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Dos cuentos breves de Francisco Rodríguez Sotomayor

martes 20 de septiembre de 2022
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La reunión

Cuánto rato ya. Yo creo que puedo medir el tiempo en sudor; en la espalda, en la frente, en el pañuelo con el sudor de la frente. Son las tres de la tarde, o sea, media hora sudando, y tratando de contener el disgusto. Qué osada mi educación que se interpuso para que no pudiera decir “no puedo, es más, no quiero ir”. Pero no, la educación, los modales, el sudor, el rápido almorzar, el trajín, la irresponsabilidad; nadie llega, sólo González, que es como si nadie estuviera; no sé qué tiene González que es de esas gentes que aparentan gentileza que me desagradan, esa sonrisa siempre, el chiste sin gracia, siempre, siempre ese chiste sin gracia que todo el mundo le ríe porque es adjunto del Secretario Principal; y llega primero que yo, tuve que saludarlo porque sí, por los modales, porque es González, porque es adjunto del Secretario Principal, porque González siempre está sonriente y con el chiste a punta de caramelo, el comentario de mal gusto que nadie le reprocha pero que le ríen con un insulto entre dientes, ¡provoca tumbarle la sonrisa a González!… En fin, González no es nadie, pero es el adjunto del Secretario Principal, y hay que saludarlo, y lo saludé, y sonreí, y me reí de su comentario de si acaso me venía caminando, “porque estaba sudando a chorros”, y retuve la respuesta de que sí me había venido caminando, porque sí, no quería llegar tarde, como todos lo harían, puesto que no hay nadie, sólo González y yo, dos nadies, uno menos que el otro, no sé cuál a estas alturas, porque hay que ver que tengo que ser pendejo para venir así de apurado.

Tres y media y sólo llegó Durán; no, chico, esto se lo llevó el diablo; Durán dice que la reunión la habían convocado para las tres y media y González dice que no, que a las tres, porque él mismo mandó la cadena diciendo que “Reunión de Comité a las tres”, y le saca el teléfono tras ponerse los lentes y le dice que “Mira, a las tres, yo no sé qué mensaje recibiste tú”. Pero Durán se pone sus lentes y saca su teléfono y le muestra un mensaje de Dámaso que dice que “Reunión de Comité a las tres y media. Yo no voy a poder ir, me avisas qué se acuerda”. De paso, no viene Dámaso, seré pendejo en esta vaina. Y es que González no tiene el número de Durán y “pásamelo para agregarte en WhatsApp”, dice. “0412…” y entra Sofía, tan bella Sofía… ¿No tendré sudor en los cachetes? El pañuelo está muy mojado, y es que no soy gente, soy sudor hoy, por lo menos vino Sofía, para que haga contraste con estos viejos del coño que me tienen harto, un día de estos no vengo más, lo juro, ¡me tienen harto, viejos fastidiosos!… Como si yo fuese un carajito. Debí fue quedarme en mi casa tranquilo, decir como Dámaso, que no puedo, y es que Dámaso no es que no pueda, es que no quiere; Dámaso tiene carro, tiene cómo venir sin problemas, pero no es pendejo, ese sabía que nadie venia y se quedó reposando el almuerzo, y yo estoy que lo vomito.

Ja, ja, ja, a ti si te río tus chistes malos. Ese perfume… ese aroma se me hace familiar. Al menos no perdí el viaje, Sofía. Hasta se me fueron las náuseas. ¿Y te vas a ir a atender el teléfono? ¿Y la reunión? Ah, verdad, verdad, tu mamá, cierto. Y me dejó solo con estos insufribles, y llegó fue Décimo, quejándose de que la gente llega tarde y él que tiene que ir a comprar harina. Un cuarto para las cuatro y somos sólo cinco con Sofía… que se fue, sí, se montó en su carro y se fue, ¿le habrá pasado algo a la mamá? Ojalá y no, Sofía es tan bella. “Bueno, compañeros…”. González, no jodas tanto; ah, no, como que va a decir algo importante. “…Será para mañana que convoquemos la reunión para ver si nos reunimos bien el viernes”. Bueno… será; nos vemos mañana, avísenme por mensajería.

 

El duelo

Abrió la puerta con furia; supe, como siempre, que vendría armado, preparado y determinado a darme muerte. Lo invité a quedarse para la merienda de las cuatro, y no bajó el revólver mientras hablábamos durante el té. Han sido ya años desde su primera interrupción; recuerdo que esas primeras veces yo optaba por duelos inútiles. Dado que en casa jamás hubo armas, a escondidas me fabricaba unas especiales, pero ridículas. Daba vueltas en mi habitación esperándolo, y cuando llegaba, tras mi pánico, luchaba ineficazmente: de todas formas, salía derrotado, baleado y más patético que antes. Aprender fue un proceso arduo pero necesario, y estudiar a mi enemigo era difícil. Cuando compré mi casa, mucho tiempo después de sus primeras apariciones, sabía que no podría evitar su visita; pero, al conocer su asesino enamoramiento, ideé un método infalible. Construí una sala de juegos, privada, donde mi mujer tenía prohibido entrar mientras finiquitaba los detalles; para afinar los deseos destructores de mi futuro huésped, llené la habitación de objetos que sabía que reventarían su lujuria. Al año, el cuarto estaba listo para ser habitado; cuando llegó, ese último día de construcción, le demostré que estaba desarmado, y juré, Biblia en mano, que dejaría de defenderme. Fingí sorpresa al saber que mi diseño le encantó, y manifestó su deseo de quedarse a vivir. Yo, escondiendo mi alegría, accedí. Al pasar varias semanas conoció a mi mujer y amenazó con matarla, pero ella fue más inteligente: lo trató (todavía lo trata) como invitado estrella, y en todas las meriendas le tiene listo un té negro. Él piensa que poco a poco lo enveneno; lo que no sabe es que prefiero mantenerlo.

Francisco Rodríguez Sotomayor
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