
La Señora de la Tundra
Paola Giometti
Novela
Caligrama Editorial
Sevilla (España), 2021
ISBN: 978-8419009418
296 páginas
Capítulo I: Noche Polar
Si se mira hacia el norte, donde la roca y el hielo hunden sus entrañas en el océano Ártico, y ves una niebla gris, densa y oscura sobre el mar, que sopla hacia ti, congelando la vegetación al borde de los ríos; si eres capaz de caminar sobre los pantanos sin hundirte, entonces sabrás que vienen los draugar. Así fue como comenzaron las campañas de caza de mundanos, cuando Fimbul, la noche interminable, cayó sobre las vidas de los escandinavos. Los campesinos nórdicos la llamaron “la noche polar”. Sin embargo, pensaron muchas cosas cuando vieron que se los castigaría con largos meses de oscuridad. Lo primero fue si sobrevivirían a la campaña de caza draugar. Sellaban ventanas y puertas; pasaban la mayor parte del tiempo con chimeneas o fuegos encendidos dentro de sus cabañas. Los draugar detestaban el calor de la luz. Decían que así surgía el bacalao salado y los ahumados, que durarían todo el invierno si aún no se los comían.
Jarnsaxa era jarl, hija bastarda del rey Drakkar y la general de los draugar. Todo el mundo la conocía con el sobrenombre de la Osa de la Tundra porque era alta y galopaba e invadía pueblos con la piel de un oso sobre los hombros. Cuando miraba a los ojos de la mayoría de los hombres, no podían sostenérsela. Sin embargo, lo que despertaba temor era su naturaleza draugr; los draugar comían la carne de los mundanos. En las cacerías de las noches de invierno, la general comandaba una enorme horda draugr, drakkarianos, ansiosos por mostrar su animosidad y saquear plata y joyas.
Se acercaron a caballo lentamente mientras todo el pueblo dormía. Los renos en el camino corrían hacia las colinas y las calles heladas permanecían vacías. Las antorchas se mantenían encendidas frente a las puertas y ventanas, pero eso solo provocó que los draugar estuvieran más dispuestos a atacar, ya que sabían que las familias que usaban esto estaban desesperadas. La horda empleó nieve para apagar las antorchas y sacaron sus hachas para romper las puertas y ventanas.
Jarnsaxa capturaba a los mundanos de los que se alimentarían durante el invierno y el verano. De vez en cuando, buscaban lo mejor de la sangre y las vísceras del jarl y sus familias, en tiempos de renovación para el rebaño, que mantenían preso como cabras hambrientas. A los mundanos campesinos se los servían a los draugar con menos privilegios.
Lee también en Letralia: reseña de La Señora de la Tundra, de Paola Giometti, por Alberto Hernández.
Los aldeanos solían decir que los draugar eran personas que habían muerto devotos de la Serpiente del Inframundo. Se habían levantado de nuevo en su nombre, saciando su hambre de una manera oscura, y habían reunido sus riquezas en este largo tiempo castigando la vida sin dioses ni hidromiel en el Valhalla, y huyendo del resplandor del sol que descomponía su piel, que los condenaba de nuevo a los gusanos de la tierra.
Los draugar habían iniciado su reinado hacía cientos de años, siempre alejados de las luces que los envejecían tan rápidamente como los mundanos eran adictos a la luz solar. Dependían de ella para cultivar su comida y contar los días, las noches, tendiendo a envejecer. Un verdadero draugr no tenía los vicios de la gente corriente. “Que se alimenten de sus vicios los mundanos mientras nosotros nos alimentamos de sus entrañas y sangre”, decía el rey Drakkar.
La leyenda decía que los hombres y mujeres de sangre nórdica y noble se habían convertido en algo raro en Real Vholtor y que solo en los rebaños de Mørkeheim se podían encontrar.
Muchos mundanos aseguraban que Odín traería un salvador invicto que los vengaría, pero la general usaba su espada para matar a los que se le oponían y, tras esto, su horda saltaba sobre el moribundo y se lo comía ante el horror de otros mundanos. De esta forma, convencía a los capturados de que se comportaran como un rebaño de ovejas indefensas.
Así fue para la Osa de la Tundra durante muchos de inviernos, hasta que al final de una de las estaciones heladas, cuando la nieve se derritió y el suelo quedó expuesto, se percató de un olor extraño que la llevó lejos. Provenía de una pequeña flor blanca que probablemente había vencido las vicisitudes de las tormentas y rara vez se veía en Mørkeheim. La draugr no lo sabía, pero era la señal de su última cacería.
