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La carta de las estrellas

jueves 24 de marzo de 2022

“…mijn groot verlangen is zulke onjuistheden te leeren maken, zulke afwijkingen, omwerkingen, veranderingen van de werkelijkheid, dat het mogten worden, nu ja – leugens als men wil – maar – waarder dan de letterlijke waarheid”.1
Van Gogh, V. Letter 515 (a Theo van Gogh. Nuenen, circa 14 de julio de 1885).

En el calor del verano de agosto, al caer de la tarde, franqueaba la puerta de cristal de acceso al edificio principal de la biblioteca. Había prometido acompañarla allí a la exhibición de una película. Era una promesa insoslayable. Habían acordado encontrarse en el vestíbulo. No queriendo faltar a la promesa, había levado ancla temprano, cruzado el lago a vela y sorteado con éxito las rocas que, en bajante, acechaban la quilla a cada sima de ola. Una vez las amarras aseguradas a las cornamusas del muelle, había ido en busca del vehículo, el que había conducido hasta un public parking en el centro de la ciudad. Luego había corrido hacia el edificio de la biblioteca, pero ella aún no llegaba.

Venía de pasar una noche agitada, río arriba, al ancla, en solitario, en un pequeño velero de seis metros de eslora. Una estrecha península le había protegido del viento, pero no así de las olas que toda la noche, refractando en el extremo de la península, habían entrado de lleno en la breve ensenada, rompiendo con regularidad en sus orillas. En la oscuridad de un cielo despejado y sin luna, fondeado en el centro de la pequeña bahía, viradas, cabeceos, escoradas súbitas, tirones secos del cabo y cadena que lo unían al ancla —y ésta a la corteza de un breve planeta flotando efímero en el vacío— habían desafiado de forma constante su capacidad para armonizar el oído interno con los sensores de posición que poblaban lo más recóndito de su cuerpo. Había logrado conciliar el sueño sólo por cortos intervalos. Pasada la medianoche, había subido a cubierta brújula en mano, a constatar una vez más que los ángulos magnéticos de las siluetas de la costa no cambiaban, que su posición se mantenía, que la Bruce de proa no arrastraba.

Una sed de absolutos le hizo voltear la cara hacia arriba y tuvo la clara vivencia de flotar bajo el cielo de La noche estrellada. Casiopea reinaba casi en el Zenit. Andrómeda, su hija, extendía su cuerpo celeste sobre la roca de Cetus, hacia Pegaso, y por encima de ella había reconocido el guiño tenue del más lejano objeto que el ojo humano es capaz de visualizar sin ayuda óptica alguna: su galaxia homónima, a dos y medio millones de años-luz, acercándose a más de cien kilómetros por segundo, corriendo a consumar su abrazo celeste, inevitable, fatal, con la galaxia láctea, en el medio de la cual él, ahora, doblemente flotaba. Ocurrirá dentro de cuatro billones de años terrestres —un instante galáctico— cuando el Sol envejecido haya ya extendido su manto de fuego sobre todo el Sistema Solar, y la Tierra, nuevamente ígnea, despojada de todo vestigio de su frágil biosfera, se halle a un paso cósmico de vaporizarse —a menos de haber sido rescatada antes por una estrella más joven que pudiera ofrecerle una nueva oportunidad de órbita, prolongando unos instantes más su disipada vida planetaria. Sobrecogido, los vaivenes náuticos perdieron urgencia. Ya no volvería a dormir. Pasaría el resto de la noche en cubierta viendo el firmamento girar contra reloj alrededor de Polaris, fuera de los límites de la tela. Así era como lograba que su conciencia tuviese breves atisbos de ser parte integral de los campos cuánticos que son el universo. Sobre el insondable oscuro se pincelaba cada tanto el brillo de una estrella fugaz, efímeros salpiques de chispas celestes brotando del corazón enamorado de Perseo, por detrás del gran ciprés. Las Perseidas de agosto, pensó, besos atrasados de un cometa errante.

