“¿Qué es eso que corre en la lluvia?”
Jeroh Montilla
Amanecimos enlodados por dentro. De las colinas bajaron horas lentas y sonoras. El llover derramó los alrededores: ni el apartado corral, ni el enrevesado vivero, ni el patio, nada podía evitar ni prepararse para lo que cae con los aguaceros. Mamá Lusmar se puso a desahogar la casa, a sacar la lluvia. Mamá Luisa también pero atrás. Nadie decía nada, el zinc hablaba lo necesario y sin parar. El chubasco establecido. Desde la puerta frontal hasta la trasera era una línea recta. Las dos colocaron baldes para sostener las filtraciones. ¿Y mi papá?, pregunté. Salió, ya viene, dijo mamá Luisa. Qué hace. Ya debe venir. No me dijeron qué hacía papá entre tanto gris. Ese ya viene, dijo mamá Luisa. El suelo frío (o húmedo). El eco de las palabras, los rostros, lo opaco distante mojándose todo. Ven acá, escuché; voy, voy. ¿Vas a desayunar?, dijo mamá Luisa. Voy a esperar, contesté. Cerró la ventana.
La lluvia irrumpía. Siempre parece que viniera de otro lado. Mamá Lusmar no dejaba de moverse para allá y más allá. Sólo me echó la bendición y siguió en eso. Era como si estuviese luchando desde horas antes. Mamá Luisa empezó a cocinar… Qué hace mi papá. Salió temprano, hijo. Ya debe estar por venir, te voy a hacer el desayuno y te lo guardo. Está bien, mamá. Fui a la puerta delantera. Noté que afuera la lluvia es menos violenta; si cae en la tierra el barro se desliza lloviéndose. El círculo lluvioso no deja de hacerse. Indetenible, yéndose de vuelta hacia sí misma. Me devolví a la mesa. Mamá no podía ver el frente. La ventana de la cocina empañada. Me senté. Vi un agujero pequeño en la pared. El hueco, la falda filtrada de la casa, el respiradero inútil.
—Mamá, hay un bicho ahí —dije señalando una parte del piso.
—¿Dónde? —preguntó con alarma.
Se lo mostré. Parecía muerto, bocarriba. ¿Lo ves?… Espérate, mamá, no lo mates. Lo volteé. No reaccionó.
—Sácalo de aquí —dijo mamá asqueada.
Nunca había sentido la lluvia sin techo pura y directa.
Puso cara de repulsión porque lo agarré con la mano. Caminé al patio. Mamá Lusmar no andaba por ahí. Dejé al insecto navegar en la caótica suerte de un río fugaz que se llovía largo y sucio barranco abajo. Lo hice sin saber. Vainas de carajito. Yo tenía las cholas viscosas. Cuando regresé a la cocina mamá Luisa estaba rallando el queso en el mesón. Al sentarme me percaté. Había un rumor que se colaba dentro del acostumbrado martilleo del zinc mojado. Era el carro. Papá lo paró frente a la casa. No lo apagó. Lo dejó con las luces prendidas. Me echó la bendición y le contó a mamá Luisa:
—No la encuentro. Esta madrugada me despertó. Cuando salí al patio vi que tenía algo, se movía de lado a lado nerviosa. Me acerqué y empezó a correr sin ladrar. Lo que hacía era darle vueltas a la casa. Serían como las tres de la mañana. No sé. Más o menos. Lo cierto es que no dejaba de dar vueltas. Yo creo que el clima la pone así. Y eso que no había empezado a llover.
Papá se fue al patio y empezó a buscarla. A Luna. Me dijo que lo ayudara. Cada uno de los elementos tuvieron un peso que no tenían. La lluvia y la brisa eran diferentes. Ahora tomaban otros colores. No sé dónde andaba mi mamá Lusmar. Papá se puso a silbar y pensé en qué tanto se diferenciaría ese sonido de los demás. O sea, Luna era muy cachorra. No creo que pudiese reconocer el chiflido de papá. Además, había pasado tiempo. Si fue de miedo que huyó ya debía estar lejos. Yo salí con él. Detrás de él. Nunca había sentido la lluvia sin techo pura y directa. Corrí sin saber muy bien cómo buscar. Yo grité su nombre y papá seguía silbando. Él por su lado, yo por el mío. Vi a mamá Luisa que se asomó por la puerta trasera. Al voltearme vi la distancia, vi a papá, vi el barro, recordé el insecto y recordé a Luna. Era demasiado y no escampaba.
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