1
C’est en forgeant qu’on devient forgeron.
Proverbio francés
El sonido del teléfono me arranca del hechizo y de nuevo son las gotas de lluvia tamborileando contra el cristal del tragaluz. No sé cuánto tiempo estuve perdido en mis adentros. Trato de recordar lo que estaba haciendo antes de perder el hilo de mis pensamientos, pero veo borroso; seguramente no tenía mucha importancia. Sin embargo me sorprendo sintiendo una vaga extrañeza; yo, que soy ya desde hace tiempo poco propenso a los sobresaltos. Es como una súbita punzada que viene y va, pero sobre la que no puedo poner el dedo para indicar la fuente del problema. Lo más fácil sería ignorarla, pero no hay que pasar por alto estas cosas; podrán parecer triviales, pero el tío Armando dijo un día antes de acostarse que le apretaba una costilla y ya nunca despertó. No hay que olvidar que hay punzadas que te matan.
El teléfono insiste y trato de ignorarlo, como si haciéndome el muerto pudiera lograr que se cansara y fuera a buscar a alguien más en otra parte, pero el timbre no se rinde y termino por darme por vencido y atender los asuntos del mundo. En todo caso debe de ser importante; una llamada en domingo al número de mi estudio no es algo común. Los pocos que lo conocen saben que el tener junto a mí el aparato es una mera formalidad. Dudo que sepan el porqué de esta costumbre mía de encerrarme los domingos; hace mucho tiempo que ya nadie me lo pregunta, como si se tratara de otra más de esas cosas obvias que uno puede adivinar sobre la vida de los otros. Quizá se imaginen que me recluyo a darle vueltas al trabajo de la semana; al fin y al cabo sólo soy uno más entre los obreros que mantienen funcionando la maquinaria de pretender que cada día entendemos mejor el mundo y es todo lo que se espera de nosotros. Lo hago, sí, pero no ahora. Cuando uno llega a donde estoy a fuerza de dedicar la vida a que las cosas sucedan de acuerdo con lo previsto, termina por poder hacerlo en piloto automático y dedicar los domingos a cosas menos mensurables, aunque tenga que ser a escondidas.
—Gándara.
—Doctor Gándara, soy Florian. Discúlpeme por llamarlo en domingo, pero creo que por fin encontré el fallo. Los sensores parecen estar fuera de fase y…
Tuve que cortarlo. Florian es uno de esos estudiantes de primer año de doctorado a los que en lugar de motivarlos hay que ponerles frenos.
—Un momento, Florian. No hay ningún problema, pero no tengo ni la más remota idea de qué sensores me hablas. ¿Podrías refrescarme la memoria? —digo en un inglés intencionalmente lento.
Florian parece intuir el mensaje y se toma un momento antes de responder, esta vez en inglés.
—Claro, lo siento. Estoy trabajando en el algoritmo de detección de eventos aislados y sigo sin poder encontrar la razón por la cual no observamos el incremento en la frecuencia de disparo después de la transición. Estoy seguro de que algo anda mal con los sensores que hace que las frecuencias altas se nos escapen. Es la única explicación que encuentro para la ausencia de efecto después de la estimulación.
—Ya. Puede ser. Tendríamos que revisar los registros originales. Lo podemos hacer mañana, si te parece. Aun así, ¿no has pensado que es más probable que simplemente no haya ningún efecto que detectar?
—¡Imposible! Puedo ver cómo cambia el comportamiento casi sin necesidad del microscopio. Estoy seguro de que sólo necesitamos encontrar la manera de medirlo y seremos los primeros en demostrar el mecanismo.
A la naturaleza le importan una mierda nuestras ideas.
—Florian, eso sería fantástico, pero recuerda la regla número uno: a la naturaleza le importan una mierda nuestras ideas. Tu modelo es convincente y si podemos probar que es cierto tendremos una historia enorme entre las manos, pero por lo pronto no podemos sacar conclusiones y mucho menos buscar sólo el resultado que apoya nuestra hipótesis. Tenemos que estar abiertos a cualquier posibilidad.
Florian permanece en silencio del otro lado de la línea. Sé lo que hay en su cabeza.
—¿Qué te parece si mañana damos un vistazo a los registros para descartar un problema con los sensores y dependiendo de lo que encontremos discutimos el siguiente paso con el resto del equipo en la sesión del miércoles? De cualquier manera, me gustaría que presentaras una explicación alternativa para la aparente falta de efecto. Tómalo como un ejercicio.
—Excelente. ¡Gracias, doctor Gándara! Voy a hacer algunos registros piloto para mostrárselos mañana —pude escuchar en el fondo el ruido de las teclas.
—Ve a casa, Florian. De nada sirve fatigarse antes de siquiera empezar la semana. Lo retomamos mañana. Recuerda que esto es un maratón, no cien metros planos. Y es Ricardo, Florian. No soy tan viejo.
