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Caminante del desierto

jueves 7 de julio de 2022
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Los centelleantes e incontables puntos dorados que conforman el desierto del Sahara se extienden infinitamente ante mis ojos. Las piernas me tiemblan sin cesar. La arena se mete entre mis pies. Antes, la sensación era cosquilleante, disfrutaba del movimiento de la arena entre mis sandalias, jugaba con ella entre mis dedos y me recordaba que yo también estaba en constante movimiento. Pero ya no más. Ahora la arena quema las llagas de mis pies, me hundo, ya no tengo sandalias y hace dos días que no bebo agua. Mis labios parecen lijas y la mente fluctúa entre lo real y el delirio. El calor es letal.

Es por pura inercia que logro seguir a la manada de personas congregada frente a mí. Madres, padres e hijos andando, siguiendo a los coyotes del desierto. Me siento como un camello: lenta, dopada y pesada. El paisaje, lleno de dunas, me empaña la vista y las ondas de aire caliente van sofocando mi garganta y quemando mis fosas nasales. Si logro enfocar lo suficiente la vista alcanzo a percibir líneas transparentes dibujadas sobre el camino.

¿Hacia dónde iba? Ya no lo recuerdo. Antes decía que iba a Ghana, a trabajar en los campos de café. Pero cuando llegamos ahí nos sacaron como a ratas, ni siquiera alcancé a divisar una plantación. Luego me dijeron que mejor fuéramos a Costa de Marfil, que allí había una mejor economía y podríamos trabajar recogiendo nueces de marañón. Y así, una, y otra, y otra vez, hasta que me di cuenta de que ningún lugar quiere asumir la carga de recibir a los refugiados. Por eso sigo andando, con mis últimos alientos.

Es un lugar muy lejano y por los cuentos que llegan de varias personas, parece que es un oasis, una ilusión. Le dicen Europa.

Ahora voy hacia donde todos van; es un lugar muy lejano y por los cuentos que llegan de varias personas, parece que es un oasis, una ilusión. Le dicen Europa, y allí hay trabajo y comida en abundancia, pero lo más importante es que ahí no hay guerra. Hace tiempo que no escuchaba la palabra Europa. Sólo tengo un vago recuerdo de ese nombre, en una clase de geografía hace unos cinco o seis años. Para llegar ahí hay que cruzar el mar, el Mediterráneo, en unas pequeñas y costosas balsas.

Al principio me lamentaba por mi suerte. Antes lloraba, desaforada, ensimismada, soltando por los ojos todo aquello que mi alma no soportaba. Ya no lloro más; la muerte no me asusta. Lo he visto mucho en los ojos de las otras personas, me he vuelto inmune al dolor, no genera ningún efecto en mí. Es una lástima, la verdad. Recuerdo que las noches de llanto eran buenas porque podía beber mis propias lágrimas; eran saladas, pero no importaba, mi lengua las recibía con gratitud. Andar da tiempo para reflexionar sobre este tipo de cosas.

Mientras andaba divagando en mi mente, caía el ocaso en el desierto y el cielo se llenaba de naranjas, amarillos y rojos… llegaba el atardecer, que siempre es una buena señal: viene la noche y, con ella, un respiro de ese agobiante calor.

No es que se ponga mejor. Es un contraste abrupto, pues la noche en el desierto es otro tipo de experiencia extrema. Sobre todo, en invierno. Las temperaturas bajan hasta dos o tres grados, a veces hasta bajo cero. Los escalofríos son agobiantes. El viento tiene mil voces y el cuerpo tiembla desenfrenado. Es que la arena no retiene nada del calor que le llega durante el día, ni para eso sirve.

Aun así, en ese estado compulsivo, en las noches el desierto es mi amigo, me habla y me enseña sus misterios, o al menos eso me gusta creer. Quizá son sólo sueños (¿o pesadillas?) que tuve. La otra noche encontré un escorpión. Era morado e inmenso. Estaba subiendo por mi pecho, sus tenazas se clavaban en mi piel (digo piel para que se entienda, pero estaba tan desnutrida que en realidad se clavaba en mis huesos).

Quería gritar, pero mi cuerpo no reaccionaba. Sentía que miraba: no te haré daño, decían sus seis ojos, que apenas pueden captar la diferencia entre la luz y la oscuridad. Me picó. Sentí su aguijón clavándose en mi piel, pero no había dolor. Su veneno me recorría las venas. En medio de ese trance, el escorpión me llevaba al pasado, a recordar a mi madre y a mi hermana. Asuntos que intentaba reprimir desde hace tiempo.

