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Lloverán flores
(del libro Las diversas formas de lo falso, de Paúl Peláez)

jueves 14 de julio de 2022
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“Las diversas formas de lo falso”, de Paúl Peláez
Las diversas formas de lo falso, de Paúl Peláez (Sultana del Lago, 2022). Disponible en Amazon

Las diversas formas de lo falso
Paúl Peláez
Cuentos
Sultana del Lago Editores
Maracaibo (Venezuela), 2022
ISBN: 979-8802100240
148 páginas

Virgilio arrugó el papel, y casi rompiéndolo, lo guardó en uno de los bolsillos de su pantalón. Había impreso una ira brutal sobre ese trocito de papel en el que aún reposaba la humedad de las manos de Marco. Mientras tanto, sobre los nudillos de su mano derecha, un minúsculo charco de sangre se regaba hacia sus dedos cubriéndolos de violencia, de cólera oscura que había roto algo más que una boca o un espíritu, tal vez, una amistad de toda la vida. Pero no era el momento de pensar en ello. Ahora, algo más importante (mucho más importante) ocupaba su mente.

Los fascistas habían marchado hacia Roma días antes, desde varias ciudades y poblados, inundando trenes, autobuses, carreteras y caminos boscosos. Los escuadristas colmaban la periferia de Roma desde el 25 de octubre y, en aquella mañana del 29, se rumoraba que doscientas mil almas asediaban la capital desde el norte, dispuestas a matar o morir. Virgilio, junto al resto de los soldados del Regio Esercito dispuestos a la defensa de la ciudad, aguardaba órdenes de sus superiores y éstos a su vez de Facta para arremeter en contra de los amotinados.

Su relación con el peligro le resultaba mucho más que provocativa o emocionante.

Observó a sus compañeros sacudidos por grandes arcadas, doblados casi de rodillas derramando el poco alimento que habían ingerido la noche anterior, esparciendo sobre el suelo y sus botas todo aquel miedo que excedía sus fuerzas y cuerpos. En ese instante reparó en un detalle en el que jamás había reflexionado: a diferencia de sus compañeros y del mismo Marco, quien siempre huyó de toda la lucha, su relación con el peligro le resultaba mucho más que provocativa o emocionante. Realmente le generaba un instinto suicida que mordía su sangre y que no dejaba en él un solo hueso de miedo o cobardía. Rememoró la vez que enfrentó a los hermanos Piazzola (famosos por traficar con alcohol y otras sustancias), venciéndolos a los tres al mismo tiempo, o aquella otra que le propinó una tanda de golpes y patadas al ladrón que, con cuchillo en mano, se atrevió a robar naranjas del mercado durante una cálida tarde dos años atrás. Tal vez, se dijo, el miedo era incontrolable para Marco. Quizá le resultaba en una sensación de angustia y desespero, una especie de alfiler dentro de la garganta o del pecho pujando y rompiendo con pequeñas incisiones que no matan al instante, pero te desangran poco a poco hasta dormirse o sentirse ajeno en su propio cuerpo. Acaso de ahí las primeras líneas de aquel papel que llevaba en su bolsillo derecho. Él, que gozaba de una asombrosa capacidad de memorizar páginas enteras en tan solo unos segundos, recordó inmediatamente aquellas palabras:

Yo, que nací con mi lengua atada
al destino de este cuerpo,
y con el peso de la derrota colgando entre mis piernas…

Recordó también todas esas veces que, con la rabia atada al puño y la indignación tirando de su sangre revolviéndola en un hervidero de tripas ardientes, defendió a Marco de todos los cretinos que intentaron someterlo. Recordó el crujir de las narices, el vuelo de los dientes, el brote de sangre de las rajas que sus puños abrían sobre las cejas de aquellos bastardos. “¡Truhanes todos!”. Por un momento sintió el regocijo de las viejas victorias en su pecho, cuando de pronto anunciaron que el primer ministro, Luigi Facta, se hallaba reunido con el Rey Víctor Manuel III para obtener el permiso y actuar de inmediato en contra de los “Camisa Negra”.

Lee también en Letralia: reseña de Las diversas formas de lo falso, de Paúl Peláez, por Alberto Hernández.

