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Segundos

sábado 8 de octubre de 2022
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11:49 pm. Segundo ha muerto.

La última vez que vi a Segundo, no me vio en mí, o tal vez sí, o tal vez intentaba encontrarme; seguro sabía que en algún momento he pasado por sus recuerdos, o se veía en mí, o veía a su hijo en mí, a su esposa en mí, a su ahijada en mí.

Mi conciencia infante no me deja recordarte; mientras te cargo en el hombro, me rehúso a rememorarte mientras dure con los únicos recuerdos que me quedan, porque los que quisiera tener son difusos y las ganas de recuperarlos son ambiciosas, ¡que frágil conciencia infante! Seguro tuviste muchos instantes de mocerío, entusiasmo, júbilo y regocijo, dispuesto a recorrer los altibajos de tu camino, cobijando a tu amor de vida, abrazando las justicias, desafiando al primer varón que te ofenda, pidiendo favor a dios por tus pecados, superando la muerte de tu compañera, convirtiendo tu duelo en baile… Cuánto quisiera recordarte así y superar los últimos instantes de tu vida; cuánto quisiera recordarte como tú no quisieras que te recuerden, derrotado, andrajoso, exánime; luchando por seguir sintiendo, por seguir sintiéndonos….

¿Qué tan mala puede ser la muerte si, a fin de cuentas, en algunos casos te da el descanso al inaguantable dolor que te acongoja? Qué hipocresía llorarte si a fin de cuentas he sonreído al verte sosegado e indoloro, aunque mortecino, dentro de tu inexpresivo féretro, reflexiono. “Deja de columpiarte sobre el cajón y enciende las velas, que las amistades de tu padre no tardan en llegar”, gritó mi madre, ojerosa y con la esclerótica irritada cual tromboembolismo venoso que opacaba su iris miel.

“¡Qué llamativas consideraciones! Es posible que sean ciertas”, pensaba mientras oía “Angie”.

Mi madre es una mujer elocuente; empezó a recibir a los visitantes reflexionando acerca de lo fugitiva que es la vida, palabras que a mis veintidós años seguramente debí comprender y, sin embargo, me centré más en la canción de The Rolling Stones que llegó junto con un inoportuno visitante, primo del finado.

“¡Qué llamativas consideraciones! Es posible que sean ciertas”, pensaba mientras oía “Angie” y observaba las formas que trazaba con los labios mi madre mientras vocalizaba: “Eclesiastés nueve, dice que la muerte es el resultado de la casualidad, que los veloces no siempre ganan la carrera, ni los sabios tienen siempre alimento, ya que a todos les llega algún mal momento y algún suceso imprevisto…”, articulaba mientras ofrecía asiento a los invitados y se limpiaba las lágrimas con las mangas de la camisa.

Me recordó a un viejo amor admirador de Tique. Él creía que la vida es un azar, conexiones inciertas, planes sin estructura, condiciones enigmáticas que sólo los imbéciles y mediocres cuestionaban, decía. Quién sabe de las arcanas de la vida y qué insignificante me sentía al meditar sobre ellas; tal vez en ese momento era mejor concentrarse oyendo a Mick Jagger.

En sus últimos días, además de su mirada babélica y opioides para menguar su dolor, su resuello roncoso disminuía su soledad agónica. Esa confusión no le permitía reconocerse en mí, su nieta, y al mirarme sólo atinaba a mover circularmente el dedo índice derecho. “¿Qué pasa, abuelo?, ¿cambio el canal de la televisión?”, le decía; “puede que no te guste ver noticias, sí, es triste ver cómo el humano destruye la creación de dios”, continuaba, “a mí tampoco me gusta, escuché a Cornejo decir que no nos dejemos meter en el marasmo de las partes negativas para triunfar en la vida”, comentaba mientras me propuse masajear sus pies. “¿Cuál será el mayor fracaso del ser humano?”, procedí a pensar, “que los demás me vean postrada y derrotada por una enfermedad creo que será el mío”, ensimismada meditaba, mientras de fondo continuaban los ronquidos de Segundo.

Me esfuerzo, pero no tengo ningún otro recuerdo de él. He retenido tanto su aspecto agónico que ahora, encendiendo las velas fúnebres, lo escucho, pero Segundo sigue imperturbable y eternamente acostado.

“Angie, donde quiera que miro veo tus ojos… no hay una mujer que se acerque a ti…”, tarareo. Así, mientras Mick Jagger le cantaba a un amor perdido, yo reposaba sintiéndome uno de esos seres desgraciados, desdichados e infelices, que viven con el arrepentimiento, compunción por salvaguardar únicamente quejidos de mi abuelo, y no segundos que mi frágil conciencia infante olvidó. “Angie, nunca podrán decir que no lo intentamos…”.

Sharon Katherine Delgado Lobato
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