Junto a un Borges, un Cortázar y un Rodó, se hallaban tres tomos iguales. En grandes letras, en el dorso de cada uno leyó: Correspondencia completa de Vincent van Gogh.

Un cartel en la entrada de la biblioteca anunciaba que la película sería proyectada en el salón de actos. Miró la hora. Aún era temprano. Decidió echar un vistazo al salón de la biblioteca. Mucho tiempo de vida lo había pasado entre libros, entre colecciones diversas. Era como pasear por viejos cementerios de túmulos breves, diminutos mausoleos, silencios de ultratumba yaciendo en finos, blancos, sudarios, espectros latentes de narradores suspendidos en el tiempo, esperando por alguien que abra las tapas de sus féretros, para resucitar reencarnados en las conciencias vivas de quienes así osan mirar en sus entrañas y descubrir sus secretos. Pensó que las conciencias podían así entrelazarse, y quizás ser una, a través de tiempo y de distancia.

La biblioteca era vasta y grandes carteles anunciaban los contenidos temáticos de cada sección de anaqueles. Desde lejos reparó en un rincón asignado a Foreign Languages / langues étrangères. Pocos libros en castellano poblaban los estantes. A diferencia de aquellos escritos en las official languages —mitos consensuados por quienes, en la ocasión, reclamaban para sí la propiedad exclusiva del lugar geográfico—, los que se hallaban escritos en lengua castellana no parecían corresponder a ninguna lógica de colección, sino al azar y capricho de muertes inmigrantes y donaciones póstumas por herederos renuentes a oír sonoridades exóticas y pretéritas: hijos o nietos desdeñosos de añosas dedicatorias y ex libris descoloridos, cuyos significados no comprendían ni deseaban comprender. Junto a un Borges, un Cortázar y un Rodó, se hallaban tres tomos iguales. En grandes letras, en el dorso de cada uno leyó: Correspondencia completa de Vincent van Gogh. Tomó uno al azar, se dejó caer en un sillón que parecía haberle esperado desde siempre y abrió el volumen en el diedro de un par de páginas cualquiera. A medida que leía sentía retornar el mismo estado vivencial de unas horas antes, sobre cubierta.

21 junio ‘89.