Capítulo II: Abismo de Norrøna
El Fiordo Estrecho estaba envuelto en un manto glaciar que descendía a través de los riscos rocosos hasta las colinas de las tierras de los draugar, Mørkeheim. Se decía que se mantenía helada por los cánticos de los ergi. Debajo de esta se habían excavado laberintos para proporcionar refugio a los draugar centinelas. Todo esto era demasiado ominoso para los extranjeros, que se limitaban a evitar encontrarse con uno de ellos.
Jarnsaxa corrió desde lo alto de la montaña hacia el bosque de Vardlokk, sorteando las barreras construidas para contener las avalanchas. Mientras corrían, algunos de sus hirdmen, como solía llamárseles a los draugar que empuñaban armas, descendieron hasta las rocas que formaban una vista espectacular del fiordo. Les hizo un gesto para que bajaran rápido, señalando el suelo. Los vio obedecer, con su aspecto bestial y dispuestos. Ella se detuvo, y el viento levantó su cabello plateado con una ráfaga. Sus ojos helados miraron hacia abajo, hacia sus draugar, que esperaban. Estos se inclinaron sobre el suelo y lo olieron, comiendo un poco de nieve en el proceso. Entonces comprendieron hacia dónde dirigía la mirada su general.
—La jarl ha encontrado algo que le gustará a nuestro rey —afirmó finalmente uno de ellos.
—Se cruzaron en nuestro camino —aseguró Jarnsaxa sin ninguna duda—. Los nídings pasaron por aquí al anochecer —se refería a los renegados buscados por el rey.
El soldado quiso enseñarle los dientes, pero se contuvo. Podría perder el cuello.
Saxa, como también la conocían, iba ganando terreno cuando aparecieron el abedul y los pinos milenarios y torcidos ondeando al viento. Uno de sus soldados se adelantó para buscar el rastro, pero Saxa intervino, golpeándolo en las costillas y enviándolo de regreso a su lugar. El soldado quiso enseñarle los dientes, pero se contuvo. Podría perder el cuello. El cabello de la jarl ya inspiraba tanto poder como una corona, y era tan altiva, de ojos inflexibles, que decían que, si la mirabas, te devolvería la de un ave de rapiña.
—Por hoy, solo correremos por Vardlokk —ordenó finalmente, sabiendo que sus hirdmen ansiaban destacarse ante ella y los ojos de Drakkar para obtener privilegios, pero Jarnsaxa los quería todos para ella.
Continuaron por el sendero y pasaron los troncos de los árboles separados para sumergirse en la oscuridad nocturna de un fiordo que, según Drakkar, fue excavado por Grafvölludr-Gulon, la Serpiente del antiguo inframundo nórdico que había visitado los mundos más profundos. Ese era el terreno perfecto para su morada, el resplandor de la mañana no llegaba al fondo y, en el verano de sol ininterrumpido y abrasador, sus tierras se convertían en bosques extensos y pantanosos, ya que la nieve y el hielo acumulados en el invierno se derretían por las montañas y permanecían a lo largo de la costa, donde el agua, incapaz de ser absorbida por el suelo, lo saturaba y lo volvía esponjoso y rocoso.
Jarnsaxa había crecido corriendo por Vardlokk, por los senderos oscuros y sombreados, pero esa noche sintió el viento golpearle la cara y un aleteo en su estómago la aceleró. El crujido de la nieve bajo sus pies la enfureció como a un oso temeroso. Corrió, cruzando el bosque con los draugar que la seguían de cerca y liderados por su velocidad mientras observaban la aurora boreal sobre sus cabezas. Jarnsaxa se detuvo en los acantilados frente al mar abisal y se quedó allí, con su mirada pétrea hacia las aguas y las auroras boreales. Se dio cuenta de que quizás ya había experimentado ese mismo miedo, como el de un oso en fuga.
Cuando regresó a la fortaleza, estaba tan hambrienta que ordenó un banquete y devoró la carne con tanta ansiedad que ya no sintió ningún deseo de hacer nada más que sentarse en su habitación mientras la sombra de la noche se desvanecía detrás de la montaña. Sin embargo, acostada en la oscuridad, siguió mirando los ojos hundidos y las orejas erizadas del animal disecado, una cara que le recordaba a una liebre o un conejo cuando en realidad era el caballo de un rey muerto que guardaba como trofeo. Los rasgos de la liebre la miraron y mantuvieron despierta, contemplando al animal moribundo, incapaz de encontrar los rasgos que lo convertían en un caballo noble.
