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Rompecabezas

jueves 12 de mayo de 2022
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Una mañana soleada de 1957, Leonor Henríquez fue por primera vez a visitar la tumba de sus padres en el Cementerio General del Sur. No es que antes no hubiera estado allí, sino que aún no había sido la tumba “de sus padres” sino la de su madre y un hermanito. Pero, desde algunas semanas atrás, ya eran padre y madre quienes se hacían compañía en el panteón familiar, aunque esa palabra quizás le quedara grande a lo que no era más que una extensa losa de mármol donde los espacios vacíos superaban a los ocupados. A pesar de lo reciente del último duelo, ya la marmolería Roversi, con la eficiencia que la caracterizaba, y más tratándose de un asiduo cliente —asiduo, por así decirlo, más allá de su voluntad y de su propia existencia—, había instalado la sencilla lápida en la que se leían los datos más someros de su vida.

Ese domingo, Leonor llevó a sus hermanos menores a acompañarla en el ritual de llevar algunas flores, comprobar que el mantenimiento del panteón se estaba llevando a cabo como se había contratado, y rezar una corta oración, más bien quizás una meditación, de pie frente a las dos lápidas y la pequeña efigie que quizás se parecía, y quizás no, al hermanito muerto. Sebastián y su hermano mayor nunca habían estado en un cementerio, aunque a los ocho y once años ya eran lo suficientemente grandes para saber lo que era uno, pero no tanto como para haber asistido al entierro de su padre, a juicio de quien tomó la decisión de evitarles esa experiencia. Leonor no pretendió darle ningún carácter de solemnidad o de iniciación a esta primera visita de sus hermanos a un lugar que ella conocía demasiado bien; lo tomó con la naturalidad de quien hace lo que hay que hacer, sin detenerse en gestos ni discursos innecesarios. Y ellos tampoco mostraron reticencia alguna, porque en el fondo se sentían incorporados al duelo colectivo del que habían sido marginados, tal vez con la intención de evitarles algún trauma. Pero esa exclusión había hecho que Sebastián se obsesionara con el tema de la muerte y sus aperos; pasaba largos ratos asomado a la ventana de la casa, esperando que apareciera frente a ella un cortejo fúnebre, para quedarse observándolo largo tiempo hasta que se alejaba por las estrechas calles que llevaban al cementerio. Y quizás por esa misma curiosidad, trató de aprovechar esta visita para encontrarse con el origen de su obsesión.

Ante todo, le extrañó que para llegar al panteón fuera necesario atravesar por los estrechos pasillos entre las tumbas, y a veces, por lo cercanas que estaban unas de otras, tener que invadir su espacio, haciéndole sentir que sus pies profanaban la tierra sagrada de muertos desconocidos. También notó que, al contrario de lo que decía la profesora de religión de la escuela, la muerte no había igualado a los ocupantes, ya que sus deudos se habían esforzado por mostrar un reflejo de la riqueza terrenal de cada uno; aunque los más ricos no habían logrado reproducir la distancia física que, en vida, los separaba de los pobres, se las habían arreglado para mantenerla simbólicamente, en una jerarquía que iba del simple cemento al granito y de allí al mármol, desde un modesto túmulo hasta la monstruosa imitación de un templo egipcio. Pero también se diferenciaban en que algunas tumbas no habían recibido cuidados en muchos años, mientras que otras, como la de la familia de Sebastián, contaban con mantenimiento permanente a cargo de alguno de los jardineros que ofrecían sus servicios en el camposanto.

En esas letras de mármol que ahora leía, estaban escritas, además del nombre de esa madre que nunca se había tenido, las fechas de su nacimiento y muerte.

Mientras su hermana cambiaba las flores secas por las frescas que había traído, Sebastián aprovechó para leer el texto de las lápidas: de la más reciente, no obtuvo nada que no supiera ya, pero la otra llamó inmediatamente su atención porque era la pieza que faltaba de un viejo rompecabezas.

Había crecido sabiendo que “no tenía mamá”, en esa forma tan abstracta que dejaba la duda de si alguna vez la había tenido; aunque casi nunca le hacía falta decirlo, ya que era obvio para la gente más cercana, a veces, ante la curiosidad de algún niño o de un adulto despistado, el “no tener” mamá evitaba dar otras explicaciones acerca del cómo y cuándo se había producido ese “no tener”; era una condición casi esencial, sin origen ni explicación ni juicio ni duelo ni lamento; simplemente era así. Pero en esas letras de mármol que ahora leía, estaban escritas, además del nombre de esa madre que nunca se había tenido, las fechas de su nacimiento y muerte; al detenerse en esta última, Sebastián sintió un pequeño, casi imperceptible, salto en su corazón, porque esa era exactamente la fecha de su propio nacimiento.

Ningún gesto ni movimiento visible traicionaron el reacomodo del rompecabezas, que en lugar de solucionarse con este último dato, se convirtió al instante en otro mucho más complejo, con miles de piezas y grandes espacios vacíos, en los que la simple expresión “no tener” se despedazó ante el empuje de preguntas y más preguntas, ya no de cuándo sino de cómo, y por qué, y dónde y muchas más, como quiénes eran las víctimas y quiénes los victimarios, y sobre todo ante la sospecha de que este nuevo rompecabezas no tendría solución, porque estaba destinado a pesar sobre su vida y nada podía hacer para evitarlo.

Luis Gómez Calcaño
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