Llenó de aire sus pulmones y pudo percibir anticipadamente el olor de la sangre fascista cuando comenzara a arrancarles, con sus propias manos, los ojos, la lengua, la tráquea. También adivinó el putrefacto olor a mierda fascista cuando los demás vieran lo que él les hacía a los primeros cinco, ocho o diez o tal vez quince escuadristas una vez iniciada la batalla. ¡“Batalla”, qué palabra! Tenía en él un resonar largo, atado a una densa cadena de sangre que le agitaba la cabeza y el pecho y los brazos y esa misma palabra traía de nuevo el poema de Marco a su memoria:

en el alba de la batalla,
decido liberarla de su celda
y cantarla en tu nombre, Virgilio…

¿Qué se había propuesto Marco? ¿Acaso se trataba de una broma y el golpe no le habría dado oportunidad de explicarse? ¿Por qué dejar caer esa noticia como una lluvia de ladrillos sobre su cabeza? Después de todo habían sido amigos, muy amigos, y él siempre había afrontado las dificultades que aquejaron a su amigo, ¿entonces por qué no decírselo antes? ¿Por qué no ser honesto y dejar que la verdad los libere.

El Rey no había aprobado cargar en contra de los escuadristas y los oficiales a mando, indignados, regaron la noticia entre la tropa. “Quel maledetto Sciaboletta”, gritó uno de los soldados mientras el resto se miraban unos a otros perdidos sin saber qué hacer o qué decir. Virgilio tomó su fusil y un par de granadas de mano, y en contra de las órdenes de sus superiores, abandonó el cuartel. En realidad a él no le importaba la monarquía, la república, el senado o cualquier otro aspecto político de esa situación. Su único anhelo era derramar sangre, oscura y violenta sangre, como si buscara saciar un ansia caníbal que lo habitaba y sacudía por dentro. Otros soldados vieron el valor y la determinación de Virgilio y se imaginaron que tal vez era un Arditi, infiltrado en las tropas bajas para animarlos y dirigirlos en caso de que el alto mando se inclinara por un acuerdo político. Esto los animó a seguirlo. Trescientos cincuenta soldados del destacamento segundo del Regio Esercito siguieron los pasos de su nuevo líder vociferando consignas que llenaban de esperanza el aire enrarecido de Roma. Esto trajo las últimas frases del poema de Marco a la mente de Virgilio:

Vibra el viento con mi canto
como mi cuerpo entre tus dedos.

PD: finalmente, lloverán flores…

Él no entendía lo que Marco había querido decir con “mi cuerpo entre tus dedos”, pero era algo que lo enardecía exactamente igual que lo habían hecho, años atrás, los ataques desmedidos de aquellos bastardos sobre su amigo. Y luego estaba esa frase “finalmente, lloverán flores”. Una frase repetida una y otra vez por Marco durante toda su vida. Él había querido ser poeta y siempre decía que cuando la muerte asaltaba a un poeta, esa misma mañana llovía flores. Virgilio se permitió una sonrisa al recordar a Marco refiriéndose a sí mismo como “el más grande poeta romano de la historia”. Pero aquella sonrisa se desdibujó de inmediato al recordar la carta con el poema, el intento de Marco por besarlo, el forcejeo, el puñetazo en la boca, la sangre hecha río en el patio del cuartel y finalmente el traslado de Marco al destacamento cuarto. Esto último lo entristeció. Justo en ese momento, “en el alba de la batalla”, él no estaría al lado de Marco para protegerlo, para sortear a plomo limpio a sus enemigos, cubriendo con su propio pecho la humanidad de aquel que fue su amigo y que de alguna manera continuaba amarrado en un íntimo lazo a su espíritu, hasta el día en que alguno, o ambos, partiera de esta vida. Concluyó al fin que un hombre como Marco, que detestaba toda forma de violencia, solo pudo haberse alistado en el ejército para estar cerca de él, para seguirlo hasta las últimas consecuencias, aunque ello significara poner en riesgo su propia existencia. Esto le amargó el corazón.