 

Los primeros días mi madre me reconfortaba orando, rezando los suras del Corán. Me repetía (diría yo que en su intento de convencerse a sí misma) que estábamos huyendo de la guerra y del mal, de esa gente con armas y camuflados —esa gente que, por cierto, había asesinado a mi hermanita—, de los disparos en la noche que no dejaban dormir y te llenaban de dudas la cabeza. Preguntas inquietantes eran la fuente de desvelo cada noche. ¿Quién sería esta vez? ¿El vecino? ¿El panadero? No se podía hacer una lista de pensamientos muy larga porque después de cinco o seis disparos interrumpen los gritos de los niños. Esos gritos eran música para los soldados, que seguían esos sonidos en un frenesí inexplicable. Los gritos eran una alarma, una señal de carne fresca. A muchos los tomaban y los reclutaban, a otros los violaban, los tiraban por ahí. Recuerdo decirle a mi hermana con señas, “que suerte tienes de ser sorda”, y ella reía y negaba con la cabeza, como recriminándome.

Después, cuando cesaba el caos, llegaba el cansancio, la oscuridad y las pesadillas. Despertar en medio de la noche, empapada en sudor, desorientada, asustada y con ganas de vomitar era el día a día.

La verdad es que no queríamos irnos de nuestro pueblo. Sí, era violento y pobre, pero no conocíamos nada más. Teníamos miedo y no lográbamos reunir el coraje para vender todo y salir huyendo. Ojalá lo hubiésemos hecho antes, porque después del incendio no quedó nada para vender. Quince años se fueron en minutos. A estas personas con sed de sangre no se les ocurrió nada mejor que prender todo en fuego. Las llamaradas inclementes lamían y destruían todo a su paso.

Me pregunto si las cenizas de lo que fue mi hogar aún contienen el perfume de mi hermana en ellas.

Yo estaba muy lejos cuando eso sucedió. No pude salvar a Aiona del desastre, pues ella estaba sola dentro de la casa. Me pregunto si las cenizas de lo que fue mi hogar aún contienen el perfume de mi hermana en ellas o si el viento las dispersó y ella viajó con la brisa hasta caer repartida en la arena. Su muerte fue devastadora. Ese fue el punto de inflexión para irnos. Ni mi madre ni yo soportamos estar en ese lugar, cargados con recuerdos de Aiona.

Partimos en busca de las leyendas, de lo que estaba más allá de nuestra imaginación, con el alma hecha trizas. Al principio éramos sólo los miembros de la aldea. No sé cómo lograron reunir lo poco que quedaba y rentar un jeep. Fueron muy amables con nosotros al invitarnos, aunque al fin y al cabo eran las personas con las que me había criado y sabían que si no salíamos de allí sólo nos esperaba la ruina. En ese jeep partimos y, después de algunos averíos, el conductor nos llevó con otra manada de personas guiados por unos coyotes que tuvimos que sobornar, rumbo a Costa de Marfil. Ese es el último recuerdo que tengo de haber descansado. Desde entonces mis piernas han trabajado como pistones, a toda marcha.

A mi madre la perdí en el camino. Ella dijo que iba a buscar un poco de agua y no volvió. Yo tenía dos opciones: permanecer en ese lugar y esperarla o seguir con la manada. Pero mi instinto me dijo que ella no iba a volver, que algo terrible le había pasado y ella hubiese preferido que yo siguiera mi camino.

Empecé a rezar, para recordarla, pero sólo me sabía algunas oraciones y con el tiempo me fui cansando. Además, desperdiciaba saliva. Guardé una foto de ella, que al final tuve que comer para llenar el estómago. Lo siento por eso. Algún día la dibujaré sobre un lienzo inmenso.

 

Estaba asustada. No quería enfrentar esa vida ni volver a esos recuerdos pero tampoco podía salir de ese estado. Lloraba, gritaba, intentaba presionar mi cabeza para no oír las voces… Nada dio resultado, así que me rendí. En algún punto el escorpión desapareció y yo caí en un profundo sueño.

