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La sacerdotisa de Thot, de Esperanza Theis
(primer capítulo)

miércoles 26 de enero de 2022
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“La sacerdotisa de Thot”, de Esperanza Theis
La sacerdotisa de Thot, de Esperanza Theis (2021). Disponible en la web de la autora

La sacerdotisa de Thot
Esperanza Theis
Novela
2021
76 páginas

Iolaus y el maestro (narrado por Iolaus)

Tenía catorce años cuando escuché por primera vez el nombre de Pitágoras. Algo como un genio me dio una violenta sacudida y me sacó de mí. “¡Pitágoras, Pitágoras!”. Aquel nombre no cesaba de dar vueltas en mi cabeza y ya no quise comer ni probar bebida alguna, hasta encontrar al hombre al que llamaban Pitágoras.

Mi padre era un rico comerciante de Corinto, Autólico era su nombre; el éxito de su empresa lo había llevado hasta Sibaris donde tenía muchos y muy prósperos negocios. Había soñado con sacar provecho de mí, su único hijo, para llevar adelante los negocios de la familia cuando él ya no estuviera. No dejó escapar ni un murmullo cuando le anuncié mi partida. La escuela del Gran Maestro estaba en Crotona, una población a menos de tres días de camino de Sibaris, y yo estaba dispuesto a entrar en ella, si los pitagóricos estaban dispuestos a admitirme.

Mi madre, Nausícaa, tampoco mostró ninguna aflicción. Preparó un saco de lino con algunas viandas para mi corto viaje y posó su mano tibia sobre mi mejilla. Di la media vuelta enrumbando mis pasos hacia Crotona y esa fue la última vez que les vi.

Los primeros cinco años de iniciación fueron muy duros. Nunca durante todo ese tiempo, tuve la oportunidad de ver a mi Maestro. Había dejado las antiguas costumbres y la buena vida en la casa de mis padres; ahora mi vida era austera y dedicada exclusivamente a las matemáticas y la armonía. Cada mañana nos reuníamos en el patio central de la casa que el Maestro había recibido como obsequio de Milón, y cantábamos los Versos Áureos al ritmo de la lira. Pasábamos el día resolviendo los distintos problemas matemáticos y de geometría que nos eran previamente explicados por los Teoréticus. A media mañana nos entregábamos de nuevo al ritual en el cual, cada discípulo debía reducir al Número Sagrado cada porción del universo, separándolo por secciones en períodos de tres. Finalmente, realizábamos las ofrendas pertinentes a la Mente Suprema, y nos entregábamos a las labores de cocina y limpieza.

Nuestra dieta consistía básicamente en granos, pasta de cebada, semillas de amapola y sésamo, preparados con piel de cebolla marina sin jugo. Lo mezclábamos todo con miel pura y lo acompañábamos de un néctar que, según el Maestro, era la dieta que la diosa Ceres le había dado a Heracles cuando estuvo de viaje por el desierto.

Después de aquel período de prueba, un buen día nos reunieron. Éramos un grupo reducido, de no más de diez jóvenes; recuerdo que mi barba estaba empezando a salir.

Los Teoréticus nos preparaban para el siguiente escaño de nuestra ascensión; a partir de ese momento, no sólo seríamos matemáticos, poseeríamos también parte del conocimiento que nos ayudaría a avanzar en el camino hacia la Mónada.

Lee también en Letralia: reseña de La sacerdotisa de Thot, de Esperanza Theis, por Alberto Hernández.

Pero en aquella ocasión ocurrió algo completamente insólito. Uno de los Hermanos, Arístides, se acercó a mí con gran contento. Me apartó del grupo deliberadamente; las iniciaciones estaban empezando y yo no quería perdérmelas. Pero él me dijo:

—Tú no te iniciarás con ellos, Iolaus. La Voluntad Suprema ha querido que tu Inicio sea de otro modo. Los que entran en el sendero por la vía recta, ascienden peldaño a peldaño, lentamente. Nuestros hermanos, que hoy reciben su segundo escaño, apenas alcanzarán el honor de escuchar la voz del Maestro a través de la Cortina. Pero tú, mi buen amigo, has sido elegido para otro servicio aún mejor.

