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La justicia babélica

martes 18 de enero de 2022
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Las gotas frías y diáfanas que sucumbían sobre el tejado de la Casa Ronderil de la comunidad campesina de Morales Bermúdez, norte del Perú profundo; la presencia de don Modesto Blanco, las vinsas sujetadas por las manos callosas de los ronderos y dos niños temerosos con semblante despavorido asomando la mirada por los hoyuelos de las cerraduras de las puertas; daban cuenta del apabullante escenario que yacía en el friolento pueblo… el motivo para decretar la sanción de Cheme se había encontrado, castigo que aunque razón nimia, debió significar la venganza de la familia Blanco.

Con el silbido de los árboles, la indócil corriente del río de al lado y las ventanas tupidas por la humedad del ambiente, don Modesto y don Marcial Llanos eran los encargados de presidir la junta de las Rondas Campesinas con oportunidad de juzgar al responsable de la muerte de Leo, un sujeto infame acusado en más de una ocasión por abigeato. El pretendido responsable era Cheme, un tipo caracterizado por su picardía y airosa tacañez, condición que desencadenó el odio de don Modesto Blanco hace unos quinquenios.

Respecto a esta aversión se sabe que en el dos mil once, un año después del nacimiento de la última hija de don Modesto, organizaron la celebración de su Landaruto (tradición que se basa en la celebración del primer corte de cabello de los niños). La niña era muy querida por el pueblo, ello gracias a que su nacimiento impidió el cierre de su escuela estatal primaria, puesto que se auguraba su clausura debido a la falta de alumnado.

Repentinamente, el silencio encubrió la sala tal cielo negro a las estrellas, era inaceptable tal atrevimiento.

Luciendo sus mejores trajes, polleras coloridas y ponchos limpios, y portando cabezas de ganado, concurrieron a la reunión todos los comuneros, dentro de los cuales se encontraba Cheme. En la celebración, como es tradición en la comunidad, cedieron las tijeras a los primeros invitados, quienes con júbilo y regocijo cortaban mechones de la cabellera de la niña, dejando inmediatamente altas sumas de dinero o, en algunos casos, animales de gran valor a fin de garantizar la prosperidad de la homenajeada, mientras se escuchaba a los presentes vociferar el gran porvenir de la pequeña al compás de la banda típica de Chadín, un pueblo vecino. “Que la Virgen del Carmen la guarde”, gritaban, “que nuestra patrona la guarde”. La festividad se teñía de bullicios en el vaivén de regalos y cabellos. Finalmente, las tijeras pasaron a manos de Cheme. En esa misma noche, se decía que el cielo oscuro acabaría consumiendo la alborada de las estrellas, tal como un eclipse cuando el Sol se encuentra próximo al Nodo de la Luna.

Con un salto en el aire, Cheme llegó a donde la criatura, escogió el mechón de cabello, ajustó los dedos en las tijeras y cortó, acarició a la pequeña y con otro salto, regresó a su asiento. Repentinamente, el silencio encubrió la sala tal cielo negro a las estrellas, era inaceptable tal atrevimiento. El no dejar ofrenda en “el pelo” de los niños era una ofensa que seguramente la familia y el pueblo no iban a olvidar, y así fue, las estrellas debían tomar represalias contra la oscuridad del cielo que las amenguó.

En el morir de la lluvia, aún con las ventanas sudorosas, empezaba el juicio. Cheme y Leo fueron rivales desde hace mucho tiempo, el motivo sigue siendo incierto. Leo, de vez en cuando únicamente atinaba a decir que hay veces en donde las sangres se aborrecen. Fue tal vez ese odio el que los llevó a la riña aquella tarde, tarde en donde Leo perdió la vida.

La sesión se había instalado.

“La desgracia se escurre hoy por nuestro pueblo, Leo está muerto”, inicia don Modesto Blanco. “Con el fin de hacer justicia, corresponde establecer el castigo que Cheme debe recibir como escarmiento a su inmoral conducta”, mientras se dirigía a las vinsas. “Hay principios que deben respetarse sin importar las eventualidades o circunstancias. Fallaste al deber de no dañar, es por eso que debes recibir el castigo más doloroso, ¡el más doloroso!”, dirigiendo la mirada a Cheme concluye.

Dentro de los murmullos, don Marcial Llanos con postura encorvada y con los dientes verdes tal cual acullico, se acercó al tablero. “¿Un castigo, un castigo al sujeto que ha devuelto la calma a la comunidad?”, refería metiendo la agujilla del calero a la boca, “castigo merece el injusto, e injusto no es quien se deshizo del enemigo. En ocasiones no podremos conseguir la seguridad sino deshaciéndose de todos los adversarios”, explicaba con la mirada perdida en las vigas apolilladas de la casa. “¿Un enemigo?, el abigeo es un enemigo, Leo era nuestro enemigo. El carácter correcto o incorrecto de una conducta se mide con base en sus buenas consecuencias. Hace dos días murió Leo, hace dos días se ha restablecido la seguridad”, manifestó.