Mi querido Theo,

Como te contaba en mi última carta, por fin tengo terminado, o casi, un nuevo estudio de un cielo con estrellas, pero no temas por mí, Theo, no aspiro a entrar en esas misteriosas regiones, que, según tú, sólo se pueden atisbar de lejos pero nunca entrar en ellas impunemente. Tampoco temas por la evolución de mi creatividad, ya que mi nueva tela de ninguna manera implica un retorno al romanticismo o a ideas religiosas. No, Theo, nada de eso. En realidad, de algún modo, es un retorno al clasicismo, aunque de forma críptica y depurada, velada sólo por el uso de símbolos adoptados una y otra vez por mitos de larga data, lo que no deja de ser un reto importante para todo aquel que, en su miopía, insiste en reconocer delante de sí sólo los elementos de su propio dogma. Cuando te envíe la tela seguramente dirás que todo es fruto de mi imaginación, que me he rendido a la influencia de mis amigos y que ya no pinto la realidad. Y hasta puedo intuir las interpretaciones múltiples que seguramente se te habrán de ocurrir. Sin embargo, mis telas no dejan de ser, todas ellas, intentos por sublimar la realidad sin evadirme de ella, por lo menos sin alejarme del todo de lo que mis sentidos me dicen que veo, o lo que mi pobre cerebro me dice que creo estar viendo. Mi deseo es sólo tomar la realidad, tornarla irreal, pero de alguna manera hacer que resulte más real que la propia realidad. ¡Y el cielo es tan grandioso! ¡Cómo pensar siquiera en reinventarlo! En la tela, la Luna es fácil de identificar. De hecho, la he dibujado creciente, cuando en realidad era menguante, porque de esa manera me pareció más simbólica y reconocible. Cambia mucho de posición de un día a otro, por lo que no me reprocho el haberla elevado algo y acercado al resto de la composición para que la presidiera desde el ángulo. Habrás de reconocer fácilmente al Lucero, el que representé como un astro con un halo más blanco, más rutilante. De las demás estrellas sospecho que te harás todo tipo de conjeturas —¿recuerdas el Empyreum de Doré?—, pero no son, ni más ni menos, que las estrellas más brillantes que en las madrugadas de este mediados de junio logro ver en el firmamento cada vez que miro por la ventana de mi cuarto: por encima de Venus hay una estrella de la constelación que el Sol cruzó de sur a norte cuando Hiparcos de Nicea la definió como primera hace más de dos mil años, y que es también bajo la cual yo vine al mundo. ¿Y los demás cuerpos celestes? Son las estrellas más luminosas de las constelaciones que desde tiempos inmemoriales se identifican con los personajes de una leyenda de la mitología clásica, innúmeras veces representada en lienzos por tantos maestros que me precedieron: Tiziano, Cesari, Van Bredael, Van Loo, Rembrandt, Rubens, Lemoyne, hasta hace poco Doré, e incluso, el mismísimo Delacroix. Sólo que para todos ellos ella fue primariamente una excusa para representar el eterno femenino entre dos espasmos supremos: de desesperanza y muerte, y de esperanza y amor. Yo lo hago de una forma mucho más pura, más serena, literalmente celestial, sin tintes románticos ni religiosos, invocando a los personajes del mito tal como desde tiempos griegos y babilónicos la misma Atenea los distribuyera en el firmamento: a la izquierda de la tela, Perseo, teniendo en su mano la cabeza cercenada de Medusa, su ojo, terrible y maligno, acechando por detrás del obelisco del ciprés que tanto me ha fascinado; su amada, Andrómeda, transluciendo su brillo estelar tras del viento galáctico que llena el centro de la composición, su cuerpo exhausto extendido sobre la roca, resplandeciendo a través del velo de mar que la cubre; a su derecha, hacia el Sur, las alas de Pegaso, y por encima de ella, en línea quebrada, su madre, la reina del cielo nocturno en el nórdico verano, Casiopea, culminando en un halo del que sólo se vislumbra la parte inferior de su luminosidad, por ubicarse por fuera de los límites del cuadro —en sugerente concesión a mi incapacidad por captar en la tela la infinitud del universo. En algún momento del futuro el cielo volverá seguramente a verse como lo veo yo en estos días y alguien descubrirá en él la imagen que intenté capturar en La noche estrellada: el momento celeste en el que —como lo contaran primero Sófocles y luego Eurípides— Perseo, la cabeza de la Gorgona aún en su mano, se apronta a montar en Pegaso para rescatar a Andrómeda de la roca a la que fuera encadenada por su padre Cefeo con el fin de librar a su tierra del azote de Cetus, según la condición impuesta por Poseidón, dada la indiscreción de Casiopea en insistir que su hija Andrómeda era más hermosa que las Nereidas. Como ves, Theo, nada hay más real que las estrellas que he pintado en este cuadro. Nada más alejado del romanticismo o de nuestra religión, aunque te concedo que el halo de la luna tiene algo de ícono pantocrátor y no faltará quien piense en los apóstoles e imagine el Sermón de la montaña, sobre todo al notar la espira de una capilla en la silueta del poblado que completa el paisaje nocturno. ¿Y qué del viento sideral que atraviesa la composición, acerca del cual sospecho que vas a estar muy intrigado? O quizás, al verlo, decidas por fin que todo es fruto de mi febril imaginación, que todo es una forma extrema de cómo busco el símbolo torturando la forma. Todo es parte del mismo mito: aunque me he inspirado en un dibujo que alguna vez vi en l’Astronomie populaire, veo en ello algo del oleaje que delata a Cetus sumergido y al acecho —el que sólo Doré pintó con más realismo que yo. También pensé que bien podía representar el yin y el yang de los comienzos del universo. Piensa lo que quieras, pero en realidad, esa cinta tiene mucho de ciertas imágenes que no logro explicar —en esto tienes que creerme, Theo—, imágenes que veo frente a mis ojos antes de cada uno de mis ataques; sólo que éstas no son estáticas, sino que se mueven, laten, titilan, brillan, mutan de color, colores por demás increíbles, palpitando frente a mi vista aún con los ojos cerrados. Si pudiera realmente reproducir esos colores sería aclamado como el más grande de los pintores que jamás existieron. El no lograrlo es una de mis mayores frustraciones. De todas formas, son una enorme fuente de inspiración para mi paleta, excepto que sé por experiencia que invariablemente preceden a los terribles padecimientos que me hacen desear no ser ya más parte de este mundo. Créeme si te digo que el éxtasis visual que me causan esas vívidas alucinaciones me hace desear que duren más tiempo y retornen con más frecuencia, aun a expensas del sufrimiento del que sé que invariablemente son emisarias.