Lo miré perplejo. No podía comprender qué cosa sería mejor que escuchar al fin, la voz del Maestro y recibir las enseñanzas directamente de Él.

Acto seguido, Arístides me condujo a lo largo de un prolongado y sinuoso pasillo alumbrado con varas de cáñamo, hacia un nivel entre la primera y la segunda planta. El pasillo terminaba abruptamente; y al final del recorrido, apenas se colaba la luz por un resquicio en el muro a mi izquierda.

Arístides se detuvo justo allí y luego, dijo lentamente:

—Hermano Iolaus, sobresales entre todos los matemáticos y aun entre los teoréticos, por tu asombrosa virtud: la armonía. Al Maestro le agrada tu interpretación en la lira y ha pronunciado gratos elogios, diciendo: “Aquel que así toca la lira no sólo conoce los números, también la música lo acerca a los Inmortales”.

Arístides sonreía pleno de satisfacción, pero yo aún no salía de mi perplejidad. Mi hermano teorético hizo ante mí una breve reverencia y se marchó andando a paso lento por el mismo camino.

Permanecí de pie ante el muro, examinando las delgadas grietas por donde se filtraban aquellos débiles destellos. De pronto, un ruido sordo estremeció los muros y la pared que estaba frente a mí se deslizó sobre el suelo frío de pizarra. Una luz imponente me encandiló. Al fondo de la galería pude apreciar el contorno de una figura; parecía ante mis ojos que de ella se desprendía toda esa luz.

Un hombre robusto, de cabellos ensortijados y anchas sienes, con una mandíbula que parecía tallada con exquisita precisión, vestía una clámide1 de algodón de un blanco nítido; como los rayos del sol que bañaban su egregia figura y colmaban la estancia, penetrando como marea arrolladora a través de las altas ventanas, justo detrás de él. Me miraba con sonrisa apacible.

Al verlo, no fui capaz de articular palabra alguna. El mero hecho de hallarme ante su presencia constituía para mí una inmensa bendición.

Me postré a sus pies con el rostro bañado en lágrimas y no recuerdo cuánto tiempo pasó. Pero aún de rodillas; mi cuerpo trémulo por la emoción, yo vi caer el sol y nacer la luna y de nuevo el sol, a sus espaldas, en una danza cósmica y prodigiosa.

Permanecí junto al Maestro a lo largo de seis años, trabajaba en cualquier menester que le fuera preciso; pero cuidaba de él especialmente, como mi principal tarea. Él no me lo había pedido, fue un acto voluntario. Escuchaba las enseñanzas directamente de su persona y, a través de ellas, comprendí el poder de la Palabra y del Silencio.

Un buen día, después de una jornada de arduo trabajo, mi Maestro me pidió que lo acompañara a dar un paseo junto al río. Era verano y los largos días ameritaban buscar el frescor del viento cerca del agua. Caminábamos sin prisa por la vereda, escuchando el plácido murmullo de los sauces del camino. La luz del ardiente sol decaía sobre la rivera y el Maestro avanzó hacia un recodo del camino, lejos de la población. Nos detuvimos en silencio muy cerca de la orilla. Los últimos destellos de luz relampagueaban suavemente sobre las estelas del agua; ondeando sobre las márgenes con sigilo, hasta terminar a los pies del Maestro. Él contemplaba el vaivén de la marea en íntimo éxtasis; parecía estar hablando con los genios del agua. Levantó los párpados áureos al cielo. Las primeras estrellas parpadeaban en el horizonte abierto y sus labios sonrientes exclamaron con dulzura:

—Los genios que habitan las profundas aguas saben que muy pronto abandonaré este recipiente perentorio, hecho de huesos y pellejo, y a ellos he ofrendado mis cenizas; pues me han dejado aviso de la ruina que se avecina a nuestra casa.

No quería separarme de él, no podía concebir que existiera en todo el mundo algún hombre más sabio que el Maestro.

Escuché su voz pasmado por el asombro. Sabía que mi Maestro podía hablar con los elementos, y que era capaz de conocer los acontecimientos que aún estaban por venir.

