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Ropa sucia

jueves 13 de enero de 2022
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El pavimento estaba mojado y nos quedábamos sin sol. Nos detuvieron en la alcabala. El guardia se acercó a la ventanilla y me dijo que me bajara del vehículo. Yo arrastraba un fuerte cansancio, pero a esas alturas lo mejor era callar, obedecer, salir de la camioneta y entregarle sin más el carnet de circulación. Daniel iba de copiloto, mamá iba atrás; ambos hicieron malas muecas, y con mi cara les dije que se quedaran tranquilos. Mientras más rápido saliéramos de esto, más rápido llegaríamos a casa.

El guardia leyó los datos en el carnet, y me hizo entender que le abriera el capó. Le dije que vivíamos cerca, en El Vallecito, que era la tercera vez que pasábamos por ahí en lo que iba de día. No le importó, como lo imaginé. Halé la palanca del capó y lo abrí. Él miraba alternativamente entre el carnet y los seriales, atando cabos. Entendí que todo estaba bien, o en orden, por lo menos. Siguió viendo el motor, la batería, esas cosas. Hacía su trabajo. Sucede que cuando a uno le revisan los seriales una parte remota se revuelve, empieza a maquinar, incluso a sabiendas de que es rutinario; que alguien vestido de verde tenga la potestad de abrir el capó y meter los ojos hasta en las telarañas provoca comezón. Y más todavía si lo obligan a uno. Que te revisen el carro es como si te revisaran la habitación, son esas cuadradas y rígidas extensiones del cuerpo.

Sacó su celular del bolsillo y encendió la linterna. No me entregaba el carnet aún. El procedimiento continuaba, y si un carro pasaba con drogas, armas o inocentes, pasaría inerme y desapercibido. Vi hacia ambos extremos de la carretera, la noche caía lentamente. El guardia se agachó a un lado de la puerta del piloto, y con la linterna pudo ver el barro adherido al chasis, cómo el tren delantero necesitaba mantenimiento. Caminó hasta el otro lado. Daniel se aguantó uno o dos insultos. Después, para no dejar, el guardia me hizo seña de que le abriera la maletera. Ya lo sospechaba. Levanté los seguros con la alarma y él mismo abrió la puerta trasera. Ese gesto (me di cuenta) lo realizó con el dejo de la costumbre, es más, lo hizo como si halar la manija de un carro ajeno fuese una habilidad impresa e implantada en su genética, algo del día a día, como lavarse las manos. No le dije nada. Reclamarle o llamar su atención habría sido una insensatez.

Arranqué y pensé en papá y en la ropa sucia. Teníamos que lavar cuando llegáramos.

Alumbró el pequeño maletero de la camioneta; lo usual estaba ahí, la llave de cruz, una caja de herramientas. Luego de haber checado hasta debajo de la alfombra, sus ojos se plantaron en un objeto camuflado entre la negrura: una bolsa plástica. Me preguntó por su contenido.

—Es ropa sucia, compa, venimos del hospital porque mi papá está internado —le dije.

Inconforme, o tal vez avivando su curiosidad o su morbo, se puso a ver la bolsa con las manos, a hacerla sonar, palpando a través del plástico las franelas y sábanas. Ya papá no usaba shorts, usaba pañal. Lo dejé tranquilo. Me pidió que le abriera la bolsa, que desatara el nudo que la cerraba para ver qué escondía ahí. Pienso yo que él pensaba que yo escondía algo allí dentro. Desaté la bolsa y se la entregué. Alumbró el interior, e incluso distando de él, percibí el olor que se desprendía. Un olor de esos que son una sutil bofetada. El guardia dejó caer la bolsa en la maletera. Arrugó la cara sin disimulo. Cerró la maletera y pensé en Daniel, y en mamá, adentro de la camioneta con la bolsa abierta. El guardia se agachó y alumbró bajo el parachoques trasero; le dio unos golpes, cerciorándose de que el plástico estaba hueco y no lleno de Dios sabrá qué.  Le presté poca atención al tipo mientras abrió el forro del caucho de repuesto. Ya finalizando me dijo que continuara, que tuviera buenas noches, y me devolvió el carnet de circulación. Regresó con los suyos. El forro del caucho lo dejó abierto y no me molesté en cerrarlo. Tuve la sensación de que el guardia pudo ver algo que yo no. Volví con los míos.

Me metí en la camioneta y sentí nuevamente el cansancio, pues entre tantas aperturas estuvo en suspenso. Al encender el motor volví a notarlo: la bolsa seguía abierta. Vi a Daniel; por el retrovisor vi a mamá viendo por su ventana. Ninguno se quejó de la hedentina, ninguno parecía querer hacerlo. De haber podido aguantar, yo tampoco hubiese dicho nada, lo hubiese ignorado. Mamá, cierra la bolsa, por favor, le dije. Si uno se exponía mucho rato a eso podía marearse, con razón los médicos la cerraron tan bien. Arranqué y pensé en papá y en la ropa sucia. Teníamos que lavar cuando llegáramos. Ahora faltaba menos.

Francisco Rodríguez Sotomayor
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