Te pido perdón, Theo, porque después de leer esta larga carta ya nunca lograrás ver La noche estrellada más que como la he visto yo, en el cielo, estas pasadas noches: el infinito, titilando, latiendo frente a mí, antes del alba. Por supuesto, todo esto debe quedar entre tú y yo, porque nunca un artista debe comentar los arcanos de su propio arte, por lo que te ruego que destruyas esta carta no bien hayas terminado de leerla. Espero que puedas escribirme pronto.

Mis pensamientos van hacia ti y Jo.

Siempre tuyo,

Vincent.

Las sacudidas que sintió en su hombro le hicieron pensar que arrastraba ancla. Se puso de pie de un salto, presto a subir a cubierta, cuando una sorprendida voz le indicó que estaban por cerrar. Miró la esfera de su reloj. Habían pasado varias horas. Debía de haberse dormido. Corrió al salón de actos, el que halló cerrado y sin luces. Recordó el coche en el estacionamiento y se apresuró a llegar a su casa. No le quedaba más opción que desvestirse y acostarse, y tratar de olvidar lo que creía haber sido una sugerencia onírica durante un imperioso sueño de biblioteca. Mañana sería un día complicado, de excusas y explicaciones.

La teoría de que el cuadro hubiese representado la versión celeste del mito de Andrómeda no parecía haber sido jamás enunciada.

En el correr de la semana, no bien pudo, retornó a la biblioteca, al estante de castellano. Allí encontró pronto el Borges, el Cortázar y el Rodó, pero no así los volúmenes de las cartas. Quizás alguien los había tomado prestados. Consultó los monitores y luego el mostrador de acceso. Aquellos volúmenes de cartas no figuraban en la colección, nunca habían figurado en el catálogo de la biblioteca. Peor: la correspondencia de Van Gogh no parecía haberse publicado nunca en castellano. La carta la recordaba casi de memoria. No podía haberla imaginado. Su cerebro comenzó a girar en busca de sensatez. Fue en vano. Debía de haberlo soñado, una alucinación de comienzo de sueño que se debía de haber prolongado en su memoria y su conciencia: una alucinación, un delirio. Pensó que si se repetía debería consultar médico. En todo caso, lo único que podía intentar era llevar a cabo una exhaustiva revisión cosmológica y bibliográfica en busca de fundamento y realidad acerca de lo que recordaba haber leído o imaginado leer en aquella carta: si no lograba probar su existencia, sí podía argumentar acerca de la validez de su contenido. La tarea, ya desde sus comienzos, amenazaba con transformarse en una obsesión con visos patológicos.

