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Cinco camas para un muerto, de Gladys Ruiz de Azúa Aracama
(primeras páginas)

miércoles 15 de diciembre de 2021
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“Cinco camas para un muerto”, de Gladys Ruiz de Azúa Aracama
Cinco camas para un muerto, de Gladys Ruiz de Azúa Aracama (Caligrama, 2021). Disponible en Amazon

Cinco camas para un muerto
Gladys Ruiz de Azúa Aracama
Novela
Caligrama Editorial
Madrid (España), 2021
ISBN: 978-8418787201
232 páginas

Viernes: Tula Casilda Vergara

Morí en viernes. Aún lo recuerdo… La muerte me sorprendió en la cama chillando como un cerdo y empalado a mi mujer, justo cuando intentaba demostrarle una vez más que el desprecio y el amor son oficios que solo se perfeccionan cuando se ejerci­tan juntos. En ese momento, caía sobre mi cabeza la implacable mirada del Cristo de alpaca que Tula Casilda Vergara colgó la misma noche de nuestra boda sobre la cabecera de la cama, lugar donde había permanecido clavado durante cincuenta larguísimos años para dar fe de que la Vergara y yo seguíamos destrozándonos el uno al otro con el mismo celo y la misma saña que la primera vez. Aún lo recuerdo. Todavía siento en la cara la brisa perfumada y fresca que entraba por la ventana aquella noche y que batía los visillos de encaje que dejé a medio cerrar antes de acostarme. Sé que por algún tiempo permanecí atrapado en el hipnótico vaivén de la cortina y que hasta llegué a preguntarme si sería la brisa la que golpeaba la tela para poder colarse en la habitación o si era la cortina la que se oponía a la intromisión del aire defendiendo a manotadas la intimidad del dormitorio, como si de un instan­te a otro los seres inanimados hubiesen adquirido pensamiento y voluntad, o como si fuera yo el que de súbito me abría a otra nueva forma de mirar que me permitía “ver” el lado humano de las cosas, mientras, a mis espaldas, la Parca le daba vueltas y más vueltas al bombo de las bolas negras.

La única luz de la estancia provenía del altar de los santos y las velas encendidas recreaban el mundo semiapagado, semien­cendido de la semipenumbra. El baile de sus candelas producía en el mar del aire un manso oleaje de luces y sombras donde nos ahogábamos todos: los santos blancos revueltos con las vírgenes negras, los rostros de los familiares muertos momificados en los retratos de la pared, los seres churriguerescos que se retorcían ta­llados en las columnas del baldaquino, el Cristo vigilante, la vieja Vergara desprendiéndose de las mil sayas, volantes y miriñaques que le otorgaban potestad y gobierno a los ojos del mundo. Y me ahogaba yo, desnudo, tendido en la cama, contemplándola desprenderse de sus falsos hábitos de copetín, ansioso de que recuperara su auténtica naturaleza subterránea y rastrera para atravesarla, destrozarla, destruirla. En el último rincón, vi la triste figura del “galán de noche”, la percha de pie donde Tula Casilda me exigía que colgara la ropa al desvestirme, y donde en esa mala hora pendía mi arrugado traje de los viernes como un espantajo de brazos caídos, hueco por dentro, vacío de mí: todo un símbolo y a la vez premonición de lo que me sucedería poco después. Así recuerdo la antesala de mi primera muerte, como si nunca hubiese dejado de suceder.

