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Adentro

martes 19 de julio de 2022
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“Jamás inmóviles, a los antojos
nos movemos del viento que nos guía”.
François Villon

I

La cárcel huele a estiércol y fritanga. Por sus paredes, se desenrosca también el hedor de los cuerpos cubiertos de una sarna metálica. La cárcel es un descenso en clave infinita, porque un preso al salir continúa en caída al hoyo donde quedó su alma rota.

P estuvo preso por cuatro años, diez meses y seis días. Lo recibieron con un cruel rito iniciático durante el cual las horas desaparecieron, y en algún momento se desvaneció del dolor por unos segundos, soñó en ese intersticio que transitaba a otro cuerpo que no conocía la violencia. Lo que menos dolió de esa noche fue la marca que le hicieron en la nalga derecha, con una vara caliente cuyo extremo tenía forma de caracol.

En la cárcel se derriban todas las mediaciones entre una persona y su propia imagen. Adentro hay un sistema paralelo al de la calle, en el que los presos orbitan en una elipse de ensañamientos —con la vida y la muerte yuxtapuestas sobre sus almas ingrávidas. Adentro se vive en un limbo de miedo y resignación, compuesto por una infinidad de espacios, que trascienden a la mera arquitectura interior de un penal.

Durante las primeras semanas, a P le costó entender esto. De la marca del caracol se generó una nueva piel, acerba y sarnosa, que cubrió sus músculos como un signo de advertencia, de ya haber vivido una muerte. P mutará de animal herbívoro a carroñero. Ni el tiempo ni la voluntad le alcanzarán para elevarse a depredador, dentro de la jerarquía orgánica por la que se organizan los internos de cualquier cárcel.

 

Ambos se vieron (a ellos mismos o sus sombras) a contraluz del cubil donde vivió P en la cárcel.

II

Al mes después de su excarcelación, P se cruzó, cerca de la plaza Diego Ibarra, con uno de los voluntarios de la universidad que iban todas las semanas a llevar noticias de los expedientes judiciales a los internos. Su relación en aquel tiempo de encierro había sido lo suficientemente cordial para que P apoyara al estudiante en habilitar la biblioteca para las reuniones. Su cortesía era remunerada con cinco o diez minutos de conversa casual sobre la calle. A veces el estudiante le llevaba el periódico del día, que luego P trocaba por cigarros o un plato de pasta con sardinas.

La sorpresa fue recíproca. La calle, sus cornetas y buhoneros se borraron desde el saludo forzado, y ambos se vieron (a ellos mismos o sus sombras) a contraluz del cubil donde vivió P en la cárcel, entre papeles y envases plásticos llenos de orina. En las diez o doce palabras que intercambiaron fue la cárcel otra vez. Devino entonces la impostura tensa, porque P advirtió en el otrora voluntario un dejo de miedo tras la cortesía fingida, como si culpase al tarot de los recovecos por haberse cruzado con un preso. Allí P supo que al salir no se abandona el hoyo donde quedó el alma rota, y que esos pedazos cortan.

 

III

Una mañana temprano P salió al patio de la cárcel. Allí sobre el piso de cemento pulido vio que yacía un conejo. Era gris y tenía los ojos abiertos, circunspecto; su tamaño correspondía al de un adulto. Simplemente estaba allí, como un solicitante de taxidermia.

P extendió la mano para tomar el conejo y éste se incorporó de manera repentina, entre sorprendido y violento, mordiéndole los dedos a P para luego desaparecer en una nube de pelaje gris. Apenas quedaron en el suelo algunas gotas de sangre. Lo que P encontró curioso mientras veía al conejo era que tenía una marca de caracol en la grupa, un poco más arriba de la cola. Luego le comentaron que era común marcar los animales en aquel penal.

Durante varios días P caminó todo el perímetro del patio buscando al conejo, preguntó incluso al herrador pero éste —con sigilo— le dijo que ya había encontrado su camino al hoyo que le tocaba. Por lo que P entendió que uno de los jefes almorzó conejo en esa fecha aproximada. El herrador sólo sonrió.

 

Uno de los pendencieros saca su pistola y le dispara a la muchacha.

IV

En la calle, P vive de pensión en pensión. Las canas le han aparecido con alguna premura, y sólo come sardinas con casabe o pasta. En su sistema de referencia carcelaria, era un lujo. Habla poco y tiene un aire melancólico. Ha empezado a recibir una asignación mensual por estudiar en un programa del gobierno, la cual se gasta en cervezas. Los compañeros de las pensiones están cansados de escuchar las historias de la cárcel de P borracho y en lágrimas, no le creen que la marca del caracol (la cual han visto con sus propios ojos) se la hicieron en la cárcel. Esas noches de ebriedad intenta revivir el sueño que tuvo mientras lo despojaban de cualquier dignidad su primer día en la cárcel, en el que transitaba a otro cuerpo, pero lo que sueña es verse a sí mismo —desvanecido— pretendiendo imaginar ese paso.

Un año después de haber salido de la cárcel, P trabaja de mesonero en un lupanar de la avenida Baralt. Una noche de turno hay una trifulca entre dos clientes por una de las anfitrionas; todos los demás fingen no ver nada pero uno de los pendencieros saca su pistola y le dispara a la muchacha. Todo es un caos. P, un poco tomado, se llena de ira y se abalanza contra el agresor. Son los pedazos del alma rota, que a veces cortan.

 

V

P abre los ojos, no recuerda nada luego de escuchar un segundo disparo, salvo un dolor tan intenso como fugaz. Se encuentra paralizado y se siente desnudo, acostado en medio del sol. Mientras intenta comprender la situación, alguien se aproxima con la mano tendida. P por instinto se para y muerde a la persona en los dedos; con pánico ve que a quien ha herido es él mismo en el patio de la cárcel, y que ahora es aquel conejo, también marcado con el caracol de los desmanes. Allí revive —ahora sí— su sueño y la irónica sonrisa del herrador. Su instinto le indica correr al hoyo donde quedó el alma rota. Adentro, adentro, hasta hacerse invisible.

Francisco Ramos M.
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