—Algunos de mis discípulos marcharán conmigo hacia la luz. Otros permanecerán aquí. De aquellos que sobrevivan, algunos, muy pocos, conservarán la sagrada palabra e intentarán por el amor a la verdad, mantenerla pura, como el cristal forjado por el fuego. De entre ellos, inevitablemente, surgirán disputas y controversias que alienarán a los Hermanos. Unos tomarán un camino y otros seguirán el sendero de los elegidos. Pero el camino que conduce directamente al portal es una ruta solitaria.

El Maestro volvió hacia mí su rostro venerable; ya no hablaba con las estrellas como yo suponía, hablaba conmigo.

—Tu camino, Iolaus, ya no está aquí junto a mí. Me has cuidado devotamente todos estos años, me diste de comer cuando sentí apetito, abrigaste mi cuerpo cuando tuve frío; por todo eso, te estaré agradecido siempre, mi amigo.

Tomó asiento sobre la hierba pesadamente; dejó escapar por las comisuras de sus labios el resoplo de los años que le pesaban encima, y yo me senté a su lado, absorto, incapaz de interrumpirle.

—Has de marchar, Iolaus, hacia tu hogar en Corinto. Lo que podías aprender de mí ya te lo he dado. Pero todavía has de encontrar otro maestro, mucho más sabio que yo; que podrá enseñarte todo lo que yo no puedo.

Al escuchar aquellas palabras mi corazón sintió una insoportable tristeza; no quería separarme de él, no podía concebir que existiera en todo el mundo algún hombre más sabio que el Maestro. ¿Quién podría enseñarme más de lo que Él sabía? Aquello simplemente, me parecía imposible. Apenas pude balbucear en medio de mi llanto algunas palabras, e inquirí acongojado, apretando los puños.

—¿Por qué he de volver a Corinto?

Él me miró sonriente, como si la respuesta fuera obvia. Y luego, dijo sin apresurarse:

—Porque es necesario plantar la raíz para conseguir el fruto. El conocimiento que has recibido de mí ha preparado la tierra de tu alma. Pero la semilla no está en mis manos, amigo Iolaus. Aquel que ha de plantarla se encuentra todavía muy lejos de ti.

—¿En Corinto? —volví a inquirir. Él rio jocosamente y respondió:

—No, mucho más lejos. En la ciudad del sol, allende el río de los dioses —así le llamaba él a Heliópolis y al fértil Nilo.

Todavía mi mente estaba llena de dudas; y antes de que pudiera interrogar al maestro acerca de aquel que me daría tan inestimables enseñanzas, él dijo:

—No le busques movido por el ansia, espera que la vida te dé las necesarias señales. Y entonces, Iolaus, emprende sin tardanza tu partida. Le reconocerás enseguida, pues la buena fortuna te alcanzará por medio de ese ser con instintos maternales, que posee verdadera autoridad. Una atmósfera de confianza mutua nacerá entre vosotros, casi de inmediato, y comunes objetivos os unirán indisolublemente.

Así pues, cumpliendo con sus consejos, preparé mi viaje a Corinto. Marché de la Hermandad una madrugada sin despedirme de nadie; pues el Maestro me aseguró que no era necesario.

—Nos encontraremos de nuevo, muchas, muchas veces más —me aseguró.

En mi camino hacia Corinto decidí parar en Sibaris, tan sólo para comprobar que la vieja casona de mi padre Autólico había sido vendida, tiempo atrás, a un fenicio llamado Fedón. Allí me dijeron que los antiguos dueños, después de la partida de su único hijo, se habían marchado con todas sus pertenencias de regreso a Corinto. Así pues, mi Maestro parecía haberlo sabido.

Zarpé hacia Corinto entrando el alba en una nave sidonia. Era pleno verano. El viaje no sería muy largo, quizás dos o tres semanas, pero bien me había preparado para ello. Poco pedía mi cuerpo por entonces, pues nada me hacía falta, salvo mi maestro y la bendición de su presencia.