Por muy larga que pueda llegar a ser la eternidad, no me al­canzarán todos sus tiempos para olvidar ese momento. Antes de desplomarme sin vida como un fardo mal cosido, sentí la descar­ga incontenible de mi cuerpo reventando la carne seca de Tula Casilda, ensordecido por los gritos que me rompían la garganta; maldiciones que, en realidad, no representaban la súplica reivin­dicatoria de quien lucha por la última bocanada de su aire, sino la prueba más fehaciente de que había alcanzado uno de mis típicos orgasmos: a cual más formidable, a cual más sacrílego, a cual más apocalíptico. Nada que pudiera asombrarme, pues estaba más que habituado a esos alaridos inconscientes donde se entremez­claban y confundían brutal y espontáneamente el éxtasis con el dolor del éxtasis. Al alcanzar el límite de la resistencia, a un paso del desahogo final, todas las cuerdas de mi cuerpo se tensaban y crujían como amarres de tortura hasta que estallaban las trompe­tas, se desgarraban las cítaras y se desplomaban entre convulsiones mis propios muros de Jericó reventando en un chorro de astillas, cristales de riñón, marea incontenible. En ello, llegaba el alivio del placer; y después el deseo de ningún otro deseo; tal como lo sentí cuando mi alma se descarnó de ese cuerpo que durante casi setenta años la llenó de pasiones, memoria y vísceras. Fue enton­ces cuando me vi derrumbarme sin vida y con los ojos abiertos sobre los ojos abiertos de Tula Casilda Vergara: acabábamos de graduarnos con honores en el trágico dominio de las pasiones contrapuestas.

Aún llevo encima el olor que manaba de su cuerpo: una mezcla de vejez, semen y alivio.

Fue un encuentro de conciencias; lo último que Tula y yo nos dijimos cara a cara en este mundo sin pronunciar una palabra: ella me demostró el más profundo y despiadado de los hastíos, y yo me despedí de ella confesándole, de alguna cierta o incier­ta manera, que hubiese dado diez años de mi vida por no morir entre sus piernas, ensartado en la única mujer que no merecía la gloria de mi última gran batalla. Si la vida puede ser injusta, la muerte, cuando quiere serlo, lo es por partida doble. “¿Por qué carajo tuve que palmarla en viernes?”, me pregunté, maldicien­do mi suerte, imaginando lo distinto que podría haber sido todo si la Parca hubiera perdido el tren, si se hubiese entretenido por el camino, seducida por tantas y tantas tentaciones, moribundos a tutiplén, algún que otro suicida prometedor, el repentino reventón de una hemorragia interna, un parto mal administrado, la navaja que de buenas a primeras improvisara en la vereda un certero degollamiento, cosas por el estilo; circunstancias que obligarían a la huesuda a reacomodar su lista y darme hora para cualquier otro día de la semana. ¿Por qué no morí en lunes, por ejemplo, mientras me revolcaba en la cama con Berenice la Blanca y todos sus afeminados?, ¿o en martes, explotando con los corsés y el opio de Dionisia Montaña?, ¿o en miércoles, empachado de los pelos de santo de la india Adelaida? Y quien dice en miércoles dice en jueves, gozando del placer a dos bandas junto a mi negra bella, mi negra Severa.

Lee también en Letralia: reseña de Cinco camas para un muerto, de Gladys Ruiz de Azúa Aracama, por Alberto Hernández.

Conforme me debatía en estas divagaciones, Tula había per­manecido en silencio y sin moverse bajo mi peso muerto como esperando que volviera de mi trance. Habituada como estaba a mis grotescas y altisonantes caídas de telón, no es de extrañar que le costara percatarse de lo que realmente acababa de ocurrir. Cuando cayó en cuenta de que nadie puede aguantar tanto la res­piración ni siquiera por pura y estricta venganza, Tula Casilda enfocó la mirada en un punto irrecuperable y permaneció inmóvil durante un buen tiempo —no me pregunten cuánto porque aquí donde me encuentro los relojes son meros objetos de decoración—. Luego de esa pausa imprecisa, la mujer con la que me casé en la catedral un viernes de secano tardío descubrió, al fin, que Sixto Calixto Ortega acababa de ser historia. Contra todo pronóstico, reaccionó sin gritos ni aspavientos. ¡Qué decep­ción!, me la esperaba un tanto más teatrera —camisón rasgado entre lamentos, pechos con señales de duelo, mechones de canas entre los dedos, alaridos que alcanzarían los aposentos de la servi­dumbre, ojos de loca—, representando una farsa de pantomima seguramente bordada de antemano en múltiples, gozosos e ima­ginativos ensayos. Con esa flojera de animal sin pulgas, intentó deslizarse por debajo de mi cadáver con un remolcado zigzagueo, como si quisiera desprenderse de un contacto repulsivo y la náusea le dificultara los movimientos. Si hay rostros que son un poema, el de Tula Casilda traía recién esculpido lo que sin duda hubiese deseado escribir en el epitafio de mi tumba.