Jarnsaxa gruñó enfadada y se levantó. Agarró su espada, cortó el cuello del caballo como si quisiera venganza y, sabiendo que aún no había amanecido, abrió la ventana de su dormitorio. Alzó la cabeza entre los brazos y la arrojó. La vio rodar por los tejados y caer a los pies de los centinelas de la fortaleza. Antes de entregarse a la oscuridad de su sueño, supo que estaba maldita; que Drakkar nunca la aceptaría si sentía la extraña fatiga mental que había estado experimentado, así como sus pensamientos confusos, por cosas que eran problemas de los mundanos.
El rey decía que el incidente y la luz caliente podrían alterar las sensaciones y pensamientos de una criatura, enemigas del pueblo draugr, ya que vivían enfocados en los ideales y la devoción a la Serpiente del Inframundo.
Temiendo que sus hirdmen se dieran cuenta de su problema, a la noche siguiente la jarl regresó a Vardlokk, pero esta vez sola porque necesitaba expulsar ese remanente de vida mundana y pedir a los dioses del inframundo que la curasen. Se desvió por el bosque donde la nieve era aún más profunda y, finalmente, escaló media docena de riscos bajos, siempre en dirección norte e intentando llegar a uno de los puntos más altos de Norrøna, la montaña al oeste de Mørkeheim. Desde arriba de la meseta, Jarnsaxa vio que el cielo estaba oscuro y despejado, y luego se quitó la ropa.
Allí, hundiendo las manos en la nieve profunda, palpó una pequeña piedra y con su punta más afilada cortó un hilo debajo de la lengua.
La draugr eligió por dónde escalaría Norrøna. Lo hizo con la habilidad de un lince, sujetándose las rocas y, a veces, deteniéndose para mirar hacia el norte vacío, donde el océano no se vislumbraba. Allí, hundiendo las manos en la nieve profunda, palpó una pequeña piedra y con su punta más afilada cortó un hilo debajo de la lengua, del que brotó la sangre viva y maldita por Grafvölludr-Gulon. Se llevó los dedos a la boca y los mojó en ella. Cerró los ojos y tiñó los párpado. También pasó los dedos por el cuello y el pecho.
Miró hacia el campo por encima de su cabeza, desde donde vio salir las luces verdes, cortando el aire con un resplandor místico y, a veces, ondeando en blanco y púrpura. Subió más y llegó a la cima de la pared empinada, donde notó la textura dura del glaciar bajo sus manos y pies. Desde allí entonó los cánticos que había aprendido de los ergi para cuando buscaba convocar a las deidades del inframundo a pesar de saber que normalmente no caminaban por las auroras boreales. Sin embargo, esta vez cantó de manera diferente. Su grito resonó a través del fiordo con aullidos mientras escuchaba el viento rozar su cuerpo y agitar su cabello trenzado y con cuentas de metal.
Allí permaneció hasta el final de la noche, esperando alguna señal de Grafvölludr-Gulon, pero no había nada que indicara la presencia de la Serpiente de la Edad Antigua. Prestó atención a los vientos, los susurros ruidosos y las ráfagas de tormenta que llegaban desprevenidos y, luego de horas de espera, escuchó una extraña voz femenina llorando. Miró hacia arriba y vio que el día estaba por despuntar cuando decidió refugiarse en el grieta donde solía deslizarse la nieve. Encontró un agujero para esconderse de la luz que llegaba lenta en la temporada de primavera. Permaneció despierta todo el día, esperando una respuesta del inframundo o de cualquier deidad, u otro sonido que delatara cualquier cosa que estuviera perdida en sus pensamientos, hasta que el cansancio se apoderó de ella y sus ojos se cerraron por un segundo. Vio y escuchó, dentro de su cabeza, a tres mujeres tejer un largo tapiz. Enfurecida por el fracaso de su rito en la montaña y sin ninguna señal de los dioses ni cura para su locura, cuando la luminosidad se ocultó, salió de su guarida y contempló una vez más el paisaje nocturno y azul del Fiordo Estrecho.
- La Señora de la Tundra, de Paola Giometti
(primeras páginas) - sábado 16 de julio de 2022