Cuelgo el teléfono con una sonrisa a medias. El entusiasmo incansable de Florian no ha dejado de darme dolores de cabeza desde que llegó al laboratorio hace unos meses, pero es imposible no sentir simpatía por alguien apasionado por lo que alguna vez para nosotros fue apasionante también, aunque nos vuelva locos. Hay algo sobre Florian que me ha hecho tener paciencia hasta el momento y evitar el hacerle notar que se ha metido en un callejón sin salida y que no tiene caso seguir invirtiendo todo su esfuerzo en el proyecto. Cuando esto sucede con cualquier otro estudiante, de inmediato hago la sugerencia de dirigirse hacia algo más certero, que a fin de cuentas lo que necesitan en ese momento es evidencia de que cuentan con lo que hace falta para hacer el trabajo, mantener el engranaje funcionando, producir. Es esa moneda la única que compra un futuro estable en nuestro mundo. Mas hay algo en Florian que me desconcierta. Fue el único con sobresaliente en mi curso pasado tras un lúcido ensayo sobre el papel de los circuitos acumuladores de evidencia en la toma de decisiones. No dudé un segundo en ofrecerle una plaza en el laboratorio cuando vino a entrevistarse con el equipo. Sin embargo, desde el principio me tomó por sorpresa el contraste entre su gran capacidad para franquear todo obstáculo entre él y los resultados con su empecinamiento por demostrar que toda evidencia obtenida respaldaba por completo su teoría; una ingenuidad totalmente discordante con su intelecto. ¿Pero quién no es ingenuo a los veintipocos? Desafortunadamente, el único remedio con que cuenta la medicina moderna para su condición es la exposición paulatina a la frustración. Al final todos aprenden: a la naturaleza le importan una mierda nuestras ideas.
Trato de regresar a donde estaba, pero no lo consigo. Esta breve reconexión con el mundo exterior me ha dejado de nuevo en un estado de aburrida vigilia y no me queda más remedio que recorrer con los ojos la mundanidad de mi estudio: libros nuevos durmiendo sobre los viejos, pilas de papeles que nunca voy a revisar, mi pantalla cubierta de dedos y el calendario de girasoles que Magda me trajo del museo Van Gogh cuando hizo el viaje a Ámsterdam, seguramente para hacerme creer que pasó aquellos días visitando los museos. ¿Quién regala calendarios de papel en pleno siglo XXI? Pese a ello me gusta; otra muestra de la ingenuidad de los veintipocos. No sé nada de pintura, pero hay algo que me sucede al mirar un Van Gogh; debe de ser eso que los críticos de arte dicen que no vemos los demás. Siempre he supuesto que se debe a que sus pinceladas gruesas y caprichosas me sirven de descanso de los constantes recordatorios que me da el mundo sobre mi incapacidad para ver las cosas como todos. Soy de los que prefieren guardarse sus defectos en lugar de hacerlos teatro —lo cual no resulta difícil cuando lo de uno es invisible—; nadie lo nota, nadie lo sabe, empero me pesa llevarlo conmigo a todas partes. Queratocono, a falta de un mejor nombre, es como le llaman los oftalmólogos, que, como el resto de los médicos, disfrutan al adornar todo con términos complejos. Resulta que por un capricho geométrico del mundo, la luz se emborracha un poco al pasar por las lentes de mis ojos. Tan sólo es otra absurdidad de la vida el que dedique mi trabajo a entender la percepción de la realidad a sabiendas de ni siquiera poder verla bien; de vivir en un mundo con la pintura escurrida. Afortunadamente, Van Gogh pintó esos girasoles para mí.
Entonces lo veo. Mis ojos se pasean por el recuadro vacío con el número veinticinco y siento de nuevo la punzada. Mas esta vez puedo ponerle el dedo encima y no es de las que matan, sino de las que dan escalofríos. Por supuesto que es tu cumpleaños, Alice. Y yo como siempre tratando de no saber que lo sé. ¿No te parece ridículo que mi mano se haya disparado de inmediato al auricular? Y pensar que me dedico a contradecir a Freud. Supongo que algunas cosas se le cuelan a cualquiera de nuestros filtros. ¿Y qué más da si no pude controlar el impulso? Para llamar a un número primero hay que conocerlo, y hace mucho tiempo que no conozco el tuyo. ¿En dónde estás, Alice? ¿Qué hiciste con tu vida?
Tú, que contra tu voluntad para mí lo fuiste todo; hoy, inalcanzable.
2
La idea me resulta insoportable. Tú, que contra tu voluntad para mí lo fuiste todo; hoy, inalcanzable. O casi, pues no habría podido vivir como lo hice hasta este lluvioso domingo sin tener un recurso de emergencia para evitar que dejaras de existir en mi mundo. No puedo encontrarte, Alice. No me lo permito. Pero sobrevivo este estoicismo solo porque mantengo mi gatillo de detonación siempre a la mano, constantemente preguntándome qué pasaría si lo apretara. Una llamada proveniente de Alemania no levantaría sospechas en UCSD, incluso siendo domingo; somos todos iguales. Sé que él la tomaría. Tal vez ni siquiera reconozca mi voz después de todos estos años.
Encuentro el papelito amarillo como si practicara la maniobra cada día. Al fondo a la izquierda, bajo el pisapapeles: el número de Victor. Uno —por supuesto que los gringos no pudieron evitar asignarse el primer prefijo— ocho cinco ocho: La Jolla. Un orgullo infantil me crispa los dedos. Detestar a alguien es cosa sencilla: no hay que pensar demasiado, se le detesta y ya está. De cualquier forma, la mayor parte del tiempo se le ignora y la repercusión que tiene en nuestras vidas es minúscula. Sí, detestar a alguien no implica ningún reto. Es por ello por lo que no puedo decir que detesto a Victor; a él tengo pendiente inventarle una palabra. ¿No es acaso otra broma de la vida el que sea sólo a través de él que pueda llegar de nuevo a ti? No, a la naturaleza le importan una mierda nuestras ideas. Y el tono del auricular me sigue invitando a entregar los números restantes; a arruinar mi vida una vez más.
De haber sabido lo que me esperaba al otro lado del Atlántico probablemente hubiera perdido de buena gana aquel vuelo a Londres.