La Vergara terminó de zafarse de mi cadáver con una parsimo­nia que me sorprendió, pues no era ella mujer de calmas, sino de una constante y curvilínea actividad de roedor, por lo que casi me divirtió verla en ese inesperado e inusual savoir faire tan dis­plicente. Se veía que no tenía prisa; que disfrutaba del momento. Con un pie ya en el suelo, medio sentada al borde de la cama, terminó de zafarse de mi cadáver liberando de un tirón la pierna que continuaba enganchada bajo mi cadera. Con el impulso se derrumbó en el suelo, arrastrando con ella el consuelo y el can­sancio de quien cumple al fin un anhelo muy viejo. Allí perma­neció exhausta, despatarrada, respirando a tragos, pero con la mueca de quien acaba de desprenderse de una tonelada de rigor. No sería de los kilos de mi viejo cuerpo, apenas ya hueso y pellejo, bocabajo sobre la cama como un pollo desplumado y tísico con los cañones del culo al aire.

La única heredera de los Vergara Touloús no se liberaba de un peso, sino de una condena. Mi destino no parecía tan hala­güeño y mi postura no me dejaba de herencia ni una pizca de dignidad: todo al aire, patiabierto; los cojones aplastados; el otro, flácido, asomando la nariz entre los muslos; derrochando el triste espectáculo del doble plato peludo de las nalgas, levemente entre­abiertas para más inri, como si no tuviéramos ya suficiente vaina que aplaudir; la cabeza, como de ahorcado, ladeada y contraída en un ángulo forzado, con los párpados tironeados hacia lo alto, obligados a obligar a los ojos a mirar lo que ya no podían ver; mi boca no era una boca entreabierta, sino un alarido que lanzó fuera de su lugar a la lengua, excesivamente colgante y gorda, mortificada y sucia. Un chorrillo de babas le ponía la guinda al pastel. Al verme a mí mismo en aquella denigrante y penosa po­sición, pensé que la muerte haría bien en regirse por algún tipo de canon de carácter ontológico: “Yo, Muerte, juro matar con el menor daño posible”. Pero quién era yo para imponer dogmas. Lo que quedaba de Sixto Calixto Escudero me producía un sen­timiento de profunda y auténtica compasión, como si se tratara de otro y no de mi propia persona contemplado con los ojos de mi alma recién desprendida y desde el ángulo inexplicable de lo no medible, desde la misma perspectiva desde la cual descubría con otra mirada la patética decadencia de mi mujer de los viernes. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía tan expuesta a la mujer que juró ante el altar odiarme para siempre? Serían muchos, porque casi no pude compaginar aquel rostro —al que me había acos­tumbrado a ver envejecer con indiferencia en la medida gradual e imperceptible del día a día— con el resto de su cuerpo, al que solo recurría de viernes a viernes para someterlo, a media oscuridad, entre puntillas y frunces, con un único objetivo en la mira. ¡Ay, Tula Casilda Vergara! ¿Qué habías hecho para que el tiempo te tratara así? O debía decir mejor: ¿qué hice yo contigo?, ¿qué nos hicimos, Tula?

Su pose tampoco le otorgaba un ápice de dignidad. Con las piernas abiertas, levemente acuclillada, doblada con dificultad, se limpiaba los restos de semen que atrapados en un laberin­to de flacidez intentaban descender sin demasiado acierto por los muslos. Lo hacía sin urgencia. Sin embargo, esta modorra también tenía los minutos contados, porque, de pronto, Tula recuperó la actitud resoluta y clara de su carácter natural y, de un capotazo, la Vergara más Vergara de todas las Vergara dejó de restregarse y se libró del camisón sucio lanzándolo al graderío colmado de vítores y pañuelos que exigían mi rabo y mis dos orejas. Luego me cubrió con la sábana y se encaminó hacia su secreter. Desgreñada y en pelotas, ya sin ningún gesto que denotara vacilación, como si la guiara una decisión ya tomada de antemano, o quizás, más bien, como si de súbito le hubiese asal­tado una ocurrencia peregrina tan genial y trascendente que no podía permitirse el lujo de olvidarla, tomó asiento frente al es­critorio, abrió la segunda gaveta de la derecha, sacó uno de esos pliegos azulosos que utilizaba para las cartas de cortesía, lo plegó dos veces, una a lo largo y otra a lo ancho, remarcando el doblez con la uña, y después lo rasgó por los pliegues con sumo cuidado para obtener cuatro rectángulos idénticos. ¿Cuatro?, ¿por qué exactamente cuatro? Y se sentó a escribir.