Unas semanas después resumía sus hallazgos. La carta decididamente no existía. Por lo menos se hallaba ausente en la página “Vincent van Gogh – The Letters” que el Van Gogh Museum de Ámsterdam mantiene en Internet con la correspondencia completa del artista. Por otro lado, de toda evidencia, la teoría de que el cuadro hubiese representado la versión celeste del mito de Andrómeda no parecía haber sido jamás enunciada. Albert Boime había sido el primero en analizar la pintura desde un punto de vista astronómico, para lo cual había utilizado el proyector planetarium en el Griffith Park Observatory de Los Ángeles, California, logrando reproducir con él el cielo en la fecha, hora y lugar, tal como observado por Van Gogh. Su conclusión había sido que no todo en la tela era fruto de imaginación pura, reconociendo en ella la Luna, Venus y el triángulo escaleno de la constelación de Aries, al que el artista —según Boime— le habría asignado proporciones muy aumentadas. Un par de años más tarde un análisis independiente, aunque muy similar, fue conducido por Charles A. Whitney en el Smithsonian Astrophysical Observatory de Cambridge, Massachusetts. Whitney disputó la interpretación de Boime acerca de que la constelación representada en el cuadro fuese la de Aries, prefiriendo concluir que se trataba de una imagen compuesta de cuerpos celestes reales e imaginarios, creyendo ver en ellos elementos de las constelaciones de Cygnus, Delphinus y Lyra, notando además el halo parcial de una estrella ubicada allende el límite superior de la tela, la que tentativamente suponía que pudiera haber sido Vega. Richard Thompson sólo identificó la Luna y Venus, y consideró que el resto eran representaciones de estrellas sin ninguna lógica astronómica. Timothy M. Lawlor también consideró difícil identificar en la tela estrellas y constelaciones, aunque sugirió que las estrellas a la izquierda de la luna pudieran pertenecer a la constelación de Piscis. Steven Naifeth y Gregory White Smith, por su lado, consideraron que el cuadro correspondía a una composición sólo guiada por la emoción y el instinto, representando fuegos de artificio cósmicos y energías sólo existentes dentro de la cabeza del artista. Ingo F. Walther se subscribió a esta misma idea indicando que se trataba de un cuadro extraño, completamente alejado de la observación directa de la naturaleza, fruto de la imaginación, y que quizás se trataba de una visión apocalíptica. Luego, nadie parecía haber siquiera vislumbrado la posibilidad de que Van Gogh hubiese realmente representado las estrellas más brillantes que sus ojos vieran en el firmamento en el momento en que decidió transferir el cielo a su tela, y de que pudieran representar casi en su totalidad las constelaciones que se refieren al mito de Andrómeda.

Con respecto a las interpretaciones de la imagen que cruza el centro de la composición, Boime había considerado que podía tratarse de la Vía Láctea, pero ya él, junto con Whitney y la mayoría de los críticos subsiguientes, pensaron que podía ser una imagen inspirada por el dibujo que William Parsons, Earl of Rosse, hiciera en 1845 de la galaxia M51, tal como la viera a través de su telescopio Leviathan, imagen que fuera luego reproducida en Francia en la Astronomie Populaire que Camile Flamarion publicara en 1880. Sin embargo, no podía haber sido una reproducción visual directa, ya que su brillo no sólo se halla por debajo del umbral de detección del ojo humano, sino que se ubica en el firmamento muy lejos de la constelación de Andrómeda, en la constelación de Canes Venatici, que en la madrugada del cuadro debía de hallarse cerca del horizonte hacia el noroeste, opuesta a la dirección este de la ventana del cuarto de Vincent en Saint-Paul de Mausole. Además, su giro en espiral se halla representado en imagen en espejo. Halló publicaciones en las que La noche estrellada se vinculaba con la aflicción de Van Gogh, para la que se había invocado la posibilidad de una epilepsia, y especialistas médicos habían sugerido que la franja del centro pudiera ser una reproducción inconsciente de la anatomía de su circunvolución del hipocampo, supuesto como el locus causa de su aflicción.

Él era científico y no podía dejar de sentir el tremendo atractivo, casi la seducción, de una tesis exigiéndole a la razón el cotejo con la realidad.

