo, o si pides un palacio, morirás atrapado en tu habitación cuando se incendie. Ni yo mismo sé de qué forma se torcerán los deseos que concedo para volverse contra el amo que me los pidió. Pero, si escuchas atentamente, podrás salir con bien de esta empresa y vivir una vida larga y feliz.

—Verás —me dijo—. Yo no puedo evitar que pidas un deseo cada noche mientras seas mi amo y señor. Y si lo haces, lo que te suceda será bajo tu responsabilidad pues has escuchado mi advertencia: ¡oye bien!: si, al pedir tu primer deseo, lo haces en el nombre de Dios el Grande, el Misericordioso, ese primer deseo no se volverá contra ti, te lo prometo. Pero sólo ese. Los restantes que pidas lo harás bajo tu propio riesgo y de sus consecuencias no podrás pedirme que te rinda cuentas.

De modo que me quedé en suspenso, cavilando las palabras del efrit, durante muchas horas, hasta que al fin, se me ocurrió el tipo de deseo que querría. Le di vueltas y vueltas mirando bien que no pudiera torcerse contra mí, pese a lo dicho por el efrit y al cabo dije lo siguiente:

—¡Oh, poderoso efrit, en el nombre de Dios el Grande, el Misericordioso, escucha mi primer deseo: Deseo vivir en este palacio, con las riquezas que contiene, casado con la que fue tu esposa que ya no te quiere y a la que amo con todas mis fuerzas. ¡Si tú me concedes este deseo, en verdad que nunca te pediré ninguna otra cosa!

—Escucho y obedezco —respondió Muskajfar, pero yo vi una sombra oscura cruzar sus ojos—. Espero que hayas sido juicioso al pedir tu deseo. Nadima, mi esposa, es una hermosa mujer a la que he querido y lamento no haber sabido ser un marido adecuado para ella. Por otra parte, seré feliz si ella es dichosa.

Organicé una caravana para dirigirme hacia ellos y traerlos a vivir conmigo para compartir mi dicha.

Estas palabras me convencieron de que, pese a su terrible aspecto, Muskajfar era en realidad un efrit de buenas inclinaciones, echado a perder tal vez por su naturaleza de efrit y por el califa al que servía, Eblís, el Malo.

¡Ay, noble aguador, siento que mi tiempo se acaba! Te diré ahora que pasaron largos años de felicidad junto a Nadima en el hermoso palacio, y junto a los hijos y nietos que han sido fruto de mis ingles. Hasta que un día desventurado tuve noticias de que mi padre y mis hermanos, a los que había olvidado, andaban buscándome por toda la tierra. De modo que organicé una caravana para dirigirme hacia ellos y traerlos a vivir conmigo para compartir mi dicha. Pero, temeroso de un viaje tan largo, pensé en pedir ayuda a Muskajfar y, rompiendo mi promesa por el ansia de reencontrarme con los míos, le pedí un caballo que jamás se agotara y que nunca me dejase abandonado a mi merced y que siempre pudiese encontrar el camino a casa. Dicho y hecho, tan pronto como lo hube pedido sonó un relincho y tuve ante mí al más esplendido caballo que los árabes hayan criado jamás. De patas finas y gráciles, pecho poderoso, ollares vibrantes y crines suaves como la seda, Otmán, pues tal nombre le puse, era el más hermoso caballo del mundo.

Así pertrechada la caravana, partí en busca de mi padre y de mis doce hermanos menores. Yo iba montado sobre Otmán, inconsciente de mi temeridad, pues tan pronto como nos hubimos internado entre las montañas que rodeaban el palacio, lejos de cualquier poblado, los bandidos de las montañas se fijaron en la noble estampa del caballo y nos asaltaron. Dieron muerte a todos cuantos me acompañaban para robarnos y, viendo que Otmán se empeñaba en permanecer junto a mí, me molieron a palos y mataron al fiel animal, dejándome malherido, abandonado y a merced de las fieras del monte. Así he permanecido varios días, arrastrándome al límite de mis fuerzas, hasta que tú, noble aguador, has acudido en mi socorro. Para mi desgracia, mi deseo se ha vuelto en mi contra, como ves. Mi palacio quedará abandonado; Nadima, viuda, y mis hijos y nietos perdidos. Esa es mi historia, aguador. Saca provecho de ella en agradecimiento a tu ayuda y no dejes de cumplir tu promesa. Yo, por mi parte, he de partir a las mansiones de Dios el Misericordioso.

Y diciendo esto expiró.

Jisán se quedó perplejo.

—He de cumplir la promesa que le he hecho a este buen anciano —se dijo. De manera que obró como había prometido.