3
Me pregunto en qué momento se fue todo a la mierda. ¿Fue acaso en ese avión en el que lo dejaba todo? De haber sabido lo que me esperaba al otro lado del Atlántico probablemente hubiera perdido de buena gana aquel vuelo a Londres. Tal vez fue antes, cuando me pareció sensato ir a buscar nueva vida al viejo mundo. ¿O fue en aquella clase de la que no recuerdo nada pero que no me perdí ni una sola vez? Miro hacia atrás y todas las cosas parecen estar encadenadas, como si nada hubiera podido suceder de otra manera, aunque de todos modos al final todo fue tan arbitrario. Tan arbitrario como que al sobrevolar un lugar cualquiera del océano un monitor nos indique que estamos a treinta y ocho mil tres pies del agua. ¿Por qué pies y no manos? Y a todos les parece lo más natural del mundo. ¿Cuándo comenzó a parecernos natural meternos en las entrañas de un pájaro de acero para en unas cuantas horas saltar entre continentes? Estoy seguro de que cuando mi abuelo abordó medio muerto de hambre el barco que lo llevaría a hacer este trayecto a la inversa sintió alguna chispa de aventura. Pero cien años después nos damos el lujo de aburrirnos y ponernos a ver películas para no tener que asomarnos por la ventanilla que nos muestra el lado iluminado de las nubes.
Un simple vistazo al alerón basta para percatarse de lo poco que uno entiende sobre cómo funcionan las cosas. Lo más cercano a una noción de certidumbre es el vago recuerdo de que fue un italiano el que le dio nombre al fenómeno físico que le permite volar a este armatoste. El resto es un misterio. Estoy seguro de que ni el piloto entiende cómo funciona un avión. En el mejor de los casos sabrá cómo ponerlo de nuevo en tierra sin matarnos a todos. Pero depositamos en él nuestra confianza y nos quedamos dormidos plenamente seguros de que moriremos a los ciento diez años en nuestra propia cama. Estamos convencidos de que el piloto sabe lo suficiente para bajarnos del cielo sanos y salvos y no nos molesta en absoluto el enorme número de tuercas y tornillos que de aflojarse un poco podrían mandarnos directamente a conocer a los ancestros. Vivimos tranquilos, confiando en los pilotos que saben lo suficiente para navegar la inmensidad de las cosas arbitrarias y así vamos todos, en dirección a algún lugar, midiendo las cosas en pies y creyendo que los engranes del sistema están siempre bien aceitados. Así hasta que uno se afloja y hacemos escala en la fosa de las Marianas. Sólo entonces uno empieza a preguntarse quién se olvidó de apretar las tuercas del mundo, cuando todo ya ha dejado de importar.
Y yo también dormí, vi películas y me bajé del avión en Londres sintiendo que me esperaban con la alfombra roja porque ya había encontrado el hilo negro de las cosas arbitrarias. Sabía que nuestro cerebro es un dispositivo maravilloso para enfrentar las infinitas posibilidades del universo. Pasamos los primeros años de nuestras vidas formando una esfera: el núcleo. Es como si al momento de nacer se creara un punto de gravitación al cual confluyen las diversas masas circundantes. Transcurren los años; la esfera crece lentamente mientras asimila la materia a su alrededor. Pero no toda, pues sólo una mínima fracción puede pasar a formar parte de ella: la materia que termina por incorporarse al núcleo es aquella que por una u otra casual causalidad llegó a encontrarse al alcance de su fuerza de gravedad. Entonces la mente de cada individuo es principalmente el producto de la nucleación de la realidad que vive, pero el interés y la pasión pueden torcer un poco los vectores del sistema. Sólo un poco, pero lo suficiente. La pobre esfera se hace ahora consciente de sí misma y de la inabarcabilidad del universo; de su inevitable condición parcial. Sufre y se angustia, pero también se regocija en el hecho de que es esa misma arbitrariedad la que impide la existencia de las réplicas. Su unicidad le da sentido a su participación en el diálogo universal. O algo así; con el tiempo se me han olvidado los detalles.
De alguna forma mis explicaciones me bastaban y sobraban para dormir sin pesadillas y llegué a Londres listo para asimilar en mi núcleo las mejores realidades. Era la primera vez que pisaba Inglaterra, pero te prometo, Alice, que nunca me había sentido tan seguro de saber a dónde iba.
Me costaba tanto hablarte de frente que quise hacerme el escritor.
4
¿Recuerdas que me dio por escribirte cartas? Me costaba tanto hablarte de frente que quise hacerme el escritor. Y las empezaba pidiéndote perdón por mis descuidos en francés cuando en realidad las revisaba diez veces antes de mandarlas. Hacia piruetas, Alice. Lo que fuera para que me vieras. ¿Te acuerdas de cuando te escribí la historia de cómo nos conocimos? Y tú hacías como que me creías que fueron la timidez y la torpeza las que me llevaron a invitarte a salir cuando nos íbamos del World’s End el primer viernes. Jamás fui el tipo que probaba suerte con la francesita de los senos grandes —que así te describí cuando codeaba a Raj para saber tu nombre—; eso no, eso me hacía uno más entre los otros. Yo debía ser especial. Yo te había visto por casualidad saliendo de esa clase que nos obligaban a tomar al principio y era tu sonrisa lo primero que notaba. Eso y que venías saltando y haciendo escándalo sin darte cuenta de que la directora estaba atrás de ti echándote ojos británicos. Yo tenía todo en la cabeza menos eso, mas fue justamente eso lo que ocurrió. Un coup de foudre. ¿De verdad creíste mis embustes? Patrañas que al final se volvieron ciertas porque yo también me las terminé creyendo y a largo plazo la verdad pierde importancia. Tenía que justificar la imprudencia que me llevó al bien merecido no que me diste aquella noche. Tenía que hacerte cambiar de parecer. Sentía una extraña necesidad de que me vieras.