Noté en la cara el aroma dulce del papelón caliente escapando de una hilera de ventanas y, bajando por mi cuello, la misma gota de sudor que cincuenta años atrás no pude limpiar con mi pañuelo porque Tula Casilda Vergara apareció de repente, cayó sobre mí y me descalabró la vida.

Fue en ese instante —ella ya había mojado la plumilla en el tintero y se inclinaba sobre la cubierta de cuero para comenzar con la escritura— cuando una minúscula gota de tinta saltó de la plumilla hasta uno de sus pechos desnudos, que reposaban sobre el borde del escritorio como hubiesen reposado en iguales con­diciones dos masas de pan hinchadas por la levadura. Allí quedó la gota de tinta, confusa y perdida sobre el pan de venas azules del seno izquierdo. Yo ya me había desprendido totalmente de mis restos mortales y mi alma flotaba conmigo en lo alto de la habitación sobrevolando la escena, asombrados ambos en uno de nuestra recién adquirida perspectiva de voyeurs traviesos. Enton­ces tuve la tentación de alargar la mano y tocar con la punta de mi índice la gota de tinta que temblaba en la masa blanca del pecho de Tula, pero ni siquiera alcancé a intentarlo porque fue el índice de la minúscula gota de tinta negra la que alargó su punta de masa blanca hacia mí y me atrajo a los pechos de Tula Casilda, que se expandían hacia el fondo del tintero para amamantarse de mi levadura. Es decir, que en ese instante todo y cada cual —índice, gota, tinta, pecho, levadura, tintero, incluyéndome— existimos en un mismo ápice de ubicuidad, en idéntica milésima de infi­nitud, en sincronizada momentaneidad eterna: materia, tiempo, perspectiva y espacio en una sola conciencia. Fue ahí cuando definitivamente tuve conocimiento pleno de que había muerto y de que era viernes.

“¡Maldita sea! ¿Por qué juraste ese día, Tula Casilda?”.

Entonces, cuando ya comenzaba a familiarizarme con mi nueva forma de estar, ligero y flotante como una delgadísima espiral de humo que se expande sin desaparecer, entonces me sentí como aspirado, absorbido, tragado dulcemente por una boca luminosa de sábanas de seda, sinuosa y excitante; no había en esa boca ni violencia ni opresión, sino un entendimiento de acople y disfrute perfectos, suave, adormecedor, donde hubiese querido quedarme para siempre; pero luego todo se abrió a un vacío que digo yo que sería el vacío de la nada, porque nada había que sentir, ansiar, re­cordar o imaginar en ese lugar carente de todo lo que no fuera la nada misma; allí me contuve, como en un consciente sueño sin sueños, hasta que me fui descolgando primero lentamente y después con mayor urgencia, como un “algo” que recuperara su peso para poder caer de manera conveniente y provechosa, en per­fecto equilibrio, en un lugar y un tiempo que reconocí al instante:

Estaba en la esquina El Conde, admirando al trasluz la escultu­ra de la Fe en el pináculo de la catedral, sosteniendo en las manos un tarro de porcelana. Noté en la cara el aroma dulce del papelón caliente escapando de una hilera de ventanas y, bajando por mi cuello, la misma gota de sudor que cincuenta años atrás no pude limpiar con mi pañuelo porque Tula Casilda Vergara apareció de repente, cayó sobre mí y me descalabró la vida.