Con todo respeto, envolvió el cuerpo del anciano Kamal en sus propias ropas, y le dio sepultura, tomando buena nota del lugar en el que lo enterraba. Después, sin más demora, recogió sus pocas pertenencias y partió hacia Basora, para cumplir la última voluntad del desventurado anciano.

Tan pronto llegó a Basora, comenzó a indagar por todas partes buscando a quien pudiese darle señal alguna sobre el paradero de Jamal, el primogénito, de la hermosa Nadima y del misterioso palacio. Pero no encontró a nadie capaz de darle indicación. Así pasaron los días y Jisán se sintió cada vez más pobre y miserable, maldiciendo su suerte. Una noche, acurrucado junto a unos montones de basura a falta de otro lugar más adecuado en que dormir y muerto de hambre, se lamentaba con grandes suspiros cuando acertó a pasar por ahí una vieja bruja que le dijo lo siguiente:

—¿Cómo es que te quejas de tal forma? ¿No eres acaso joven, bien parecido y sano? ¿Es que acaso tu suerte no es más envidiable que la mía? ¡Mírame! ¡Soy pobre, vieja, fea y mujer! ¿Y acaso me ves lloriquear y quejarme de tal forma?

—Calla, anciana —respondió Jisán—. Me quejo porque estoy atado a una promesa que no puedo cumplir y no me permito establecerme ni mejorar mi suerte hasta que la cumpla. Pero nadie me da noticias del paradero de Jamal, ni de la viuda Nadima, ni del palacio misterioso y así ¿cuándo seré libre de mi promesa? ¿No me atormentará el espíritu de Kamal al ver que no soy un hombre cumplidor?

—Pues si esa es tu pena, joven desventurado, agradece a Dios el Clemente el haberme puesto en tu camino. Pues oye bien: yo soy Fatiha, y durante muchos años he servido como cocinera en casa del noble Kamal, que tiene una esposa llamada Nadima y un hijo mayor llamado Jamal. Pero escucha mi historia, que es extraña y merecería ser escrita en letras de oro para ejemplo de nuestros descendientes:

Nunca ha habido mejor amo que Kamal, ni mejor dueña que Nadima, a los que he servido dichosa. Pero un buen día, Kamal tuvo noticias de su familia y partió a buscarla. Nadima quedó llorosa y llena de pensamientos funestos que resultaron ¡ay desdicha sin nombre! ser ciertos. Pues de Kamal nada hemos vuelto a saber y una noche, cuando descansábamos, se escuchó un crujido terrible y un efrit alto como una torre apareció ante nosotras y nos expulsó del palacio que había sido nuestro hogar diciendo que su legítimo dueño había muerto. Desde entonces Nadima vive en una pobre choza junto al río. Yo la cuido y la alimento con lo poco que puedo conseguir pidiendo por caridad por las calles. Y de Jamal, que también partió en busca de su padre, nada hemos sabido. Me temo que la Desnarigada le haya arrebatado de nuestro lado para siempre.

Bien sabía yo que mi pobre leñador había sido arrebatado por la Muerte impía. ¡Ya nunca volveré a ver sus ojos inocentes de paloma!

—¿Son ciertas tus palabras, Fatiha? —respondió Jisán—. Te lo ruego, condúceme rápido junto a Nadima, para que pueda cumplir la voluntad de Kamal y te prometo que, si la suerte me es favorable, nunca más pasarás penurias ni calamidades.

Entonces la vieja Fatiha condujo a Jisán a través de las callejas oscuras hasta una choza miserable que se inclinaba sobre la orilla del río. Allí le hizo entrar y así fue como Jisán conoció a Nadima y la encontró hermosa, pese a su pobreza y calamitoso estado. Se inclinó de rodillas ante ella y después de estas zalemas pasó a contarle lo acontecido con el anciano Kamal.

—¡Desventurada de mí! —lloró Nadima—. Bien sabía yo que mi pobre leñador había sido arrebatado por la Muerte impía. ¡Ya nunca volveré a ver sus ojos inocentes de paloma! ¡Ni a sentir sus brazos en torno a mi cintura! ¡Cumplida venganza ha tomado Muskajfar, efrit maldito!

—No llores, hermosa Nadima —dijo Jisán—. Pues sucede que, en agradecimiento por la ayuda que le presté ¡ay de mí, demasiado tarde!, el noble Kamal me reveló el secreto de vuestro palacio. Y me dispongo a pasar en él la noche y así a hacer mía la voluntad de Muskajfar. Y, si me ayudas, te prometo que nunca volverás a pasar penalidades, pues te encuentro hermosa y siento que, desde que te veo, mi corazón salta en deseos de tenerte a mi lado y de hacer tu felicidad.