Pasaban las semanas; los demás ya comenzaban a transitar del aburrimiento al arrepentimiento e incluso a veces uno los veía en la biblioteca. Yo esperaba en vano a que se me bajara la fiebre. Pero las circunstancias nos seguían haciendo aparecer en los mismos lugares. Siempre con el grupo, o al menos con Raj, que no entendía nada y jamás nos dejaba a solas después de las clases, pero te veía casi cada día. No dejaba de buscarte defectos; me desesperaba al no encontrar lo que me haría las cosas más fáciles. Fue en esa búsqueda que acabé por seguirte hasta los lugares más improbables. ¡Por supuesto que me encantaba el club de teatro! Y qué decir del coro… Ay, Alice, si supieras que me pasé todos los ensayos fingiendo que cantaba y maldiciendo al director por ponerme del otro lado, con los barítonos. Me costaba reconocerme en medio de todo aquello, pero lo que más me desconcertaba era el puto miedo que tenía de decir o hacer algo incorrecto en los cinco minutos en que podíamos hablar antes de que fuera momento de que corrieras a otra parte, pues siempre había otra parte a donde tenías que correr; parecía que tuvieras contados los minutos. Así que me dio por escribirte cartas; por decírtelo todo pidiendo a gritos entre líneas que me miraras, y todo lo escribía mejor, con la pintura escurrida en mi favor, ensalzando lo que quería que para nosotros fuera verdadero, pues ya para entonces me había dado por vencido, pero no toleraba la idea de que te fueras como llegaste: sonriendo, saltando y sin voltear a verme.
Si Dante me dejara retocar el fondo del infierno, lo único que haría sería quitarle a Satán.
5
En el verano en que te fuiste lo peor de todo era la nada: el estar consciente de ello. Si Dante me dejara retocar el fondo del infierno, lo único que haría sería quitarle a Satán. En ese lugar no sucedería absolutamente nada y esa sería la peor de las torturas. No hay nada más insoportable que el aburrimiento, cuando uno anhela lo peor con tal de sentir que algo se mueve. Un cosquilleo, cualquier punzada. Pero tienes hambre y la sopa te sabe a periódico y podrías tirarte en paracaídas y quedarte dormido de camino al suelo.
Fue entonces que quise aprender a equilibrar la mente. No me quedaba más remedio que sentarme y escucharme en mi cabeza y traté de entrenarme a hacerlo bien. Me decía que al menos los que así lo han hecho son, de entre todos, los menos detestables de la historia. Aprendí a torcerme en flor de loto y a buscar el signo: a dar pasos mentales hacia atrás. Me convencía cada vez más de estar loco —no más loco que antes, pero por lo menos más al tanto—, pero seguía. Me decía que los occidentales no estamos hechos para la paciencia; que me había levantado de la cama del lado equivocado del planeta. Pensaba mucho en todo, y pensar mucho rara vez es pensar bien. Los libros me decían que me sentara en medio del río y esperara a que la turbiedad del agua se asentara, que recogiera de uno a uno los pensamientos que pasaban flotando junto a mí. Pero por más que lo intentaba siempre terminaba bañado en borbollones de agua sucia.
Lo que más me inundaba de rabia era ver una vez tras otra la sonrisa de Victor cuando le contaba todo. No sé por qué, pero también a mí me inspiraba esa confianza que tú le tuviste a ciegas desde el principio. En él me desahogaba sin tapujos mientras con Raj y los demás sólo se podía conversar sobre los senos de las otras. Creo que empezamos a hablar de ti el día que descubrimos el corredor detrás de ese bloque horrible de aulas provisionales que habían puesto junto al Print Room y en que uno estaba equidistante de las pizzas de a tres pounds, las máquinas de café y los laboratorios. Allí nos fumábamos las horas de las tardes; en el pórtico las de las noches. Trabajábamos mucho y a todas horas, pero de ese año me acuerdo mucho más de los cigarros que del trabajo. Yo creía que hablábamos de todo, pero viéndolo hacia atrás me parece que hablábamos sobre todo de ti. Hablaba yo; él escuchaba.
Incluso quise hacerle leer tus cartas, pero no entendía el francés, así que se las traduje palabra por palabra, sin disfrazar las partes que más me hacían sentirme cucaracha. Le leí letra por letra lo del novio en París, y ambos estuvimos de acuerdo en que algo no cuadraba. Le leí lo de que para ti las cosas no habían cambiado después de la escenita del Elephant’s Head y que podíamos olvidarlo. Y Victor me daba la razón y añadía las notas al pie de página en el tratado de Alicelogía que yo me había propuesto compilar.
Fue mi cómplice, aunque no sé si él también hubiera acabado en prisión si lo que yo hice fuera delito. Me daba los empujones que necesitaba para seguir adelante pero nunca tanto como para hacerme creer que estaba haciendo lo correcto. Fue su solidaridad lo que me hizo sentirme seguro cuando hice elogios de la honestidad en tu rechazo y me entregué a ti en calidad de confidente. Seríamos amigos, Alice. Era la única manera de estar cerca de ti, pero no creas que en algún momento lo hice con mala fe. Todo lo que te conté fue cierto, no inventé ninguno de mis diablos. Y mientras más te sentía imposible, más te lo decía todo.
Yo quería saber todo de ti, pero sólo me dabas indicios resbalosos.