Las ondosas aguas del Jónico nos arrastraron sin novedad hasta el interior del Golfo de Corinto. Fue allí, al atracar en la bahía, donde me di cuenta de que había regresado de otro mundo. El capitán recibió noticias de los marinos mercantes que solían navegar por aquellos mares. Le hablaron del Gran Rey de Persia que había invadido la antigua fortaleza de Mileto. Aquel primer enfrentamiento entre los medos y los jónicos, apoyados por fuertes destacamentos de soldados atenienses, parecía haber tenido un desenlace desastroso para la ciudad de Atenas. ¡Cuánto lo habría lamentado Thales, maestro de mi maestro, al haber sido testigo de semejante barbarie!

Comprendí que los lazos que me habían unido a ellos no dejaban ahora en mi espíritu el rastro del apego y la aflicción.

Corinto seguía siendo, si no más aún, la próspera y vibrante ciudad en la que había crecido. Sus puertos y sus calles estaban tal y como los recordaba: llenos a rebosar de gente de todos los pueblos del Egeo, y de una actividad incesante, de día y de noche.

Aun para mi mayor sorpresa, una grata emoción invadió mi espíritu en cuanto posé el pie en tierra. Llevaba el fardo al hombro y con ojos maravillados lo miraba todo, como si lo estuviera viendo por primera vez.

Busqué una posada para pasar mi primera noche. Y encontré, muy cerca de la bahía, la casa de Idóneo, antiguo amigo de mi padre. Tenía dos hijos de mi edad y una hija, no mayor de dieciséis, Medea. Aquella familia me recibió con los brazos abiertos y gracias a ellos tuve, al fin, noticias de mis padres. Idóneo me contó, no sin cierta reticencia, que mis padres jamás regresaron a las costas de la amada Corinto. La noticia me sorprendió. Pero comprendí que los lazos que me habían unido a ellos no dejaban ahora en mi espíritu el rastro del apego y la aflicción.

—Ningún barco procedente de Itálica ha naufragado por estas aguas en los últimos años —confirmó Idóneo. De manera que la desaparición de Autólico y Nausícaa quedaría plasmada para siempre en mi memoria como un gran enigma. Acaso, viajarían aún más lejos de las Cícladas, hacia las lejanas tierras de Lesbos o Esmirna; siempre cerca del mar que mis padres tanto amaban.

No quería permanecer por mucho tiempo en Corinto, aun a pesar de que la hermosa Medea había empezado a depositar en mí los cuidados más caros de su corazón. Ya deseaba la joven encontrar esposo.

Medea servía la casa, mientras su madre cocinaba los alimentos y yo ayudaba al viejo y a sus dos hijos en la pesca. Ella siempre servía para mí la provisión más copiosa, aseaba mis aposentos a diario y dejaba flores de suave aroma cada mañana sobre mi lecho. Lavaba con devoción mis manos y mi rostro al regreso de la playa, y me observaba desde sus ojos ambarinos, en silencio.

Un atardecer, después de una reconfortante cena, bajé a la playa para dar mi habitual paseo. Los rayos del sol acariciaban las olas en un sereno vaivén; y he de decir que el mar en Corinto, justo a esa hora, brinda a los ojos y al espíritu uno de los paisajes más conmovedores que existen sobre la Tierra. Yo caminaba; creía estar solo. De improviso, apareció una figura distante, nadando en el agua. Me acerqué curioso; pues quería comprobar si eran ciertas las historias del viejo Idóneo sobre los seres del mar que aparecían al caer la tarde. Muy pronto comprobé que no se trataba de una ninfa; era Medea que nadaba desnuda y sola. Ella no me había visto, aún no se acercaba a la orilla. Pero fue acercándose, poco a poco, y cada vez estaba más cerca. Los rayos del sol cubrían su desnudez como una túnica de oro. Yo la contemplé arrobado por su incomparable belleza.

De repente, sentí un rubor ardiente que me quemaba el rostro y corrí alejándome hacia el pueblo, antes de que ella me viera.