Me di cuenta de que había retomado la conciencia pues el día después me levantó apresurado un compañero, “ya salió el sol, vamos, muévete, muévete”, y me golpeaba amistosamente las costillas. En medio del desierto, no hay manera más rápida de levantar a alguien. Era una trampa. Eran las cinco de la mañana y seguía haciendo un frío bestial, pero la idea de morir achicharrado por la arena no le llama a nadie la atención. “Si tenemos suerte, llegaremos en dos días al Mediterráneo”. Mi compañero, un poco más joven que yo, quizá rondaba entre unos doce u once años, estaba muy emocionado. En este punto del viaje, parecía que el mar era otra mentira, otro cuento que le dicen a las personas para apaciguar sus angustias, porque desde ese día llevo cinco días caminando y no veo ni oigo nada. Perdí la esperanza… pero continué el viaje.

Mientras ponía un pie delante del otro, mi compañero se acercó y me dijo algo más… “Ah, y por cierto, estás hablando dormida. Decías que tenías que volver por Aiona, ¿quién es Aiona?”. Le hice un gesto odioso y le lancé una mirada como de quien no quiere hablar de eso. Mi compañero, cuyo nombre no recuerdo, se encogió de hombros. “No puedo volver por ti, hermanita, ya estoy muy lejos”, pensé para mis adentros. Pero algo me decía que ella me necesitaba. Sentí culpa por un tiempo y luego se la entregué al desierto para que tornara mi corazón en una piedra árida y seca. No estoy segura de que eso haya funcionado. Volví a distraerme.

Nos observaban de forma extraña, susurraban insultos y algunos nos escupían o amenazaban con golpearnos.

El grupo se adentró en Marruecos y empecé a divisar la jungla de concreto. Eran ciudades costeras, no muy habitadas, no eran tan desorganizadas y sin duda llamamos la atención. Nos observaban de forma extraña, susurraban insultos y algunos nos escupían o amenazaban con golpearnos. A algunos se les notaba el odio, otros lo hacían sólo por seguir a los demás. Por suerte la persona que guiaba la manada había seguido las indicaciones que nos dieron los coyotes al pie de la letra. De ello dependía en gran parte nuestra seguridad. Nos habían dicho que no tomáramos las rutas por Tánger, Ksar Sghir, Benzur o Ceuta, porque había demasiados controles. Nos desviamos hacia Nador y de ahí hacia Melilla, una ciudad inmensa, con fuertes murallas que datan de hace mucho tiempo.

De la nada alguien lanzó un grito muy fuerte, y luego siguió otro, y otro. Pensé que iban a perseguirnos. Pero me equivoqué. Gritaban “¡Agua! ¡Agua!”. Entendí todo. Ese escándalo no podía deberse a otra cosa más que el encuentro con ese gigante azul, el mar. Cuando llegué a la costa no podía creer la cantidad tan inmensa de agua que estaba en el mar, quería beberlo entero. Fue una pésima idea, pues al intentarlo me asqueé ante tanta sal. Recordé todos mis días en el desierto y por poco me desmayo. Era mi primera vez viendo el mar. Eran muy lindas esas playas. El color azul era vibrante, celestial. Era sin duda el destino perfecto, pues tiene varias rutas marítimas hacía Almería, España, Europa. Fue una suerte que me gustara esa vista, tuvimos que quedarnos más de lo esperado.

Al séptimo día, al borde de la muerte, agobiada por los malos tratos de esa ciudad, algo cambió. Llegamos a Nador. La sorpresa fue desmoralizante… Debíamos saltar por una valla que dividía la frontera entre Marruecos y la zona española, Melilla. Esa valla nos separaba de nuestros sueños. Encontramos a otras personas que debían realizar la misma operación y en el intento morían electrocutadas o baleadas por los guardias. Teníamos que pensar. Utilizamos un par de días para ganar fuerzas, alimentarnos y beber con lo poco que nos quedaba. Cuando el momento fue justo, trepamos la valla que cubre la ciudad, como cientos de personas han hecho antes.

 

No podía creerlo. Empezaron a sonar cánticos, sollozos de alegría, gritos de victoria. Fue chocante escuchar tanta algarabía, pues cada persona cuidaba su aliento como si fuese un diamante. Me apresuré, corrí agitada hasta donde se encontraba la mayoría de las personas. Volvieron a brotar lágrimas de felicidad, y abracé a quien tenía a la mano. Estábamos salvados. O al menos, eso pensaba.

Tomó unas horas esperar al resto del grupo, que, aunque no eran muchos, eran útiles para organizar a los integrantes de cada balsa. Los coyotes eran hostiles y groseros, nos presionaban por el dinero, que entre todos los de la aldea logramos colectar mendigando en Nador. Nunca entendí por qué los pedazos de papel condicionan la vida de las personas.