6
Creo que nuestros mejores días fueron los de Hampstead Heath, cuando nos llevábamos los libros y las frutas y nos trepábamos al árbol. Tenías un talento natural para siempre arrinconarme en el papel del inmaduro y yo me dejaba con tal de que siguieras escuchando mis historias. Yo quería saber todo de ti, pero sólo me dabas indicios resbalosos. Preferías escucharme —qué bien lo hacías. Te hablé por horas de lo del núcleo y sólo te reíste hasta el final. De eso y de por qué me vine a Londres dejándolo todo. Me ayudaste a entender mi angustia ante las cosas definitivas; mi miedo de dejar de ser un principiante, de dejar de aprender, de ya no cambiar. Llegué a Inglaterra buscando empezar de cero y contigo era tan fácil.
Escuchabas con fuerza; podía sentir cómo te tirabas un clavado en la vida de los otros. Me acuerdo de que lloraste cuando te conté del amigo que conocí fumando en el pórtico y que trabajaba en el mismo edificio, pero en la parte fea, en donde guardan las vitrinas con los aparatos viejos. Aunque aún no lo conocías, vi que de verdad te dolía cuando te conté cómo su padre se había matado en la moto que arreglaban juntos los fines de semana. No te resultaba ridículo que Victor no pudiera tomar un elevador o que nunca se hubiera tirado a alguien sin estar perdido de borracho. A mí me daba risa y tú me echabas ojos de pistola.
No se me olvida el día en que nos alcanzaste en Leicester Square y nos metimos al cine. A mí ni se me pasó por la cabeza, pero tú escogiste los peores asientos para que él estuviera en la orilla, cerca de la salida. Así eras tú. Esa misma noche fue idea de ustedes dos brincarnos las cadenas para tomarnos las cervezas en la terracita del puente, viendo los barcos. Ya con Victor no nos quedaron huecos que llenar y se nos hizo de día en el río. Incluso vino con nosotros a la clase de las ocho y fue a él al que atraparon dormido y le pidieron que se fuera mientras nosotros nos reíamos en silencio. Me sentía completo con mis dos amigos rotos. Sí, nuestros mejores días.
Nos la pasábamos bromeando y ya no teníamos esos largos silencios en los que nos poníamos a leer cada uno un libro.
7
Era como si Victor hubiera abierto una ventana y entrara de nuevo el aire fresco a nuestra habitación viciada. Apenas me di cuenta de que ya no íbamos más al bosque o de que nos hablábamos en inglés incluso cuando él no estaba ahí. Sentía como si desde que llegó me hubieran quitado un peso enorme de los hombros y me imagino que lo mismo te sucedía a ti. Nos la pasábamos bromeando y ya no teníamos esos largos silencios en los que nos poníamos a leer cada uno un libro. Me escuchabas como antes cuando me daba por monologar, pero después de un rato Victor me hacía una pedorreta y seguíamos con la vida.
Prácticamente cuando no estábamos en el campus vivíamos en tu casa, porque tanto su cuarto como el mío daban tristeza y nadie de nosotros tenía dinero para nada más. Se me trepaba el pudor de vez en cuando, pero luego llegaba él silbando en calzoncillos y me recordaba lo absurdo que es el mundo. Supongo que a ti también te hacía sentir lo mismo porque fue entonces cuando por fin nos hablaste de Alexandre. Durante todos los meses que pasaron antes de eso no pude hacerme más que una vaga idea de qué clase de persona era tu misterioso novio de París. Nunca hablabas de él y cada vez que lograba distraerte lo suficiente para hacer una alusión al tema se te enredaban las palabras y le dabas vuelta a todo. Pero en esas tardes en tu casa poco a poco empezaste a darnos pistas. Victor casi nunca hablaba en serio y a mí ya se me habían agotado los pretextos, pero cuando te burlabas de nuestras historias con las chicas aprovechábamos para regresarte la pelota. Parecía que pedías que te preguntáramos algo, pero ni él ni yo sabíamos qué. Supongo que Victor fue más astuto que yo, pues fue entre sus bromas que por fin pudimos saber algo de ese tal Alex del conservatorio. Ese grandísimo cabrón que estaba tan ocupado tocando su violín que eras tú la que se iba a París cada vez que te alcanzaba el dinero. Cómo lo aborrecimos entre dientes mientras nos reíamos los tres.
Esperar una cifra no es otra cosa que una excusa para dejar la vida para más tarde.
8
Querida Alice:
Nada de lo que te cuento en esta carta tiene una meta definida. Te escribo estas palabras con el pretexto del veinticinco, que bien podría ser cualquier otro número. Esperar una cifra no es otra cosa que una excusa para dejar la vida para más tarde, así que no deberíamos acordarles atención alguna. Pero el caso es que estas ocasiones se prestan a hacer recuentos y hoy este me sale de manera natural. Siento como si por alguna razón todo convergiera en este punto.
He decidido dejar de ser el dictador frustrado de mi universo y darle más libertad a la vida para hacer su trabajo. Es gracioso, pero cuando uno deja de pensar en ello parece que el todo se organiza. Es como si sólo hiciera falta un catalizador para comenzar la reacción en cadena de nucleación de los cristales. Tú entiendes de lo que hablo.
Me gustaría poder compartir contigo todo lo que hay en mi cabeza. Sabes que eres la única persona a la que le puedo mostrar esas partes de mí que le escondo a los demás. Desgraciadamente, la mayor parte de mis ideas no acaban nunca de cuajar y en cuanto intento hablarte de ellas me pierdo en mis propios tartamudeos. Me pregunto si es algún mecanismo de autocensura oculto en mi subconsciente (ya sé que tú no crees en esas charlatanerías). Así que dejaré por el momento las cavilaciones y te diré sólo un par de cosas que me parecen importantes y que quisiera que supieras.
