XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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Medidas de seguridad

sábado 4 de diciembre de 2021

Llegamos y Julia se bajó del carro con premura. Me dirigí al sótano del automercado y vi que, como una serpiente, enrollada y deforme, la fila se confundía entre pilares y sombras del estacionamiento subterráneo. Supe que no tardaría en ver a Julia bajar hasta acá; al hallar un puesto, me cercioré de mi protocolo (guantes, alcohol, cubrebocas) y cerré las puertas. Agrandé la cola del monstruo rumoroso, y Julia me alcanzó:

—¿Será que nos vamos? Hay mucha gente —me dijo.

—No, igualito hay que volver. Esta cola es rápida.

Unos empleados del mercado pidieron un momento de silencio y volvimos nuestras cabezas hacia ellos. Explicaron (entendí a través de su hablar acartonado) que debíamos mantener una distancia prudente, y que quien no tuviese cubrebocas no podría entrar. Los empleados distribuyeron guantes plásticos desechables y alcohol, de forma que cuando nos tocó a Julia y a mí, que ya traíamos guantes, asumieron nuestra complicidad y continuaron con los siguientes. En el tiempo que duró su mensaje, la fila se estiró, y al culminar, volvió por inercia a su sitio original como un acordeón. Julia me dijo que, una vez dentro, mientras ella escogía yo hiciera la cola para pagar; me pareció una buena estrategia. Dejan pasar por lotes de quince. Intentar que tanta gente se quede quieta es inútil; si nos dicen que nos separemos, nos pegamos por un impulso que parece sobrenatural, pero, si es al revés, si nos dicen que, por favor, manténganse unidos, buscaremos y hasta inventaremos razones para alejarnos. Sin embargo, la novedad es el amor a empujones, de lejitos te ves mejor, y un hecho certero del amor es una distancia ideal de al menos tres metros. Avanzamos tras un par de minutos indiferentes.

Cada quien se mueve cuando quiere (y cuando puede). Y pensar que en esta longitud puede haber un portador, anónimo, libre, uno, ilocalizable, de ignota estadística.

—¿Tienes la lista? —le pregunté a Julia.

—Sí, pero déjame revisarla a ver —respondió, y sacó su celular de la cartera.

Abro y cierro el puño derecho con parsimonia, mi mano se basta con su sudor, mi sudor, atorado, sin escape. Faltan zanahorias, le digo a Julia, medio kilo, aunque sea. Lo repentino que es temer a los saludos, a las manos, al roce, al residuo del día y de cualquier porquería restante en la ropa, que siempre estuvieron ahí, porque no es una cosa de la saliva, ni de que fulano se limpie bien entre los dedos, la cosa es que no se sabe dónde está, pero se sabe que descansa hasta en lo inocente del aliento. Acuérdate de los huevos. Por la rampa se deslizaron las ruedas irregulares de un carrito, crecen velozmente las probabilidades de entrar. Cada quien se mueve cuando quiere (y cuando puede). Y pensar que en esta longitud puede haber un portador, anónimo, libre, uno, ilocalizable, de ignota estadística, con eso escondido entre las pezuñas del plástico isopropilizado, atrapado y contagioso. Recordé que dejé una de las ventanas del carro medio abierta, y le dije a Julia que checaría rápidamente. Caminé hasta él y sí, la ventana del copiloto abierta y vulnerable. Abrí, pasé la switchera y la fila se movió a paso desmedido e inseguro, como tembloroso. Subí la ventanilla, volví a cerrar y busqué la semejanza de Julia en lo castaño de su cabellera rizada, y fui hasta allá.

—Había quedado abierta tu ventana —le dije.                           

—Siento que hace falta algo.

A lo mejor la perrarina, pero eso no se compra aquí. No falta nada. Unos niños delante de nosotros tenían un vaivén juguetón, seguramente dos hermanos, con una carrera imaginada desde la punta del zapato de la madre hasta el final, dictado siempre por el victorioso, el hermano mayor. La línea de llegada cambiaba y se recortaba con las miradas de enojo de la mamá, hasta que la competencia cesó con dos pellizcos por cada par de brazos. Hasta dónde llega la sangre cuando la aviva el trote y el dolor: hasta el brazo, muestrario imborrable de tantas vacunas, y tantos pellizcos.

—En la casa no hay nada para hacer jugo —dijo Julia.

—No, no hay, mete unas guayabas —le contesté.

Por consenso supimos que se había ido la luz, pues la planta empezó a resonar y a vibrar callándonos a todos y poblando el eco de este oloroso fundillo de concreto. Luego marchamos con el alivio de una falsa victoria, acercándonos. Las maniobras en el aire del vigilante detrás de un carro en retroceso, con precaución y lentitud, acérquese con cuidado, que es la única manera de amarse. ¿Y si uno anduviese desnudo? Todo nuestro aceite acumulado y endurecido por el sol: una coraza protectora, como la del suelo añejado y resbalante del estacionamiento. Julia me dice que al entrar me mueva rápido, ya que se ve la puerta y sus guardianes. Entrar es el frenesí de la tentación.

Francisco Rodríguez Sotomayor
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