Las calles de Roma comenzaron a agitarse con las primeras escaramuzas. Pequeños grupos de camisas negras se quebraban contra la sólida tropa de Virgilio, que se empecinaba en abrirse paso hasta el palacio de gobierno y forzar al primer ministro a decretar el ataque sobre los camisas negras. Fueron cuadras enteras de tiros, golpes y piedras liberando a Roma del posible yugo fascista. En las cercanías del Coliseo se toparon de frente con un contingente de más de mil escuadristas, la batalla se perfiló brutal y cruel. Al inicio, los soldados impusieron sus tácticas y su fuerza bélica. Los “Camisa Negra” iban cayendo como cuervos sobre la calle, amontonándose, similares a grandes bolsas de basura. Pero de a poco, la batalla se fue transformando, sumiéndose en la noche. Los soldados agotaron sus municiones con rapidez y los escuadristas parecían multiplicarse entre las sombras manteniendo intacto su número. Las piedras sucedieron a las balas. Luego los cuchillos, los golpes, los gritos adoloridos desgarraban los vientos de Roma. Virgilio logró ejecutar con sus propias manos a unos cincuenta. Pero la batalla se prolongaba hacia la madrugada y el cansancio ya se le había trepado en la espalda, en los hombros, en la cabeza. Por un segundo, en una ráfaga o más bien en un pálpito, el recuerdo se le incrustó en la mente. ¿Qué sería de Marco? ¿Estaría seguro?

Junto a él, otros diez o quince soldados lograron escapar hacia el sur de la ciudad, a un terreno que aún permanecía desocupado.

Entendió que había llegado el momento de huir o perecería inútilmente en aquel lugar. Junto a él, otros diez o quince soldados lograron escapar hacia el sur de la ciudad, a un terreno que aún permanecía desocupado excepto por los algarrobos locos cuyas flores resistían, estoicas, la crudeza del otoño. Allí encontraron enmarañados entre los árboles a otros soldados de distintos regimientos que habían huido cansados y heridos de otros enfrentamientos. Los fascistas los habían superado y era cuestión de tiempo para que dieran con ellos. Debían moverse pronto o serían enterrados junto a los algarrobos.

De pronto una voz oscura surgió de entre los árboles, Virgilio la reconoció en el acto. Se trataba de Francesco Montella, un joven cuya familia vivía en el mismo barrio de Virgilio y quien había sido asignado al regimiento cuarto. Ambos se identificaron, intercambiaron historias de sus respectivas batallas. Se sumaron a la conversación otros soldados del mismo regimiento, quienes confesaron (con cierta vergüenza), que a pesar de haber hecho frente con todos sus hombres y con toda la fuerza de su arsenal, fueron aplastados por el enemigo. La noche se gastaba junto a las historias, pero ninguno supo responder sobre el paradero de Marco Mancussi, su amigo. Los soldados empezaron a irse del lugar junto al primer golpe del alba.

Virgilio se quebró. Por primera vez saboreó el miedo y supo de su sabor metálico parecido al de la sangre, porque el miedo también brota de las heridas y se derrama inconteniblemente por el cuerpo hasta que lo baña entero y lo deja sin fuerzas, sin ideas. Llegaron otros cinco soldados también del regimiento cuarto, pero no hubo noticias. El lugar se vació en menos de diez minutos. Virgilio decidió esperar sentado bajo el último de los algarrobos que lo ocultaba bien y además le ofrecía una vista impecable al camino que conducía hacía ese terreno. Transcurrió una hora, pero nadie más llegó. Palpó el bolsillo de su pantalón, introdujo su mano, tomó el papel y volvió a leerlo.

Yo, que nací con mi lengua atada
al destino de este cuerpo,
y con el peso de la derrota colgando entre mis piernas,
yo, que he sido incapaz de blandir oscuro el filo de mi verdad
sobre los oídos del mundo,
hoy, en el alba de la batalla,
decido liberarla de su celda
y cantarla en tu nombre, Virgilio.
Te canto;
como último pálpito de vida,
con los restos de mi voz resquebrajada,
te dedico este canto, mi canto
que es un pájaro de nubes blancas,
una tarde viva a la orilla de la playa,
una ola inquieta que se trepa en el aire
solo para tocarte, Virgilio.

Vibra el viento con mi canto
como mi cuerpo entre tus dedos.

PD: finalmente, lloverán flores…

M.M.

Con la primera llama del sol, el otoño dio su estocada final. Una lluvia lila de flores comenzó a caer sobre el pasto y sobre Virgilio, quien lloraba desconsolado entre los algarrobos con aquel pedazo de papel aferrado a su pecho.

Paúl Peláez
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