Descubriste —al mismo tiempo que yo mismo— una parte de mí que no es forzosamente la mejor. Quiero pensar que el trayecto a través de esta etapa era indispensable para llegar a la siguiente. Sin embargo, me habría gustado que nos hubiéramos conocido en circunstancias distintas. No tiene caso tratar de cambiar lo que hemos sido o lo que nos ha tocado vivir. Al final no somos más que la suma de esa cadena de causas y efectos. Pero ciertamente me conociste durante uno de mis peores momentos y te encontraste con una versión de mí de la que no estoy orgulloso. Y no obstante y a pesar de todos los malentendidos y los momentos desabridos, supiste ver a través de la coraza. Cualquier afección que hoy puedas sentir por mí, sin importar su nombre, significa que pudiste encontrar en mí lo bueno de entre todo lo malo, y eso para mí vale oro.
Una vez me dijiste que no sirve de nada hablar de sentimientos puros sabiendo que no cambiará nada; que cuando son puros son también suficientes por sí mismos. Entonces no te escribo de los míos para cambiar cosa alguna, sino tan sólo para que no ignores su existencia. Tal vez es en la ausencia de motivos que el momento se vuelve propicio para hablar de lo que llevamos dentro.
No me queda más que aceptar que siempre habrá signos de interrogación en nuestra historia, pero no encuentro razón para no vivir con ellos. Hasta ahora me he aprisionado en los bucles de las preguntas abiertas, pero hay que admitir en cierto punto que las respuestas posiblemente no llegarán jamás e incluso así hay que seguir adelante. No te oculto que me aterroriza la idea de avanzar en medio de tantas interrogantes, pero puedo intentarlo.
En este momento me arden las ganas de ser honesto conmigo mismo y de aprender a escuchar mi propia naturaleza cuando me habla desde dentro. Me resulta abominable el destino pragmático al que nos empujan aquí. Quiero al menos intentar darles a mis anhelos otra oportunidad. Necesito creer de nuevo que es posible. Prefiero mil veces vivir en mi idealismo que fundirme en este gris que no deja de querernos absorber.
Sé que tú me entiendes. No puedo pedir que me acompañes, pues el deseo de compartir estas cosas debe de nacer espontáneamente. Sólo quiero hacerte cómplice de otro más de mis desvaríos.
Me hace muy feliz que estés aquí, en mi vida, leyendo estas líneas. No sé qué me depara el futuro, pero espero de verdad que sea lo que sea tú estés en él.
Con cariño,
Ricardo
Me da miedo verte escoger la senda de la incertidumbre.
9
Querida Alice:
Hago todo lo posible para entender tus decisiones, pero me da miedo verte escoger la senda de la incertidumbre. No quiero juzgar tu elección, pero debes de saber que el camino que estás tomando lleva en la dirección opuesta de la que yo te invité a caminar conmigo.
Sé que no soy el ideal, pero lo que siento por ti es más fuerte que la lista interminable de razones que me das por las que no podemos estar juntos. Tú tampoco eres la ideal para mí, si es que algo así acaso puede existir. Pero fuiste tú misma la que me dijo que si el sentimiento es de verdad el resto se vuelve irrelevante.
Te juro que lo intenté, pero no puedo evitarlo. Me lo has dicho mil veces. Todas ellas me han dolido. Pero a pesar de que está claro como el agua que no estamos hechos para estar juntos, no me queda más que aceptar que no tengo control sobre lo que siento por ti. Estos sentimientos no se han ido, sino que se han vuelto más fuertes cada día.
Eres bella y estás rodeada de gente buena que sabe apreciar esa belleza que llevas dentro. ¿Pero acaso pueden ver cada una de sus caras? Sólo espero que al final escojas a alguien que pueda verlas todas y darte lo que tú mereces.
Algo en mí me dijo que quería ser tuyo. Algo en ti te dijo lo contrario. Eso me desgarra. Todo esto no ha hecho más que hacerme sufrir y este sufrimiento debe acabar. Las cosas no pueden seguir así porque en lugar de ser yo mismo he pasado todo este año tratando de ser aquel con el que lo nuestro sería posible. Tuve que dejar de lado tantas cosas que ahora me siento como un náufrago. Tengo que empezar de nuevo una vez más, justo cuando quería por fin dejar de hacerlo.
Así que no me pidas que ignore mis sentimientos, porque no puedo. Lo que puedo hacer es forzarme a vivir con ellos sin esperar a que los tuyos cambien. Tan sólo trataré de ser yo mismo y entender el porqué de las cosas, si es que algún día logro llegar hasta ese punto.
La única razón por la que te escribo todo esto es para que sepas que la próxima vez que nos encontremos puedes esperar a tu amigo de verdad, pues eso no ha cambiado. Pero no esperes encontrar esa parte de mí que no puedes aceptar. Sé que puedo seguir viviendo así por años, esperando paciente a que se abra una rendija entre tus puertas, pero, aunque me duela, tengo que aprender a vivir de otra manera. Lo siento mucho, Alice, pero merezco más que sólo unos pedazos de tu afecto.
Te deseo la mejor suerte y que este camino que has elegido lleve a un sitio en donde puedas ser feliz.
Ricardo
Todos aprendemos por ensayo y error, tomando riesgos y equivocándonos.
10
Alice:
Estamos jugando un juego en el que todos pierden. Puedes decir si quieres que no son mis asuntos, pero me duele ver a Victor pasar por esto.
Ni él ni yo somos de los que vienen y van en cualquier parte. Te quejas todo el tiempo de la actitud estúpida y superficial de los hombres, pero me pregunto si te das cuenta cuando tienes una excepción al alcance de la mano. Por supuesto que es inestable y frágil, pero ¿quién no lo es? Creo que no puedes negar que Victor tiene un gran corazón y no se merece esto.