—¡Ay, no me pidas eso! —dijo Nadima—. Pues sé bien que el palacio está maldito y que nada sale de él que no sea dolor y sufrimiento.

Pero Jisán, decidido, insistió y, al cabo de mil razones, terminó convenciéndola para que le guiase hasta el palacio, determinado a pasar allí la noche.

Así que Jisán permaneció aquella noche en la cabaña de la hermosa Nadima y no os diré nada más acerca de lo que hicieron en la oscuridad, pues sólo Dios el Grande lo conoce, aunque estoy seguro de que lo hicieron con entusiasmo y sumamente felices.

A la caída de la tarde del día siguiente, Nadima acompañó a Jisán hasta el palacio, que se erguía junto a la orilla del río, silencioso y abandonado, brillante y lleno de riquezas. La hermosa mujer no pudo contener las lágrimas al recordar su dicha pasada y con un suspiro, le dijo a Jisán:

—¡Ay de mí, que mi corazón se estremece de añoranza mezclada con angustia! ¡Días felices que pasé entre estas paredes perdidos para siempre! Tengo el temor de que si entras ahí, Muskjafar te hará perderte con sus maldiciones. ¡Ay de mí, perderte apenas te he conocido! ¡No sé si mi corazón podrá soportar tanta desgracia!

—Ten fe en Dios, el Magnánimo, el Misericordioso y aguarda —respondió Jisán.

Entró, pues, en el palacio, y tras cruzar los arcos del zaguán encontró el patio lleno de naranjos, con sus fuentes y sus estanques llenos de pececillos dorados. Atravesó innumerables salones cuajados de mármol, ónice, lapislázuli, esmaltes y piedras preciosas. Se deleitó con los techos cubiertos de filigranas de oro sin encontrar defecto alguno. Se dio cuenta entonces de que la noche estaba cayendo, así que buscó un lugar donde pasarla. Al cabo, llegó a un dormitorio con una enorme cama con dosel, almohadones de plumas y sábanas de la más fina de las sedas. Como el lugar le agradó, se quedó allí a dormir.

Cuando era noche cerrada y llevaba durmiendo un buen rato, un aullido estremecedor le despertó. La vieja desnuda entró en su habitación ululando como una bestia moribunda.

Pero Jisán no tuvo miedo, sino que dijo lo siguiente:

—¡Buenas noches, anciana tía! ¿Gritas porque tienes frío y no puedes dormir? ¡Ven acá, cúbrete con mi manta y comparte mi lecho, que así entrarás en calor!

Y eso fue lo que la bruja hizo. Sonriendo con su boca desdentada y negra, levantó la sábana de la cama y se acurrucó a lado de Jisán, fría como la nieve. Perplejo por su situación, Jisán se entretuvo cavilando hasta que de nuevo fue vencido por el sueño. Algo más tarde aquella noche, una serie de lamentos horrorosos se dejaron escuchar y Jisán se despertó de nuevo para encontrarse con que un cadáver descompuesto se tambaleaba por la habitación en dirección a su lecho.

—Vamos a ser demasiados en esta cama —pensó. Pero, mientras resolvía qué cosa hacer, la bruja se levantó con un gruñido que ponía los pelos de punta, agarró al cadáver por los hombros, levantó unas losas de piedra del suelo y lo enterró en menos que se tarda en contarlo. Sucia de tierra y con las uñas negras, regresó a la cama junto a Jisán y, abrazándolo por detrás, se quedó dormida con estruendosos ronquidos.

De pronto, la bruja se levantó de la cama, desnuda como estaba, y empezó a dar grandes saltos atrapando demonios con las manos.

El pobre Jisán, maravillado por lo extraño de los sucesos de aquella noche, se guardó bien de decir palabra alguna. Pero, como los ronquidos no le dejaban dormir, permaneció despierto en la oscuridad.

Poco antes del amanecer, sin embargo, la habitación se llenó de pronto de una turba de demonios voladores, armados con lanzas y dientecillos afilados, cada uno de ellos del tamaño de una paloma, con grandes alas de murciélago. Comenzaron a dar vueltas en torno a la cama haciendo raros visajes con el rostro y amenazando a Jisán con sus lanzas. De pronto, la bruja se levantó de la cama, desnuda como estaba, y empezó a dar grandes saltos atrapando demonios con las manos. Cada vez que cogía uno, lo partía en dos como si fuera un pan y se lo comía con horribles movimientos de su boca desdentada. El jugo de los demonios le chorreaba por la barbilla y le salpicaba por entre los senos y la barriga, que se iba poniendo enorme a causa de la gran cantidad de demonios devorados.

Cuando por fin no quedó ninguno, la anciana bruja miró en torno suyo con aire satisfecho y, de pronto, se inclinó sobre Jisán y dándole un sonoro beso en los labios, le dijo:

—Gracias, noble aguador valiente de rostro hermoso como la luna llena, por una noche inolvidable.