Nos levantábamos mucho antes del amanecer para preparar el navío y adentrarnos en altamar a tirar las redes. Una madrugada, antes de que Idóneo viniera a llamarnos, Medea entró en mis aposentos. Su cuerpo delicado, apoyado sobre el muro, semejaba una ninfa marina. Me incorporé del lecho y permanecí en silencio. Observé su preciosa figura recortada sobre las sombras. Las estrellas iluminaban su cabello color de almíbar, y sus níveos brazos temblaban bajo el ondeante peplo.

—Iolaus —musitó tímida. Se acercó al borde del lecho y allí se quedó, agazapada; su mano tibia tanteó mis pies. Acercó sus dulces labios y los besó con ternura; parecía que lloraba—. Sé que no quieres quedarte —me dijo—. Pero podrías hacerlo. Aquí todos te queremos como uno más de la familia.

Permaneció en silencio algunos instantes, como si me creyera dormido; aunque yo la estaba escuchando y la miraba sin poder mencionar palabra alguna.

—¿Qué hay en tu corazón, Iolaus, que no deja espacio para los que te aman?

Conmovido por su tierno pesar, me incliné hacia ella; la levanté del suelo y la coloqué a mi lado. Junté sus dos manos pequeñas y generosas, y las besé; besé sus ojos y su frente, y sus encarnadas mejillas. El alba sobre nosotros perfilaba sus tenues rubores sobre las casas y los barcos. Sentía su anhelo vehemente.

—¡Quédate! —me suplicó. Sellé sus palabras con un beso y otro beso. La arropé a mi lado y la abracé en silencio, hasta que se quedó dormida.

Aquella niña de preciosas trenzas, casi me hizo olvidar mi deseo de partir.

Muy pronto, llegaron a Corinto los primeros súbditos de Ciro en sus portentosas naves, enarbolando la bandera del imperio que crecía por toda la Hélade. Fue un duro encuentro entre los hombres de Grecia, que amaban la libertad por sobre todas las cosas, y aquellos otros, tiranos,2 con alma de conquistadores. Pero Grecia fue salvada por los dioses y el enemigo partió rendido, con la cabeza gacha.

Ningún hombre del pueblo era guerrero; necesitábamos toda la ayuda posible.

Las tropas de los medos entraron por el golfo a media noche, acechando pacientes como una jauría de lobos. Penetraron en la ciudad asaltando las primeras poblaciones y quemaron algunas aldeas. Los patriarcas, que apenas estaban preparados para el asalto, se mantuvieron en resistencia por pocas semanas; privados de la comida, se habían atrincherado dentro de sus fortalezas precariamente construidas. Idóneo lideraba el grupo de cinco familias junto a sus dos hijos, Mneseo y Taso. En el primer asalto cayeron los dos jóvenes, peleando en defensa de su ciudad. Yo defendía la casa y protegía a las mujeres, cuando llegó la noticia de la muerte de los hijos. Medea rompió en un llanto iracundo.

—¡He de ir, Iolaus! —demandó resuelta, con el puño en alto. Era evidente que la resistencia ya no tenía fuerza suficiente para retener al enemigo. Idóneo se consolaba de su pérdida llevando la cuenta de las bajas. Así que, decidido, me fui con él al frente. No sabíamos que Medea planeaba hacer lo mismo.

Aquella refriega nos encontró a todos insomnes, armados con hachas de bronce y endebles lanzas. Ningún hombre del pueblo era guerrero; necesitábamos toda la ayuda posible. Los medos atacaron sin contemplación nuestra exigua fortaleza, pues las bajas eran muchas; y tomaron nuestra aldea, así como a muchos rehenes, entre los que se hallaba Medea.

Siete corintios serían colgados al atardecer. Al ver a aquella delicada criatura maniatada, entre las víctimas que servirían al enemigo como ejemplo de escarmiento, mi corazón latió lleno de furia. Sin vacilar, me abrí paso entre la turba. Me dirigí al comandante de la tropa, que sonreía complacido bajo la visera de su gorra.

—¡Suéltala! —demandé—, sólo es una niña. Tómame en su lugar, si precisas de un reo.