No existe el hombre perfecto, Alice. Todos aprendemos por ensayo y error, tomando riesgos y equivocándonos. De eso se trata la vida, ¿no? Si sólo puedes quedarte una cosa de mí, por favor quédate con el deseo de ver el potencial de las personas. Personas de verdad, en construcción. Por más que te rehúses tú también perteneces a este mundo imperfecto.
No te culpo por idealizar las cosas; yo también lo hago. ¿Qué caso tiene intentar algo nuevo si todo aquello ya existe? ¿Para qué arriesgarse? ¿No te das cuenta de que estás viendo la vida a través de una vitrina? Por eso son ideas, Alice, porque no pertenecen a este mundo.
¿Crees que fue fácil para mí que de entre todos los millones del planeta acabaras con mi mejor amigo? Ya había sido bastante duro tragarme mi orgullo cuando tuve que aceptar que sin importar lo que hiciera nunca contemplaste siquiera la posibilidad de darme una oportunidad. ¿Qué piensas que sentí al ver lo natural que era todo entre ustedes? A pesar de ello, tuve que convencerme de que así debían ser las cosas.
Fui yo quien le dijo que debía intentarlo, Alice. Él se lo había prohibido por no hacerme daño. De ese tamaño es el corazón de Victor. Pero le dije que quizá era él con quien por fin podrías atreverte a dejar atrás a ese Alex que no merece ni uno solo de tus segundos. Fue duro decir eso y puedo decirte que fue también difícil para él verme a la cara y pedirme perdón por haberme ocultado lo que sentía por ti todo el tiempo en que yo le contaba lo que pasaba entre nosotros. No sé a dónde irá a parar mi amistad con Victor; espero de verdad no perderlo a él también.
¿Y todo para qué? Nos hiciste creer a los dos en algo que nunca fue cierto. Quiero pensar que al menos no lo hiciste adrede. Pero también quiero que te preguntes de verdad por qué dejaste que esto pasara. Nos mantuviste orbitando alrededor de ti como dos lunas. Por supuesto que las circunstancias fueron distintas, pero el resultado es el mismo.
Ya estoy harto de hablar de lo que pasó conmigo; habíamos acordado olvidarlo. Pero con lo que sucede ahora no puedo evitar recordar que me dijiste que creías que las cosas deberían ser como en los libros: que después de los enredos, al final las circunstancias lo permiten. ¿Por qué me dirías algo así si jamás pensaste que podríamos estar juntos?
Sé lo que eres para mí, pero me cuestiono de verdad qué soy yo para ti, Alice. ¿Soy un verdadero amigo o sólo alguien que hace buena compañía? Por supuesto que comprendo que has evitado mostrar afección para no darme falsas esperanzas, pero me pregunto si alguna vez sentiste algo por mí. Quizá fui demasiado ingenuo.
Comprendo que con Victor fue distinto. Él no se fue de bruces en cuanto te vio, sino que empezó a tener sentimientos por ti durante el tiempo que pasamos juntos los tres. Sinceramente no entiendo qué ocurrió entre ustedes mientras yo no estaba ahí. Sólo sé que él también terminó por preguntarse qué pasaría si… Y eso es vivir a través de un muro de cristal.
Me duele que hagas esto. No es justo. Nosotros llenos de falsa esperanza y tú estática, sin moverte en ninguna dirección. Todos perdemos. Por favor aclara las cosas, por el bien de todos. Eres mucho más importante de lo que crees en la vida de los que estamos a tu alrededor. No quiero seguir adivinando las razones por las que haces o no haces las cosas. Sólo quiero alentarte a que hagas algo, lo que sea. Tengo miedo de que tus ideales hagan que la vida real se te vaya entre los dedos. Por favor suelta tus propias riendas de vez en cuando o para el momento en que te decidas por algo será demasiado tarde.
Me decepcionan las consecuencias de todo lo que ha pasado, pero sé que algo bueno ha de surgir de todo esto. Siente toda la rabia que quieras, pero si no te lo digo yo posiblemente no te lo diga nadie más. Espero que, a pesar de todo, esto que te escribo sirva de algo y que lo tomes viniendo de un amigo de verdad.
Ricardo
11
“Tu ne comprends rien. Tu le détruis tout”.
La entropía del universo siempre aumenta. Es una ley.
12
Todo es anarquía. La entropía del universo siempre aumenta. Es una ley. Transcurre el tiempo y no somos sino partículas moviéndonos con trayectorias aleatorias. Hay veces que el azar nos pone en los caminos de las otras y colisionamos: nuestras existencias se determinan. ¿Pero qué más da? Sólo obtenemos otro impulso para seguir bailando en el vacío. Vamos acelerando, chocando, rebotando inevitablemente, esperando con ansia el siguiente impacto. Mas hay veces en que parece que las cosas cobran sentido. Es en esos espurios lapsos en que el todo parece obedecer a un orden cuando buscamos detenernos; interactuar sin impactos violentos. Nos invade el deseo de abandonar el azar, de descifrar los patrones, de formar parte de algo más grande que nosotros mismos. Es justamente en ese punto que todo se va a la mierda. Porque finalmente sólo se trata de otro impacto transitorio antes de seguir dando tumbos por el universo.
Pensaba en ello mientras me fumaba mi quinto cigarro y por alguna razón ese día el aturdimiento no llegaba. Debiste haber visto mi silueta junto al pórtico cuando bajabas las escaleras. ¿O acaso esperaste a verme salir de la sección de estudios nórdicos —allí siempre había escritorios libres— y fingiste coincidir? En los últimos días, ya cuando nos tocaba escribir, tú te escondías en la de hispánicos, del otro lado. No pudiste haberme visto por casualidad. Me dijiste que saliste porque te hacía falta un poco de aire. Yo no recuerdo qué te dije, si es que acaso dije algo; de lo que me acuerdo es del silencio que siguió.