¿Pero cuál interpretación sería la verdadera? ¿Verdadera? ¿Qué era la verdad? Las delirantes interpretaciones acerca de las constelaciones y estrellas que tan claramente veía ahora alternarse en el cuadro no dejaban de ser todas ellas hipótesis. Y también lo era la suya. Aunque no la hubiese soñado y Vincent se la hubiese confesado personalmente, jurando decir que lo que le decía era la verdad, aun si hubiese sido secreto de confesión, igual habría sido sólo una hipótesis. Y todo lo que podía hacer ahora era intentar aportar evidencias que aumentaran su grado de plausibilidad, los odds de la estadística bayesiana, su grado de confianza en que fuese más o menos asumible como correcta. ¿Pero lo necesitaba realmente? Cualquier evidencia que pudiera aportar, ¿iba a ella a modificar su apreciación de la tela? ¿Cambiaría ello en algo los simbolismos que ella le sugería? ¿Acaso el disfrute que sentía al verla no estaba esencialmente dado por el efecto de irisado, de plumón de colibrí, de ala de mariposa o nácar de amonita jurásica, que en su mente evocaban las interferencias múltiples entre interpretaciones distintas, incluso incompatibles, pero todas igualmente posibles o imposibles? ¿Y acaso no podrían ser todas ellas igualmente válidas, incluso de forma simultánea o alterna, verdaderos estadios de superposición cuántica resueltos en sólo uno de ellos, en su conciencia, en el momento de su percepción, como el gato de Schrödinger o la joven y la anciana en el dibujo de W. E. Hill en la revista Puck del seis de noviembre de mil novecientos quince? ¿Acaso no era eso el arte —la posibilidad de cada uno encontrar interpretaciones personales, nuevas, distintas, en una misma obra—? ¿No era eso la esencia de la metáfora, el núcleo del símbolo disémico, el alma de la poesía?

Pero él era científico y no podía dejar de sentir el tremendo atractivo, casi la seducción, de una tesis exigiéndole a la razón el cotejo con la realidad, cualquiera que fuera ésta: la imperiosa búsqueda por evidencias que, a su conjuro, pudieran transformar una idea peregrina en teoría, y para algunos, hasta en real conocimiento. La tesis que más deseaba argumentar era que, al igual que en sus otras dos telas de cielos nocturnos —Café Terrace de noche y Noche estrellada sobre el Ródano—, en La noche estrellada Vincent van Gogh había reproducido los astros celestes más brillantes que el cielo de Provenza había presentado frente a sus ojos dentro del ángulo de visión de la ventana de su cuarto, y que Vincent sólo había mínimamente ajustado las posiciones relativas de los astros con el solo fin de aumentar el impacto estético de la composición.

Se hallaba sentado frente a una copia del cuadro y, en su mano, impresa en papel fotográfico brillante, sustentaba el facsímil de una imagen producida por el programa de computadora Stellarium Planetarium.2 Reproducía una proyección bidimensional de cielo nocturno con las estrellas más brillantes observables hacia el este, en Saint-Rémy-de-Provence, durante la madrugada del diecinueve de junio de mil ochocientos ochenta y nueve. Ambas imágenes eran claramente superponibles, sobre todo si consideraba que dos zonas con trazos más claros en la franja del centro del cuadro podían corresponder a dos conspicuas estrellas de la constelación de Andrómeda, las que Van Gogh habría representado transparentando su brillo desde detrás de la cinta sideral que atraviesa el centro de la imagen. Quizás Vincent las había pintado como lo había hecho con las demás, para luego casi cubrirlas al pincelar los trazos de la misteriosa espiral que preside el centro de la composición. Quizás era esa la primera vez que su semioculta representación así se revelaba a la apreciación del cuadro.

