María José se dirige muy temprano a una de las ciudades más grandes localizada a pocas horas y donde vivió sus primeros años de matrimonio. Durante el trayecto y todavía con un poco de sueño debido a lo temprano de la partida, sus pensamientos giran alrededor del propósito de su viaje. Se siente emocionada pero muy nerviosa, pensando que este es un viaje que debió hacer de inmediato, al regresar a su pueblo hace unos cuantos meses.
Al llegar a la enorme ciudad, la cual luce más llena de ruido y contaminación de lo que recuerda, se dirige a ese lugar localizado hace quince años, en uno de los municipios aledaños a la zona metropolitana. A medida que se va acercando se puede dar cuenta del enorme crecimiento a su alrededor, ese que sucede en torno de las grandes ciudades que crecen tan rápido y un poco o muy desordenadas, y donde sólo te puedes dar cuenta de que ya dejaste atrás la zona metropolitana por los rótulos.
Llega a su destino cuando el sol está en el punto más alto en el horizonte y ahí se dirige a la pequeña oficina localizada en el mismo lugar donde ella recuerda, a la derecha de la muy amplia y antigua entrada. Mientras camina bajo los fuertes rayos del sol, María José puede observar que la falda del árido cerro también ha sido ocupada en forma muy significativa, por lo que el paisaje alrededor, silencioso a esa hora, muestra una mayor y terrible desolación.
Señor, lo que traigo es el acta de defunción y el recibo por los servicios funerarios.
Al entrar se dirige al único ocupante de la sencilla oficina, un hombre de mediana edad, de rostro curtido por el sol, quien la recibe con una expresión afable.
—¡Buenas tardes, señor!, hablamos hace días y nos confirmaron que aquí podíamos solicitar la cremación de un cadáver.
—Claro que sí, ¿me muestra por favor el acta de defunción y el recibo de pago del terreno?
—Señor, lo que traigo es el acta de defunción y el recibo por los servicios funerarios.
—Es correcto, pero como es un panteón municipal se debe pagar una cuota cada cinco años y en caso contrario los cuerpos son trasladados a una fosa común. Y este ya tiene quince años…
Al oír esto el semblante de María José se torna lívido.
—Señor, como me fui de la ciudad casi en forma inmediata, los siguientes años y sólo eventualmente regresaba por esta ciudad y pasaba a dejar flores, nunca me pregunté o nos preguntamos…
—Lo siento mucho, pero ya debe de estar en la fosa común…
—No es posible, señor, los años que no viajé para acá nunca dejaba de rezarle y prometerle que un día que regresara me la iba a llevar conmigo para que ya no estuviera solita, y pues este año cumpliría sus quince años… ¡por favor, revise de nuevo!… estoy segura de que ella me está esperando… si viene conmigo le puedo mostrar su tumba… recuerdo perfectamente dónde estaba.
—Señora, la puedo acompañar, pero es imposible que esa tumba exista…
El amable hombre observa el rostro de la madre bañado en lágrimas mezcladas con sudor, y más que su enorme desesperación —algo que es común en su trabajo— siente curiosidad por la seguridad que muestra al aseverar la todavía existencia de esa tumba, por lo que decide que nada pierde con aceptar su ruego. Además, piensa que darle la oportunidad de comprobar por ella misma lo que está seguro debió de suceder hace muchos años de acuerdo a sus protocolos, no le tomará mucho tiempo.
Ambos salen a la planicie de la entrada, ahora de cemento. El hombre camina a su lado, observando que ella avanza un poco tambaleante; también escucha su llanto mientras la ve limpiarse en forma frecuente las lágrimas y guarda un respetuoso silencio.
Mientras camina, la madre continúa castigándose con el pensamiento de culpabilidad preguntándose una y otra vez: “¿Por qué no vine a visitar la tumba más veces?, ¿por qué no pregunté qué otro trámite debía completarse?”. Al sentir su cuerpo desfallecer piensa que debe dejar de buscar excusas, que lo importante ahora es encontrar su pequeña tumba antes de que el dolor en su corazón se haga intolerable.
Recuerda que hace quince años caminaba desde la entrada una distancia que equivaldría a aproximadamente dos calles, pero la señal que nunca podría olvidar era la presencia de un pequeño mezquite a un lado de la tumba. En ese entonces el arbusto tenía quizás una altura de tres metros y era el único en muchos metros a la redonda en el árido terreno de la falda de esa montaña, donde a otros árboles les sería imposible sobrevivir.
“¡Ahí está!, claro que es el mismo”, se dice. El árbol se observa un poco más alto y como en ese entonces, aunque modestamente debido a la estructura de sus espinosas ramas y el minúsculo tamaño de sus hojas, continúa ofreciendo su sombra. A pesar de su solitaria existencia representa en forma digna la soledad a su alrededor, pero para María José, quien continúa orando a medida que se acerca, ese árbol empeñado en perdurar entre la muerte representa una señal de esperanza para su corazón.
—¡Es esa, señor! —un grito cortado por el mismo llanto sale de su garganta—. ¡Bebé, sabía que me estabas esperando! ¡Se lo dije, señor, cuando hablaba con ella siempre le decía que un día vendría a buscarla!
El señor revisa y vuelve a revisar sus documentos moviendo incrédulo su cabeza, pero el nombre en el acta coincide con el grabado en la blanca cruz. Mientras lágrimas de dolor y agradecimiento continúan cayendo sobre el rostro de la madre sostenida por el brazo de su cuñada, el buen hombre regresa con otro señor, quien trae consigo su herramienta. Durante un lapso de tiempo que a la madre se le hace interminable, en aquel soleado y silencioso paraje sólo se escucha el sonido del metal removiendo tierra y los sollozos de ella de pie bajo la sombra del mezquite.
Extiende sus temblorosos brazos intentando tocarla desde la distancia y siente como si su corazón sufriera una herida que ahora está segura nunca podrá cerrar.
Y finalmente, y aunque de lejos debido al protocolo, vislumbra el pequeño cuerpo —debido a lo complicado del parto, su familia había llevado a cabo su sepelio mientras ella permanecía en el hospital durante varios días más. Mientras un temblor la estremece, puede observar a través de sus lágrimas aquellas sabanitas que recuerda le fueron regaladas por su madre para cubrirla cuando naciera. Extiende sus temblorosos brazos intentando tocarla desde la distancia y siente como si su corazón sufriera una herida que ahora está segura nunca podrá cerrar. Después de amarla y esperar su llegada durante nueve meses, la vida de ese pequeño angelito en la Tierra fue sólo como la de una estrella fugaz, pero está segura de que la estela dejada durante esos segundos permanecerá hasta que ambas se vuelvan a reencontrar.
Ahora es ella la que camina tras los dos hombres hacia ese lugar localizado a un lado de la oficina, y sólo espera unas cuantas horas para recibir en sus temblorosas manos una minúscula cajita y dentro de ella un sobre con sus cenizas.
Han pasado ya muchos años desde ese caluroso mediodía. El agradecimiento por el milagro de esa tarde es un sentimiento permanente en María José. A pesar del tiempo transcurrido, las lágrimas nunca han dejado de brotar con el recuerdo de la pequeña y amada figura bajo la sombra del solitario mezquite.
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