“El dinero es un vicio, una mentira que se cuenta la gente para pensar que tiene poder y control”, decía mi mamá. Antes no comprendía muy bien y yo le pedía dinero para todo, aunque en la aldea no había mucho que comprar. Después de este viaje, entendí a lo que se refería. Ese papel hace de todo, pero hace que la gente se vuelva violenta, que robe, que humille al resto. Yo no contaba con mucho dinero, pero por suerte en mi aldea no somos codiciosos, además, todos saben que estoy sola en el mundo, sin madre ni hermana. Pero todo valdría la pena, porque ya estaba cerca de aquel oasis con el que tanto soñaron ellas. Aquí podría empezar de nuevo.

 

La gente en España era extraña, aunque la comida era deliciosa. Para pedirla debía comunicarme con señas porque pocas personas sabían árabe.

La llegada

Estaba loca por España, seguía impresionada por todo lo que se podía encontrar allí. Nunca había visto un lugar semejante, había tiendas de lo que quisieras en todas las esquinas, por más que caminaras parecían interminables los edificios con cientos de cuadrados en ellos, llenos de personas. Me imagino que serían felices. La gente en España era extraña, aunque la comida era deliciosa. Para pedirla debía comunicarme con señas porque pocas personas sabían árabe. Algunos se extrañaron por mi hiyab. Estuve buscando un hospedaje decente pero los lugares que encontré estaban hacinados y la gente se veía enferma y apretada.

A falta de un lugar decente para poner mi carpa, me refugié en una estructura larga con un arco en medio, decidí hacer una hoguera y pasar las noches ahí. Otras personas tuvieron esa misma idea pero no me gustaban, estaban sucios y tenían sus ojos perdidos todo el tiempo, se reían sin razón. Las noches eran solitarias y no había estrellas, como en casa o en el desierto, pero había muchas luces artificiales. En mi mente armé constelaciones con ellas y le puse nombre a cada uno de los faros para distraerme.

El décimo día iba caminando tranquilamente cuando aparecieron unos muchachos. Eran cinco o seis, no serían mucho mayores que yo. Se estaban acercando a mí. Noté que llevaban piedras en las manos. No se me cruzó por la cabeza que iban a tirarlas. Sólo fue hasta el momento en que una pasó muy cerca de mi cara que comprendí la situación y eché a correr. Pero ya era demasiado tarde, no era lo suficientemente rápida. Me alcanzaron y entre dos me tomaron de pies y manos. Halaban por todas las direcciones. Sentía que iban a despedazarse lo que quedaba de mis huesos, que eran tan frágiles como el cristal. Fui cobarde, no lograba defenderme. Me tiraron todas las piedras que tenían, se reían. Yo gritaba, y no entendía cómo es que nadie en esos palacios altos escuchaba mi desesperación. No sabía que el hecho de que me hayan escuchado sería mi peor condena.

Unos diez minutos después llegaron a mis oídos unos ruidos ensordecedores, una especie de alarma acompañada de luces rojas y azules, daban vueltas. Venían de una camioneta blanca. Se bajaron personas con uniformes. Los agresores salieron corriendo. Me subieron al coche, me dijeron cosas que no comprendía, me esposaron y me llevaron a un cuarto gris. Tiempo después, me dijeron que iban a llevarme a un puerto.

Me metieron en un bote y con risas se despidieron de mí. El bote estaba lleno de gente como yo, siria, libanesa, turca, argelina, etíope, en fin, qué no había… Las olas azules se movían en un vaivén que mareaba. Y así me quedé, exiliada, pasmada, golpeada, derrotada y con la leve imagen de una jungla de cemento inalcanzable. En medio de mi contemplación alcancé a divisar un mural, una pintura inmensa de un escorpión morado. Me maldije por no haber seguido mi instinto. Pensé en la sonrisa de Aiona. Lloré de nuevo y me prometí ir a buscar sus restos.

Luego de eso, la balsa se volteó y quedé a la deriva, en el medio del mar Mediterráneo. Escuché a varias personas diciendo: “Ayuda, no sé nadar”, y en ese instante pensé… Un momento… ¿Yo sé nadar?

Nota de la autora: esta historia va dedicada a las miles de personas refugiadas en áfrica subsahariana, en especial a las mujeres y niñas que emprenden la travesía hacía Europa. Fuerza y admiración para ustedes.

Carolina Barrios Martínez
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