Por otro lado, por más evidente que ello pudiera parecer, todo era cualitativo y asaz subjetivo. Faltaba la fuerza de un análisis numérico objetivo que pudiese estadísticamente falsificar —en el sentido de Popper— la falsedad de la hipótesis, y en el caso de no poder hacerlo, aceptar —precariamente, pero aceptar al fin— la validez de su enunciado alternativo. Su bachillerato había sido en geología, su maestría y doctorado en paleontología, un campo éste inicialmente sólo descriptivo y cualitativo, pero en el que él, por varios años y desde sucesivos puestos en algunas de las mejores universidades del mundo, había liderado el uso de poderosas técnicas de análisis estadístico cuantitativo. Además, le parecía de una superlativa ironía estética que técnicas que normalmente aplicaba a los clades en la evolución de especies extintas, especies éstas todas desaparecidas de la faz de la Tierra decenas de millones de años ha, pudiesen, sin más, aplicarse a celestiales mitos representados en una tela cuyo valor monetario, habiendo sido casi nulo en el momento de su creación, poco más de un siglo después era, en dólares americanos, equiparable en número de cifras al requerido para representar, en años, las edades jurásicas de aquellas rocas muertas que una vez habían sido hueso vivo.

Su hipótesis nula era que no existía ninguna correlación entre la posición de las estrellas en la pintura de Van Gogh, y la que tuviesen en una proyección bidimensional de la imagen del cielo con las estrellas que más hubiesen brillado en el firmamento frente a su ventana en la madrugada de su pintura. El análisis lo llevó a cabo utilizando R, un lenguaje de computadora especialmente diseñado para el cómputo estadístico.3 Con el programa Stellarium obtuvo imágenes de siete diferentes proyecciones bidimensionales del cielo nocturno en la fecha, hora y lugar en que lo viera Van Gogh. Luego, a cada una de las estrellas en la pintura, y a las más brillantes en las proyecciones, les asignó coordenadas cartesianas, las que fueron luego estandarizadas cancelando artefactos espurios debidos a diferencias en el tamaño de encuadre y a su rotación y translación en cada proyección. Las coordenadas así corregidas fueron analizadas en un test de no aleatoriedad entre matrices basado en sumas de cuadrados testeados en novecientas noventa y nueve permutaciones. Los resultados fueron altamente significativos para todas y cada una de las siete proyecciones. Ello rechazaba estadísticamente la idea de que las posiciones de cada uno de los quince cuerpos celestes representados en la pintura de Van Gogh (incluyendo la estrella que se halla fuera del límite superior de la pintura y las dos sugeridas transparentándose detrás de la franja del centro) no tuviesen ninguna correlación con las de los astros más brillantes que se hallaban en el cielo y a la vista, en el tiempo, lugar, dirección y ángulo de la pintura, favoreciendo la conclusión de que el artista había intencionalmente trasladado a la tela las aproximadas posiciones relativas en las que esos astros se habían presentado frente a sus ojos.

Comenzaba a creer en la veracidad de sus hallazgos, de considerar real la naturaleza premonitoria de la carta que había leído o creído leer en la biblioteca.

—Ahora que lo sabes, escribe el trabajo si quieres —se dijo a sí mismo—, pero nadie va a publicártelo. Las revistas de arte lo encontrarán execrablemente científico, dirán que deseas quitarle misterio a La noche estrellada y pensarán con Georges Braque que “explicar el misterio de una gran pintura —si ello fuese posible— sería un daño irreparable”. Pero tú no has explicado ningún misterio; lejos de ello, sólo has agregado una novel interpretación posible, sin por ello afectar el simbolismo íntimo de la imagen y mucho menos la emoción que ella suscita. Por ello mismo, las publicaciones científicas no verán en tu artículo nada de interés para el necesario progreso de la ciencia, sobre todo el utilitario, indispensable a la innovación —su nuevo disfraz de calle. Tal es el resultado del arbitrario cisma entre la ciencia y las bellas artes, el que, con variados nombres y diferente posición de fiel, refleja quizás las diferencias que, en la gran mayoría de los humanos, existen entre sus dos hemisferios cerebrales, hemisferios de los que, forzoso es concluir, utilizan no mucho más que uno —y cada vez más sólo el izquierdo, según el monumental y controversial The Master and His Emissary, de Ian McGilchrist. Lejos están los tiempos en que poetas como Robert Southey y Samuel Taylor Coleridge incubaran románticas y utópicas pantisocracias compartiendo alegres y nada metafóricas inspiraciones, y también poesía, filosofía e incluso ciencia, con el químico Humphry Davy, a influjo de alguno de los airs del disidente Priestley, en la Academia de Warrington, “The Athens of the North”.