El hombre de rostro inclemente me miró con desprecio, evaluó mi estampa y dio órdenes a sus subordinados. Ellos me ataron y me dejaron entre otro grupo, los destinados a esclavos. Había considerado que yo era más apto para otras tareas e ignoró someramente mis exigencias.

Los guardias no tardaron en poner en práctica sus órdenes. Y a pesar de los gritos de protesta de la muchedumbre, la fuerte represión de los soldados que nos golpeaban con el mango de sus espadas, nos obligó a callar. Los siete reos fueron izados en el tronco de un mástil. La soga que sostenía el fino cuello de Medea se tensó, su delicado cuerpo no lo pudo resistir. Yo todavía albergaba la esperanza de que algo sucediera, algo que pudiera impedir aquella condena injusta.

El oficial que me había hecho preso, ganó por mi venta 2.000 dracmas en el mercado. Mi nuevo dueño era un terrateniente lidio, un hombre cruel y sin escrúpulos, que obligaba a sus esclavos a trabajar veinte horas de rodillas en el campo, y sólo nos permitía comer sobras de pan mohoso mezclado con cuajada. Nos azotaba, sin apenas razón aparente, por cualquier gesto, o porque nuestra cara no fuera de su agrado; y por el mero placer que le producía el sufrimiento que nos ocasionaba fustigándonos con su látigo. El tiempo que trabajé bajo su yugo fue corto; no obstante, mi cuerpo, al final de aquel período, se hallaba muy débil y desnutrido.

Veinte meses después, la pesadilla pasó y llegaron las naves de Atenas y de Delos. Mi único consuelo durante aquel tiempo había sido, con frecuencia, soñar que Medea había saltado, justo antes que la soga se tensara; y que de sus talones y sus costados crecían alas y ella volaba sin detenerse, muy alto, hacia las estrellas.

Aquel fue mi primer encuentro con la guerra y la esclavitud. Hasta aquel momento no sabía que pudiese albergar sentimientos de pertenencia o de abnegación a la patria. Corinto, debido a su frágil posición, pudo ser allanada con facilidad por los invasores. Pero la revancha fue dura, costó muchas vidas preciosas y yo ya no deseaba permanecer en aquella tierra.

Destruido el encanto de mi reencuentro con las raíces, decidí partir hacia Egipto; movido, como unos años antes me había advertido mi maestro, por el ansia de encontrar paz. Pero Idóneo y su mujer me pidieron que no lo hiciera. Sus tres hijos valerosos habían muerto, ahora quedaban sólo el viejo y la abnegada esposa al frente de la casa, en una ciudad en ruinas. Permanecí con ellos un año más. Pero mi padecimiento no había menguado aún, cuando la más nefasta noticia llegó a mis oídos.

La vida me otorgó aquel día la señal de la que mi querido maestro me había hablado.

Barcos procedentes de la península Itálica arribaron un día en la bahía. Entre los viajeros que llegaron buscando refugio en la posada, se hallaba un pequeño grupo de mis hermanos pitagóricos. Venían casi desnudos, famélicos, sus rostros revelaban el inmenso sufrimiento por el que habían pasado. Los detractores del maestro habían quemado la casa e inmolado a sus habitantes en una hoguera infernal. Los que huyeron fueron perseguidos implacablemente y muchos, torturados hasta morir. Allí les dimos alimento y abrigo; y entonces, supe por ellos que el maestro había alcanzado al fin, su completa unión con los dioses.

Cualquier afán de volver a encontrarlo quedó para siempre traicionado. Para siempre era demasiado tiempo.

Poco a poco, el dolor por su pérdida dio paso a la reflexión y al fin, recobré la memoria de su sabio consejo. La vida me otorgó aquel día la señal de la que mi querido maestro me había hablado, aquella tarde de verano junto al río. Su muerte significaba para mí la oportunidad de reemprender mi camino, en busca de aquel que tenía la sabiduría escrita en sus ojos.

Una vez más, me hice a la mar con la esperanza invisible de encontrarlo, aun sin saber quién era.

Esperanza Theis
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Notas

  1. Túnica que se usaba en la Grecia antigua sobre la vestimenta.
  2. En Grecia los tiranos eran aquellos que gobernaban ilegítimamente.
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