¿Cuántos minutos pasaron así? Era ridículo. Pero ni tú ni yo movíamos un pelo. Sabía que estabas ahí para decirme algo, pero ¿qué? Hasta hoy lo sigo adivinando. Te detuviste frente a mí y me viste, sin parpadear. Tu abrazo me tomó tan por sorpresa que por instinto me eché hacia atrás. Me pregunto qué sentiste al abrazar a la piedra que era yo en ese momento. Yo, Alice, sentí algo así como lo que uno siente cuando de niño le miente a su madre; como la vergüenza de un crimen germinal. Luego la presión de tu sien contra mi pecho y el roce de tus senos al soltarme; lo último que sentí.
—Hueles a flor de naranjo —lo último que dije.
—Tú hueles a cigarro —lo último que escuché.
Después te fuiste. Victor no se despidió.
Sólo después de que hubo terminado el curso entendí por qué en inglés la fecha límite se llama deadline.
13
Como todos los días de ese último verano en Londres, dejé la bicicleta al pie de las escaleras que suben hacia el parquecito con los juegos infantiles y eché a correr por los senderos del bosque. Sólo después de que hubo terminado el curso entendí por qué en inglés la fecha límite se llama deadline. Mientras ese momento aún no llegaba pude pasarme todos los días y las noches en uno de los escritorios de la sección de nórdicos escribiendo y reescribiendo, pero una vez que hube entregado la tesis y no me quedaba ya más nada que escribir tuve que tragarme el que ustedes se habían ido. Deadline: una vez que la cruzas, lo que sea que estuvieras haciendo se muere y te quedas con las manos vacías. Y cuando me llegó esa deadline, por dos meses tuve que vérmelas con el vacío de mis manos antes de que el siguiente avión me llevara a navegar de nuevo por las cosas arbitrarias, esta vez hacia Berlín.
Durante ese tiempo descubrí que correr es un buen remedio para la soledad. El dolor que uno siente al forzar el cuerpo provoca una especie de sensación visceral de tener un propósito. Los músculos te gritan que te detengas, pero ese algo te hace seguir adelante. Es a veces en esos pequeños instantes que uno puede desenredar un hilo de la madeja. Durante todas esas horas en el bosque traté de encontrar la lógica en la cadena de eventos que culminaba conmigo huyendo de mi soledad en los senderos de Hampstead Heath.
“Los verdaderos amigos se merecen algo mejor que el silencio”, te dije alguna vez, cuando todavía creía que me merecía cosas de ti. Mientras corría pensaba que me hubiera gustado rebobinar y pedirte perdón por habértelo sacado a la fuerza, pero ya no tenía caso. Comprendí muy tarde que el hecho de que me dijeras la verdad sobre Alexandre era la prueba de que realmente fui un verdadero amigo para ti: quisiste protegerme. Maldita sea, Alice. ¿Por qué no pudiste ser un poco menos buena?
Y detesté a Victor por haberse ido contigo así a París, creyendo conocerte, silbando en calzoncillos, pensando que terminaría por ganarle la batalla a Alex; sin saber que esa batalla nos la ganó Alex a todos cuando se colgó a los diecisiete en su habitación del conservatorio, perfecto para siempre. Lo detesté porque lo vi desmoronándose al descubrir que estar contigo es hacer frente a todas las historias que nunca fueron. Desmoronándose y dejándote sola. Sola con Alex. Lejos de mí.
El último día corrí hasta llegar de nuevo al páramo entre los dos estanques y me trepé a nuestro árbol; el de los días antes de Victor, cuando sólo éramos tú y yo. Ése era el último lugar que quería visitar antes de dejar Londres para siempre. Me senté en la rama grande y me recargué contra el tronco.
—¿Por qué lloras?
Giré un poco la cabeza y me di cuenta de que no estaba solo. En la que una vez fue tu rama estaba sentada una niña.
—Estoy triste porque es la última vez que visito a mi árbol —le dije.
—¿Es tuyo? —me dijo, preocupada.
—Sí, pero no solo mío. También puede ser tuyo, si quieres. Los árboles son de todos y de nadie al mismo tiempo. Lo único que importa es que alguien cuide bien de ellos —le dije.
La idea pareció gustarle y soltó una risita. Después siguió meciendo las piernas en el aire, pensando en otra cosa.
—¿Por qué ya no vas a visitarlo? —preguntó después de un momento.
—Porque tengo que irme lejos, muy lejos de aquí —respondí.
—¿Sati? —llamó una voz desde el sendero.
Sati respondió en un idioma que no pude comprender.
—Tengo que irme, pero no te preocupes por tu árbol. Ahora que también es mío voy a visitarlo todo el tiempo y a cuidar muy bien de él —me dijo.
—Gracias, Sati. Así puedo irme muy tranquilo —dije.
Bajó de un brinco y se fue corriendo hacia el sendero.
—Adiós —me gritó mientras se alejaba.
Fue la última conversación que tuve en Londres.
14
El tamborileo de las gotas de lluvia contra el cristal del tragaluz me arranca del hechizo y de nuevo es el sonido del teléfono. No sé cuánto tiempo estuve perdido en mis adentros. Trato de recordar lo que estaba haciendo antes de perder el hilo de mis pensamientos, pero veo borroso; seguramente no tenía mucha importancia. Mientras cuelgo el auricular pienso en nuestro árbol. Sólo espero que alguien esté cuidando bien de él.
- Todas las historias que nunca fueron - sábado 10 de septiembre de 2022