Después, simplemente, se desvaneció en el aire.

Maravillado, Jisán no acertó a decir palabra o a hacer movimiento alguno, sino que se quedó tendido en el lecho, más muerto que vivo del asombro, hasta que los primeros rayos del sol despuntaron sobre la terraza de la alcoba.

Se escuchó entonces un crujido terrorífico y una sombra enorme oscureció el sol. Unos pasos pesados retumbaron y apareció el terrible Muskajfar.

Era alto como una torre y tenía unas barbas como nubes de tormenta y unas cejas picudas, pardas y malignas.

Jisán escuchó entonces una voz como piedras que caen que decía lo siguiente:

—¡Por Eblís, mi amo y señor, Hacedor de prodigios y Poderoso Guerrero! ¡He visto maravillas en mi larga vida de efrit, pero nunca creí una cosa como ésta! ¿Quién podría imaginar que conocería al héroe capaz de dormir una noche entera en mi palacio encantado y que tendría esa cara de pasmo que asoma entre mis sábanas?

—¡No te burles, poderoso Muskajfar! ¡Pues en verdad eres grande, pero Dios es mucho más grande que tú! ¡Y actúa por senderos tortuosos! ¡Agradece que me haya colocado a mí en tu camino, un amo bueno y amable, que no a otro estúpido y brutal! ¡Pues he aquí que conozco tu secreto y sé que estás obligado a servirme y a concederme lo que desee, a mayor gloria de Dios!

—¡Oh, amo!, ¡Perdona la insolencia de este tu siervo! ¡Escucho y obedezco!

Pero Muskajfar no añadió nada más y por ello, Jisán tuvo por cierto que su rostro no era del agrado del efrit y que nada habría de hacer éste para favorecerle.

—¡He de ser sabio y meditar mi deseo para que no se vuelva contra mí! —pensó—. Pues este efrit no desea mi bien.

De modo que caviló y caviló, buscando lo que en realidad deseaba y la mejor forma de que su deseo no se volviera contra él.

Pero era un hombre sencillo y sabio, de modo que al cabo, llamó a Muskajfar y ahora oiréis cuál fue el deseo que pidió:

—¡Oh, poderoso efrit, en el nombre de Dios el Grande, el Misericordioso, escucha mi deseo! —dijo—. Deseo que permitas que, por un día, disfrute con mi juventud, salud y alegría, con la de la mujer a quien amo, con mis familiares y amigos, de este palacio y de cuantas maravillas y riquezas contiene.

Quedó silencioso el efrit unos instantes mientras cavilaba sobre el extraño deseo que le había pedido el aguador. Mas, al cabo, no encontrándolo mal, respondió:

—Escucho y obedezco.

Y así, Jisán y Nadima pasaron aquel día en el maravilloso palacio, gozando de la comida, de la bebida, de las caricias del amor, de las muchas riquezas que allí había. Dispusieron habitaciones para sus amigos y visitantes, camas para Jamal y otros descendientes del anciano Kamal, y todos fueron muy dichosos.

Y así pasó otro día. Y a la alborada siguiente, se volvió a repetir la extraña escena.

Pero el día pasó y llegó el alba de un nuevo día. Y Muskajfar volvió a aparecer ante Jisán y le preguntó si deseaba alguna otra cosa.

Y Jisán respondió lo que oiréis:

—¡Oh, poderoso efrit, en el nombre de Dios el Grande, el Misericordioso, escucha mi deseo! —dijo—. Deseo que permitas que disfrute con mi juventud, salud y alegría, con la de la mujer a quien amo, con mis familiares y amigos, de este palacio y de cuantas maravillas y riquezas contiene, otro día más.

—Escucho y obedezco —respondió el efrit.

Y así pasó otro día. Y a la alborada siguiente, se volvió a repetir la extraña escena. Y al día siguiente de nuevo.

Cada día, el efrit pregunta a Jisán por su deseo y éste, humildemente, sólo pide un día más para disfrutar del amor, de la riqueza, de la salud y de la vida.

Y así han pasado más de mil años.

 

En verdad que esta es una historia asombrosa, por lo cierta. La horrible Desnarigada pasa por el palacio, pero no toca a ninguno de sus habitantes, esperando su ocasión un día más. Y así viene pasando el tiempo. Muchos en la región de Basora conocen en persona a Jisán, y saben que su puerta está abierta a sus amigos y que nadie cerca de él pasa penalidades o miserias, pues su misericordia y piedad son grandes, aunque sólo la misericordia de Dios es más grande.

Juan Jesús Amo Ochoa
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