A pesar de ello escribió el trabajo. Completaban el mismo varias imágenes y dos tablas con los datos de sus análisis. Primero lo envió a una prestigiosa revista de arte, para unas semanas después recibir la negativa que esperaba. Lo mismo ocurrió poco después cuando lo envió a una no menos prestigiosa publicación científica: “We very much regret…”. Tal vez debiera de escribir un cuento, pensó, y no se sorprendió al pensarlo.

Volcando una esperanzada mirada hacia la reproducción del cuadro, volvió a verlas, junto a la luna y al Lucero, a todas ellas, las estrellas, las que ahora, con propiedad, podía llamar individualmente por sus milenarios, babilónicos, nombres de firmamento: Segin, Ruchbah, Navi, Achird, Shedar, Caph, Mirfak, Almach, Mirach, Alpheratz, Algenib, Hamal, Algol. Casiopea reinaba casi en el cenit; Andrómeda, su hija, extendía su cuerpo celeste sobre la roca de Cetus, hacia Pegaso. Comenzaba a creer en la veracidad de sus hallazgos, de considerar real la naturaleza premonitoria de la carta que había leído o creído leer en la biblioteca. No había manera de que la verdad fuese otra. De pronto, como Perseida fugaz, apelando a la contención del hibris, cruzó su mente una duda —cartesiana, pero duda al fin—: aquella estrella insinuada fuera de la tela, cuyo halo había identificado como el brillo cierto de Caph, aquella estrella allende el cielo de La noche estrellada, con cuya lejana luz Vincent había —lo había dicho en su carta— intentado sugerir la incapacidad de su arte para captar la infinitud del universo, ¿no habría podido ser el reflejo tenue en las retinas de Vincent del resplandor extragaláctico de la nébula M31, “la nébuleuse d’Andromède”, que Camille Flammarion también incluyera en su libro? Siempre había la posibilidad de otra interpretación. ¿Podía la conciencia, quizás, ser un campo más en la realidad cuántica del cosmos, y entretejerse con los otros, y formar con ellos esa trama única, en constante fluctuación de energía, materia, espacio y tiempo, que es todo el universo? ¿Acaso podía, aquel tiempo en la biblioteca, haber sido uno y el mismo con el del viernes 21 de junio de mil ochocientos ochenta y nueve, y haber sido él quien en su cuarto en Saint-Paul-de-Mausole, en Saint-Rémy-de-Provence, hubiese estado, ese mismo día, leyendo su propia carta luego de escribirla, previo a enviarla por correo, para que su hermano luego de leerla de inmediato la destruyese, tal como él le había solicitado que lo hiciera al pie de la misma carta? Después de todo, ello explica perfectamente por qué aún no figura en la colección completa de su correspondencia.

Y en la espira agudísima, en el medio de la imagen, vio el mástil de su bajel, fondeado en el centro del universo, bajo el manto mágico de La noche estrellada.

José Campione Piccardo
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Notas

  1. ”…mi gran deseo es aprender a hacer de esas inexactitudes, de esas variaciones, remodelaciones, alteraciones de la realidad para que puedan tornarse, en mentiras, si quieres, pero más verdaderas que la misma verdad” (traducción del autor).
  2. Zotti, G.; Hoffmann, S. M.; Wolf, A.; Chéreau, F., y Chéreau, G. (2021). “The Simulated Sky: Stellarium for Cultural Astronomy Research”. Journal of Skyscape Archaeology, 6(2), 221-258.
  3. R Core Team (2021). “R: A language and environment for statistical computing”. R Foundation for Statistical Computing, Viena, Austria.