¡Volvía a estar vivo!, ¡volvía a respirar la vida del aire! El aire volvía a respirar en mí y ambos nos regocijábamos de nuestro en­cuentro. Mis ojos recuperaban la impresión palpable de los con­tornos con todas sus imprecisiones, humedades y atrevimientos; volvían a la memoria el ají y el ron, la brizna de tabaco pegada a la lengua, un pezón en contraluz a la hora del ángelus, la Babi­lonia de las Niñas de Mamaserá; regresaban las palabras que me inventariaban nuevamente el mundo con sus precisas etiquetas escritas a mano en una caligrafía infantil: mesa, silla, puerta, sol. Y ahí estaba el olor a mujer. Mis pies se sustentaban otra vez sobre un suelo que atraía mi peso joven, deseable, tan cómodo como un buen traje hecho a la medida; desde la maravillosa, eufórica, frágil y recuperada perspectiva de la carne con todos sus sentidos, hambrientos de todo. ¡Había reencarnado en mí mismo cincuen­ta años atrás! ¿Cómo era posible?, ¿no es que acababa de morir en los brazos de la Vergara? Pero ¡yo estaba vivo! ¡Yo sabía que estaba vivo! ¡Me sentía vivo! Tocaba mi carne y —¡lo juro!— era carne. Podría certificar bajo juramento que mis piernas eran mis piernas, que el bulto generoso y caliente que se encabritaba entre las ingles me pertenecía por mandatos divino y humano; la tierra era tierra bajo mis pies y a ella regresaba antes de ser polvo; sentía como aire lo que entraba y salía de mi pecho por necesidad propia y orden natural; los latidos de mi corazón eran la prueba más irrefutable de mi defensa, la que echaría por tierra los alegatos de cualquier fiscal; mi mente discurría ansiosa y ágil, sin tartamudear, arrolla­da por las ideas que rompían los cercos para salir en desbandada, libres y ansiosas por hacerse mundo, palabras, maldiciones, y en un aquí y un ahora indiscutibles, ¡en la hora y el lugar exactos en que conocí a Tula Casilda Vergara! No podía creerlo. De golpe, recordé que justo cuando me derrumbaba sin vida sobre los ojos abiertos de mi mujer, maldije a la muerte por haberme sorpren­dido en aquella hora tan equivocada y que me habría arriesga­do a jugármelas todas en el peor de los negocios por no acabar en viernes y en sus brazos. ¿Sería posible que mi último deseo se hubiese cumplido? En ese punto, me invadió tal impaciencia, tal curiosidad, tal ansia de volver a recuperar lo que ya se hacía cuerpo y exigencia animal que anhelé con todas mis fuerzas que el tiempo me desgastara nuevamente con todas sus consecuen­cias, que lo que más de carne y pecado había en mí volviera a revolcarse entre sábanas y cuerpos de mujer. Con solo pensarlo… Pero luego me invadieron las dudas. Y el miedo se hizo carne y habitó en mí. Recién reencarnado conmigo. Vivo y tozudo. ¿Se repetiría mi vida de igual manera, calcada al carbón, o sería distin­ta?, ¿en los brazos de quién moriría la próxima vez?, ¿en cuál de mis otras cuatro camas tendría la fortuna de hincar el pico y de qué manera? Fuera lo que fuera, súbitamente, inexplicablemen­te, me encontré de nuevo con un tarro de sangre de drago en las manos, chocando con Tula Casilda Vergara. Todo empezaba a ocurrir palabra por palabra. Volvía a escribir en primera persona el capítulo de mi vida que ya tenía título. Solo me faltaba saber cómo me las arreglaría para cambiar el final.

¿La muerte consistía justamente en eso, en poder empezar desde un determinado punto de inflexión para desviar el destino hacia el cumplimiento de nuestro último deseo?, ¿de allí venía ese recurrido impulso de arrepentirnos de las faltas cometidas cuando vemos cercano nuestro fin?, ¿de ahí ese afán de recrimi­narnos por lo que nunca hicimos: reproche que nos llevamos al más allá como una tarea incumplida, como un dolor sin cura, como un hambre que nunca se sació, como un sueño irrealiza­ble?, ¿eso era el morir, contar con una nueva oportunidad?

 


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