“¡Nada puede estar justificado y menos por los beneficios que provoque!”, con irritación respondió don Modesto. Ante ello, con las manos escogiendo coca, don Marcial manifiesta: “No, compañeros, no ha de ser juzgado por eliminar el mal”, apuntando con la agujilla a Cheme, quien se encontraba atado a uno de los pilares que sostenían las vigas.

El rostro airado de don Modesto ante la posible exculpación del sujeto que humilló a su familia cada vez era más notorio, mientras los comuneros se mostraban desorientados y don Marcial chacchaba coca. “Hemos terminado la sesión de hoy, la Luna ya no tarda en asomarse”, recogiendo una lámpara de carbón y aún con la coca en la mano, don Marcial Llanos se retira, y con él, los asistentes.

En esa noche, Cheme recostado en la viga, sueña que en la casa de su difunta abuela a lado del río Marañón, un gran otorongo se aproximaba a él con ojos chinos y con la nariz palpitante. En esta ocasión, la valentía que Cheme presumía tener parecía disiparse tras el rugir del animal, o tal vez se manifestó cuando éste ubicó su machete a la altura de su pecho. “¡Virgen santísima!”, con ojos sonámbulos gritó al despertar, “¿un otorongo?, hoy he tenido el sueño más estúpido y ridículo de mi vida”, acomodando la cabeza al otro lado del madero para volver a dormir.

Pernoctando en la inhostil casa, el magno animal una vez más aparece en su sueño. Ahora éste mostraba un semblante sereno mientras se acercaba a él con mirada profunda, desapareciendo inmediatamente cuando éste se despierta por segunda vez. “¡Qué quieres de mí!”, le grita Cheme en su tercer sueño. En esta oportunidad el felino se encontraba de pie, de pie cual animal doméstico sediento de cariño.

Amaneció, las Rondas acudieron al lugar. El día estaba empezando, las wishas (ovino pequeño) salían al campo y se predecían los primeros rayos del Sol. Aún sin una respuesta a la controversia desatada, ya se había encontrado una salida.

“Hasta los hombres más sabios de la historia han fracasado al momento de resolver una situación como esta, ¿principialismo o consecuencialismo?, ¿acaso hay alguna ley absoluta que determine como buena o mala la conducta de Cheme?, ¿hay acaso una verdad fehaciente de lo que debemos interiorizar o aborrecer?”, con el aliento condensado refiere don Modesto, quien se presentó con mirada ojerosa. En esa noche, el resentido viejo debía encontrar la fórmula que fundamente el castigo, pues tal vez esta era la única oportunidad para efectivizar su promesa de venganza.

Don Modesto deja caer las dos bolas por el tubo; deseoso, gira la manivela y cae la primera bola. Ésta era blanca.

“¡Lo he conseguido!”, victorioso se escuchó a medianoche, “el azar decidirá el destino de Cheme, azar que yo mismo predeterminaré”, corriendo hacia un viejo gallinero. Al llegar, desempolva un antiguo Kleroterion que esta vez, lejos de elegir a un gobernante, resolvería la suerte de Cheme. La máquina estaba compuesta de una piedra con unos agujeros cortados en varias líneas verticales estructurando filas y columnas, un tubo de madera pulida, dos bolas de diferente color y láminas de madera, algunas vacías y otras marcadas con aspas.    

Con la aprobación de los presentes, el aparato fue presentado.

“Compañeros, ubicaremos dos láminas diferentes, una marcada y una vacía; descenderemos estas dos bolas por el conducto, de modo que será la bola blanca la que señalará la lámina elegida; si ésta está vacía, Cheme será libre; pero… si la lámina elegida es la marcada, Cheme será castigado”, manifestó don Modesto, ordenando seguidamente que el cautivo sea desatado.

El destino de Cheme estaba a punto de dejarse ver. En ese momento, don Modesto procede a ubicar las dos láminas en los primeros agujeros; no obstante, con malicia, ocultamente sitúa dos marcadas. La habilidad de Cheme no tardó en revelarse.

Don Modesto deja caer las dos bolas por el tubo; deseoso, gira la manivela y cae la primera bola. Ésta era blanca. “¡Hemos obtenido un resultado!”, grita.

Cheme, rápidamente se acerca, saca la lámina elegida, y la deja caer dentro de las demás, entreverándose con las otras. Furioso, don Modesto reprocha tal conducta, ante la cual, Cheme, sacudiéndose el polvo del piso, sostiene la lámina restante del Kleroterion, la muestra y refiere que la lámina elegida, en consecuencia, ha sido la vacía; por lo tanto, corresponde dejarlo libre.

Aún con polvo en el pantalón y escuchando las carcajadas de don Marcial, con silbidos sale del lugar, sin dejar de recordar a aquel animal hambriento de su sueño, animal rabioso y tímido del que no podía escapar, y, seguramente, destino que ni él ni sus enemigos podían modificar.

Sharon Katherine Delgado Lobato
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